Andrés Reynaldo: La mordida
El teatro bufo cubano tropezó con la corrección política. Fue hace unas semanas en Miami. Le fueron arriba a la obra Tres Viudas en un Crucero, en el Teatro Trail, que presentaba a una actriz blanca con la cara pintada de negro. Sólo en Miami, dijeron, se atreven a poner en escena un blackface. Leído entre líneas: sólo entre los cubanos de Miami pueden verse estas monstruosidades.
No me voy a poner a hacer la historia del tabaco. Pero la representación de personajes negros por actores no negros está en el origen de las tradiciones teatrales de medio mundo, desde los griegos hasta los persas. En el caso del bufo cubano, el negro y el gallego suelen ser caricaturizados bajo una óptica criolla. El negro como pícaro y el gallego como bruto. No me cabe duda de que tanto un negro como un gallego puedan sentirse ofendidos. (¿Por qué a nadie le molesta que se burlen del gallego?). Ahora bien, si vamos a abrir una polémica sobre el género, establezcamos una perspectiva culta. Las tradiciones tienen un contexto antropológico, social, sicológico, por citar algunos aspectos. Un asunto demasiado serio para abordarlo con el frenesí policíaco, la ligereza ignorante y el resentimiento puritano de la corrección política.
Como toda sociedad caribeña, la cubana sufre la repugnante tara del racismo, presente todavía hoy de manera estructural, así como en la costumbre. A la ley corresponde que el racismo no se haga sistema; y a la educación que deje de ser actitud. Vista la obra, sin embargo, se hace cuesta arriba interpretar la falsificación de la negra como una deliberada ofensa racial. De hecho, el personaje de esta viuda negra (salvando toda connotación aracnológica) apunta mejor al estereotipo de la viuda que al estereotipo de la negra. Tampoco su carga caricaturesca es más cáustica ni reductora que la de las dos viudas blancas. O sea, en el contexto de lo cubano, la obra no contribuye precisamente a la construcción de la actitud racista. Más bien refleja el grado de inclusividad de un creciente mestizaje.
No puedo pasar por alto tres elementos de la reacción contra la obra. Primero, la poca preparación del argumento acusatorio, incapaz de notar la diferencia entre el llamado teatro de juglaría (minstrelsy) angloamericano del siglo XIX y el teatro bufo cubano. Segundo, el énfasis en mostrar una improvisada, marginal expresión vernácula como una escandalosa transgresión del marco de los derechos civiles en Estados Unidos. Tercero, y quizás el más importante: ¿cómo es posible que esos activistas de la corrección política, siempre dispuestos a observar la idiosincrasia de las minorías como fuente de derecho y garantía de mérito, no hayan reparado en el carácter idiosincrático de la obra?
Miami tiene una rotunda singularidad cubana. Tal como Los Angeles la tiene mexicana y Boston irlandesa. No hay pecado en defender esa singularidad tanto como otros subliman las deficiencias de su origen (ese no saber lo que eres, no atreverte a querer saber lo que eres, no admitir que otros son lo que tú no eres) en la demagógica cofradía de frustraciones de lo que aquí llamamos, sin precisión sociológica ni rigor cultural, la comunidad hispana.
Aldous Huxley dijo que para el apetito totalitario no había mayor delicia que la posibilidad de destruir algo sin hacerse mala conciencia. Subordinada la verdad a los caprichos de un obtuso elitismo de izquierda, los perseguidores de la viuda negra están convencidos de que marchan a la vanguardia de su tiempo. Ya ese perro te mordió en Cuba. No dejes que te vuelva a morder en La Pequeña Habana.