Andrea Marcolongo: El sentimiento de lo sagrado
En lugar de lo sagrado, hoy existen datos que tratan de explicar ese diseño que alguien cree divino y otros consideran demasiado grande y majestuoso para ser captado por los límites de nuestro cerebro
Hace unas semanas tuve el privilegio de acompañar a Atenas a un grupo de lectores españoles, curiosos por descubrir ese milagro de cultura, ciencia, belleza y tecnología que fue la Grecia clásica. Discutiendo juntos en el antiguo ágora, me di cuenta de cuánto ellos, los antiguos griegos, dirigían su filosofía y su forma de vida hacia la búsqueda de la felicidad. Y cuán olvidadizos, aterrorizados, parecemos nosotros los modernos en comparación: no infelices, sino francamente deprimidos.
El clásico binomio ‘bello y bueno’ era lo que hacía feliz al hombre aquí en la tierra, pero siempre con la mirada puesta hacia el cielo. El ‘sentimiento de lo sagrado’ estaba concebido no en oposición sino en complemento de la ciencia –fuimos nosotros los que separamos las dos formas diferentes de investigar el mundo, y desde entonces, la una sin la otra, ciencia sin filosofía y viceversa, cada pensamiento resulta mutilado. Para los griegos, la belleza de una hoja, de un rostro, del ala de una gaviota que se abre, toda la melodía de las cosas eran sagradas, sin embargo todo lo demás era dominio de la ciencia: no hay mayor aspiración hacia lo sagrado y al mismo tiempo no hay pretensión más científica que en los diálogos de Platón.
Uno de los males más graves de nuestra infeliz época, de la que dependen muchas de nuestras tristezas y apatías, es el hecho de que nadie cree en nada, más que, paroxismo de la soledad, en sí mismo. «Esperar es terrible. Dejar de esperar es aún peor», escribió el francés Aragon. Hoy nadie espera mucho, el mañana ha dejado de ser una invitación y una sorpresa y la vida se ha convertido en un lento arrastrar sin asideros internos hasta el último de sus días.
No me refiero a la religión, entendida como culto codificado a una divinidad: a pesar de los extremismos por un lado y de la crisis de vocaciones por otro, cada uno tiene la libertad enteramente privada de elegir si adorar o negar a su dios. En cambio, me gustaría reflexionar sobre la supresión del sentimiento de lo sagrado en la sociedad contemporánea, cuyo resultado es un deslizamiento estético y moral hacia abajo –hacia lo peor– y un desconcierto colectivo que conduce a sustituciones rápidas y peligrosas. Porque para vivir, el hombre necesita creer en algo, en cualquier cosa; luego están los que ponen sus certezas en el cielo y los que las ponen aquí en la tierra.
‘Sagrado’ es todo lo que se opone a lo profano, pero su significado no es estrictamente religioso. Sagrado es haber amado por mucho tiempo a alguien que no nos amó, por ejemplo. Sagrado es conmoverse sin saber por qué ante el formidable espectáculo de la primavera que, desde el primer día del mundo, llega puntual cada año, o ante un animal que corre libre de ataduras y cadenas. Sagrada es toda vida que empieza, toda vida que acaba, es confiar en las señales o en el viento. En general, sagrado es el instinto de creer que, detrás de cada manifestación de la existencia, hay un significado y un diseño. Qué sentido atribuirle es tarea de la religión. Pero persistir en percibir ese sentido siempre ha sido tarea del hombre.
La búsqueda y el cuidado de lo sagrado en todas sus manifestaciones están hoy cubiertos por el escepticismo y la burla: es imposible, incluso escandaloso, creer en antiguas supersticiones, en ritos paganos, en tradiciones ignorantes. Pero las palabras importan; respetarlas y ser precisos es otra manera de honrar lo misterioso: lo sagrado no existe para ser ‘creído’ –no es religioso, no es divino– sino para ser ‘sentido’.
Hay quienes dicen que la profanación de lo sagrado y la secularización de la existencia no son nada nuevo, sino consecuencia del positivismo y del triunfo de la ciencia sobre la ingenuidad: fuertes en datos, microscopios, experimentos y máquinas, sólo los más inexpertos y analfabetos pueden creer que una flor contiene el infinito en la finitud de sus átomos. Pero la ciencia tampoco es religión: su trabajo es probar, no predicar o creer. Confiar en el método científico no es un acto de fe, sino un ejercicio de razonamiento irrefutable y racional. La ciencia demuestra cómo y por qué ocurre un determinado fenómeno, es un comentario detallado de la existencia; explicar quién concibió las reglas del juego es otra cosa (y he aquí entonces que fenómenos científicos inexplicables como el bosón de Higgs reciben el nombre de ‘partícula de Dios’).
En lugar de lo sagrado, hoy existen datos que tratan de explicar ese diseño que alguien cree divino y otros consideran simplemente demasiado grande y majestuoso para ser captado por los límites de nuestro cerebro. Sin embargo, esta sustitución no ha producido el alivio esperado, la liberación del hombre de su misterio, sino que ha hecho la existencia aún más fatigosa, casi insoportable: desde que el dato ha sustituido a lo sagrado, nos sentimos ahogados en un mar negro de cifras, de análisis, de modelos en los que, dada la imposibilidad de comprender, estamos perentoriamente obligados a creer. La tecnología, nacida para liberar al hombre de la necesidad del destino, se ha convertido en religión: una se ocupa de la salvación de las almas, la otra de guardar datos en la ‘nube’. De esta tecnocracia, la inteligencia artificial es el ultimo oráculo, a la que pedimos respuesta reconociendo, temblando, su superioridad.
Al mismo tiempo, como la necesidad humana de creer no puede ser suprimida, hay una proliferación de rituales extraños y una importación de lo sagrado (a menudo con fines comerciales) desde sociedades lejanas y muy diferentes a la nuestra: cursos de yoga, meditación, rituales chamánicos y ceremonias asiáticas proliferan en cada ciudad –y ya es normal, incluso de moda, ver a ejecutivos de carrera y burgueses cultos recitando mantras incomprensibles rodeados de incienso por las noches, mientras que de día juran sumisión a cifras y estadísticas económicas.
Los antiguos griegos llamaban «místico», literalmente «iniciado en el conocimiento oculto», a todo aquello en lo que uno cree sin saber por qué –o lo ha olvidado. La mística, propia de una dimensión espiritual ajena a la religión oficial (la de Zeus y Atenea y todo el Olimpo), estaba en todas partes, en cada palabra y en cada brizna de hierba, porque todo era sagrado sin ser nunca dogmático. A partir del primer verso de Homero, ese sentimiento de confianza, de espera, de consuelo filosófico, de belleza humana que derivó en un vasto repertorio de tradiciones, gestos y poemas, fue respetado, no tanto por ser verdadero sino por ser necesario. Para vivir libre, completo. Y posiblemente feliz: una posibilidad sagrada en la que nosotros los modernos deberíamos volver a creer.
Andrea Marcolongo (Milán, 1987), estudiosa del griego, se graduó en la Universidad de Milán. Viajera empedernida, ha vivido en diez ciudades distintas, incluidas París, Dakar, Livorno y Sarajevo, donde vive en la actualidad. Tras especializarse en escritura, trabajó como consultora de comunicación para políticos y empresas. La comprensión del griego clásico siempre ha sido su gran tema de reflexión, y a él ha dedicado gran parte de sus noches de insomnio. La lengua de los dioses es su primer libro.