Ángeles Mastretta: Amor al revés
Para fortuna del infortunado mundo, hay lujos como la música y los árboles, como el soberbio pasado y las catedrales que no se desbaratan con necedad. Les contaré que nos fuimos a Italia de la mano del deseo, a encontrarnos en la fantasía del mejor músico de nuestros años.
Me enteré por boca profeta de que Ennio Morricone, el compositor y director que es en sí mismo un ensalmo, daría sus últimos conciertos —tiene 91 años— en Roma y Mantova. Nada me quedaba más lejos, cuando oí la noticia —una semana antes— que la posibilidad de ir a uno de esos conciertos.
Italia, el país que hace sonar el bronce con su nombre en mi oído, se apareció como un encanto. Llevaba días haciéndome análisis pre y postmodernos porque había dado en tener un dolor que parecía mordida de tiburón en mitad de la noche, alarido de brujas al mediodía. Una dolencia imprecisa y voluble atacando de modo tan inmisericorde que la patria y sus malestares dejaron de pasar por mi cabeza. Quedaban lejos las voces a favor y en contra de lo que sucede. Y la culpa de no hacer nada pasó a último lugar.
Si no tuviera amores tan vivos, y pasiones tan de este mundo me hubiera echado a un río de estos de tal modo lastimados que de sólo tocarlos envenenan. Pero los tengo y no quiero irme a la nada todavía. Ahora menos. Así que me entregué a la medicina para indagar si la mordida podría curarse con té de manzanilla, si era cáncer o aviso de infarto. Todo parecía posible. No fue nada. Una suma de desfalcos menores y fallas por indagar en doce tubos de sangre y una cámara entrando por la boca y otra por el lado contrario. Nada. Al menos nada que me vaya a matar más rápido de lo que podría un tropezón bajando de una banqueta irregular. Nada que no se quite con tres buenas medicinas de esas que los médicos y los científicos encuentran porque se dedican a cosas útiles.
Hay gente que odia los laboratorios farmacéuticos porque cobran dinerales por buscar alianzas químicas con las que mejorarles la vida a otros, pero de paso mejoran las suyas y hacen empresas millonarias. Yo, si no fuera por ellos, me hubiera muerto a los catorce años, a los veinte o ahora mismo. Así que agradezco lo que descubren.
Regresemos a la irrealidad: tomé las pastillas y al volver del último análisis, que no me hice porque ya estando en el remoto hospital nos avisaron que era con cita y no había tal, me dediqué a asegurarle a mi hija que la prueba era inútil porque en el corazón no tenía nada, ni nada tengo. Así que salté a Morricone en Roma. Pensé en él, pequeño como es, grande y envolvente como el sonido de su música.
Hay quienes no reparan en cuánto nos acompaña, quienes han salido de alguna de las películas para las que ha compuesto lo inolvidable sin darse mucha cuenta de que ahí los sonidos significaron más que la historia. Yo no recuerdo de qué trata El bueno, el malo y el feo, o Érase una vez en el oeste, oigo la música sin pensar en la historia. Me estremece Chi mai de la película Maddalena que nunca he visto y la tarareo sin pensar ni en el nombre. Oigo por dentro la Califfa que escribió para The Queen. Los oboes y los coros del Novecento, la reiterada Ninna nanna per adulteri, el piano de Cinema Paradiso. Tengo en Spotify dos discos que si fueran de vinil ya tendrían un surco, de tanto que los he oído para impedir cualquier preocupación. The Sicilian Clan empieza siendo casi un juego que luego se enlaza en un silbido bajando por la escalera con My name is nobody. Se nos olvida cómo usa la voz en tantas de sus composiciones. Pero no hay que esperarse a oír La missione para saber que en tantas pasa con perfecta deliberación una mujer tarareando, una soprano absoluta rigiendo la orquesta o un coro desolado y desafiante como en Sacco e Vanzetti.
“Lástima que no vayamos a poder ir a uno de esos conciertos”, le dije a mi hija. Volvíamos del hospital enlazadas en la promesa de que yo cumpliría el requisito al día siguiente. Y divagando mientras el tránsito se hacía denso. Nada aligera tal densidad como una conversación que imagina.
Mi hija tiene mil dones, lo digo sin presumir porque no los hereda de mí. Supongo que de una colección de ancestros cuya mezcla de genes la hizo ser quien es. El caso es que conmigo ejerce el don de la paciencia y me deja soñar en voz alta, cosa que para muchos otros, cuerdos ellos, resulta insoportable. ¿Ennio Morricone? ¿Las termas de Caracalla? ¿Ir a Roma? Lo que se me fuera ocurriendo me dejó decir.
No quiero enojarla, pero podría hablar por la voz de mi abuela que pensando en mi madre dijo, ella que creía en un dios sencillo, de inmensa bondad y de sus riquezas dueño, una suerte de prodigioso hechicero que cortó una estrella del cielo y la colocó en su hogar. No diré más, pero la estrella me llevó a ver a Ennio.
Sacó su teléfono, picó dos botones y encontró la venta de boletos. En segundos cayó en lo que a mi juicio es una suerte de juego en la bolsa de valores que aparece y desaparece las ofertas y los precios. Todo a una velocidad impropia de los años cincuenta en que recibí mi primera y última educación aritmética. “Hay dos el domingo en la primera fila”, me dice. “Es muy cerca” le respondo, como si fuera cosa de poner peros. “Ya se fueron. El domingo ya no hay más”. “Otro día, el que sea”. “¿Cuántos?” me pregunta como si ya estuviéramos en la taquilla. “Los que se pueda”. “Hay cuatro el viernes, pero sólo los venden juntos. A la una, a las dos, se están yendo”. “Cómpralos”. “Fila diez”. “Perfecto”. Pica un botón: ¡comprados!
Ya tenemos el noventa por ciento, me dije.
Sabiendo que no querrían ir, porque ellos sí creen en el deber y su deber es distinto a mis impulsos, les dijimos a los hombres. Mejor y más cierto, mi hermana y mi hija aceptaron como quien recoge una pluma del aire. Ellas también son muy cumplidas, pero hay deberes de primera y de segunda. Casi siempre hacemos los de segunda, cuando brota uno de primera hay que tomarlo sin reparos.
Hubo avión a seis meses que ya irán llegando, pero mientras el presente sin enigmas. Así que nos fuimos. Mi hija se hizo de una conocida con una casa del siglo XVIII en la Piazza Campitelli. Y ahí nos quedamos. A dos calles del río Tevere que adivinar por qué en español se llama Tíber. Miércoles, jueves, lunes, martes, caminamos y caminamos y caminamos. La plaza Navona, la de España, la del Pueblo. Y todo lo que nos cupiera entre el sol y los ojos. Todo apretadas por el calor y los turistas. Miles, como nosotros, errantes y enamorados. Nosotros creemos que no somos turistas, pero, ¿qué más éramos? Vagabundas en busca de tesoros. Andando la ciudad como si hubiera que aparecer las calles con cada paso. Y las fuimos apareciendo. Todos los lugares comunes. Muchas de las plazas, la pintura y las esculturas que fueron la vida de nuestro padre durante varios años. Quién sabe cuántos porque de los veinte que vivió en Italia sabemos detalles y canciones, pero nada que aclare bien los tiempos ni los lugares. Roma fue crucial. Pero sabrá la vida cuándo. Yo detesto el “humo de los altares”, pero mi hermana no se pierde una escultura ni aunque esté dentro de un sagrario. Así que rezongando fuimos tras ella a ver bellezas. Y afuera, el río, la inaudita fuente, los jardines. Quién sabe cuántos problemas tenga Italia. Pero a nosotros nos borró todos los nuestros.
No hay tiempo para recontar las andanzas, los deseos cumplidos, la imperecedera conversación de esos días. En la mitad de todos: el viernes. Las inmensas columnas iluminadas y la orquesta en la mano, como un poema, de quien la mandaba, desde una silla, como si desde el cielo. Hasta la gaviotas, dando vueltas sobre el escenario fueron parte de una ceremonia inolvidable. La fuerza de la música, el exorcismo que puede ser la voz humana cuando canta en vez de pelear y la paz que provoca tener cerca la sabiduría de un genio sencillo que al final de su vida se empeña en la generosidad.
Amor al revés es Roma. Y al derecho, Morricone como una bendición.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.