Ángeles Mastretta: Dos tiranías
Ya es octubre. Fue en septiembre cuando anochecimos con la noticia de que en Veracruz apareció una siembra de 168 restos de cabezas humanas. Los llaman cráneos pero uno sabe que fueron cabezas y que nuestro corazón y nuestros cráneos, con todo y cerebros, no pueden seguir contando y oyendo este horror. De todos modos, nos fuimos a dormir. Vimos una película, acomodamos las almohadas, repetimos dos líneas de una vieja plegaria y nos fuimos a dormir. En asueto de pensar, como dijo el poeta.
Lo he leído aquí un año y otro, al menos durante los últimos diez. Mientras el ejército sea quien hace las veces de policía, lo que pase en nuestro país se seguirá llamando guerra. Hay treinta mil personas desaparecidas. Hay doscientos cincuenta mil muertos como resultado de un litigio fallido. Perseguir y prohibir no puede continuar siendo la norma, decimos. Nos cansamos de decir. Pero cementerios en mitad de la selva seguirá habiendo. ¿Cavados por Los Zetas o por la Marina? Nos seguiremos preguntando.
¿Cómo podemos vivir con esto encima? No lo sé. Pero de todo lo que nos pasa —yo encuentro que mucho puede tener remedio—, lo más arduo es esto de vivir atestiguando, si no padeciendo, el horror. En vilo. Sobreviviendo a la muerte de otros como quien sabe que llueve o hace frío y contra eso no se puede nada, sino ponerse a salvo. Crecen las bardas y aumentan los alambres de púas. Se nos acerca el mal y lo único que pretendemos es quedar a buen resguardo.
Para seguir vivos —con lo que quiero decir para hablar de otras cosas, para comer con alegría, para encargarnos de nuestros sanos y nuestros enfermos, de nuestro tristes y nuestros encantados, del ir en bici o dedicarse al canto, de los trenes y los aviones, de los niños y su pasión por los automóviles, del camino que nos lleva al campo o el derecho de cada quien a querer o masturbarse con quien se le apetezca—, tenemos que olvidar que a diario nos cerca esta desgracia. Y que con decirlo hemos ganado muy poco. A pesar de la paciencia de eruditos tenaces como Catalina Pérez Correa y Eduardo Guerrero, o quizás porque sabemos que existen, vemos para otra parte. Ya lo dije antes: llevo años leyéndolo, y años de no querer oírlo.
Hay que elegir entre la tiranía del olvido y la del miedo. Yo no quiero ninguna de las dos. Las dos amargan. Pero más la segunda. Mentira que podemos andar con el no me doy cuenta, ni sé quiénes son estos, ni me tocan cerca, ni pasan por mi rumbo. Mentira también que es fácil vivir sin miedo. Con esta naturalidad para aceptar que no hay remedio. Mejor no caminar a solas por la calle, en la noche. Mejor no llevar a los niños al parque con la soltura con que llevé a los míos. Mejor preguntarse si los hijos ya llegaron a su casa, aconsejar a otros que no suban sus fotos a la red, incluso aceptar mi tácito consejo de no ir contando mi trivial vida diaria. Ya no lo hago. Esta conversación pública que me resultaba tan natural ya no me sale fácil. Preguntan los lectores qué es de la vida de mi perro. Ya no la cuento. ¿Qué tal si algo le pasa? Temer por los otros es peor que temer por uno mismo.
Mejor irse de viaje aunque sea a la propia luna. O trabajar en adivinanzas más sencillas. ¿Por qué Mambrú y mi padre se fueron a la guerra? ¿Por qué mi bisabuelo se hartó de Benito Juárez y se enojó tanto con él? ¿Cómo fue el pasado de quienes vivieron antes que nosotros? ¿Cómo se vestían? ¿Cómo odiaban? ¿De qué modo elegían una vida o la otra? ¿Desesperaban? ¿Sentían, a veces —como una joven amiga a quien bien quiero—, que les costaba cada día más trabajo tomar fuerzas para estar de pie? Tengo que inventarlos, creer que existieron y luego hacer que existan, porque me di esta profesión devota de las fábulas. Tengo que pensar en que estos, a los que he de inventar, vivieron, como nosotros, en tiempos difíciles que no podían comprender.
A pesar de que hablo mucho del pasado, la verdad es que vivo el presente como un enigma diario que me empeño en resolver leyendo a otros, oyendo a otros, acudiendo a otros. Hay, ustedes lo saben —nuestra revista dedica casi todos sus ímpetus a entender el ahora—, quienes acaban por explicarlo bien, quienes saben o adivinan con acierto lo que sucede. Yo sé del ahora, pero en sus detalles. Y muchas veces sé más que nadie, pero de cosas que no marcan sino a pocos. La talla de zapatos que usan mis nietos. El nombre de todas las medicinas que toman todos mis bien queridos, el agujero en el corazón del que no habla quien lo tiene, el preciso color de la pena que acompaño en mi amiga Lola, porque perdió a su hermano más amado. Los hermanos tienen color y la pena por ellos se les parece. Sé cuánto cuesta un vidrio de cincuenta por noventa, sé a cómo está el kilo de mangos y cuánto cuesta un bolillo según la panadería en que se compre. Sé en dónde están las mejores papelerías y en cuál estante de mi librero descansa la poesía del Siglo de Oro. Sé que la hija de mi amiga Emma, que estuvo tan enferma como ella sola, ahora siente una enorme paz que no adivina de dónde sacó. Sé porque la he visto, que es la serenidad de los que reviven, de los que vuelven a escuchar música y a leer a Julio Verne como si fuera su primera vez. Sé, porque ella me lo dijo y yo todo le creo, que eso que le duele a mi hermana, en el hombro, tras una operación que asusta de oírse, se llama síndrome del acantilado. “¿No será que ése lo traemos todos y a ti te duele en nombre de los demás?”, le pregunto. Y no lo dudo, ella carga el mundo y sin duda el agua del mundo. Ni qué decir la de México que ahora va a ser de todos y de nadie.
Yo sé cosas que no sirven para nada, que llenan mi cabeza de cráneos y la vacían de esmero y atención. Fui a Italia el mes pasado y mientras diez amigos andábamos chachareando frente al Duomo en Milán, sólo yo vi a un hombre despedirse de la madonna envuelta en nieve, hace setenta y tres años. Pienso en cosas incomprensibles y las digo en voz alta como si a alguien pudieran importarle: “para octubre ya no habrá nueces de Castilla en México”, digo mientras señalo el hotel en que vivía Verdi cuando escribió el Va, pensiero. Luego los amigos dejaron de oírme pero yo le expliqué al aire que en mi familia ése era un coro memorable. Va el pensamiento a las colinas de la tierra. Y dice cuando más urge: Oh mia patria, si bella e perduta.
No me estoy volviendo loca, es que andamos por la vía Cavour y yo sé que ahí, por donde camino empujando una maleta, se hacía durante la guerra una larga fila de gente con hambre, que esperaba su ración de arroz y coles. Ahí estaba mi ascendiente Carlos, a quien le tocó vivir tiempos de tal modo difíciles que México resultó su salvación. Esta tierra con sangre, a la que ahora tememos, le dio albergue al emigrante mío que no tuvo nunca pasión por los chiles en nogada, así que no importa que en octubre ya no haya nueces tiernas cuando yo esté convocándolo. Tampoco hay ya en la vía Cavour, por fortuna, ninguna posibilidad de encontrar arroz batido y coles. Comimos unos jitomates con queso y una pasta con aceitunas y fui turista ahí, por donde ya había pasado antes muchas veces. Cargando el hambre de otro, el insomnio de otro, la sed de un cigarro que tuvieron otros. Las paredes que hoy brillan estaban negras y pintarrajeadas cuando las vio por última vez el italiano de unos años que siempre fue de México, aunque detestara el epazote y no entendiera el tequila. ¿Qué diría él de este país nuestro? “Soy mexicano”, explicó para salvarse de aquel espanto. Quizás no temería éste. Quizás también, como nosotros, entre los cráneos de todos nuestros muertos perdería la paciencia, aceptaría nuestra certeza de algunas mañanas: Oh, mi patria, tan bella y perdida. Pero quizás tendría esperanzas, aunque nos cueste creerlo, el mundo pudo ser peor y ha ido teniendo enmiendas.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.