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Ángeles Mastretta: Fatiga de espanto

Hace un año ya que algunos nos encerramos tras nuestras tapias a rumiar y predecir. Nunca imaginamos entonces que el mundo haría todo su camino alrededor del sol y que al siguiente marzo seguiríamos adentro, viendo, por la misma ventana, pasar la vida burlándose de nosotros.

¿Cómo no estar cansados?

Muchos anduvieron sin más, aunque fuera a medias, obligados por el trabajo, su urgencia de jugar o su certeza de que tampoco era para tanto. Ellos también están cansados. De mirar sin mirarnos, de rezar porque sí, de no rezar porque no, de oírnos darle vueltas y vueltas a la muerte como lo único cierto, como a la única inmortal. Todo lo demás son datos imprecisos. Incluso el número de enfermos y muertos es el de cada quien. Nexos ha dado cuenta varias veces de que son muchos más de los que informa el gobierno. Pero se han vuelto tantos que ya no los distinguimos. Sólo los nuestros tienen nombre y fatiga.

En mis cuentas ha hecho más el azar que la voluntad. A mi alrededor se han ido enfermando unos y otros. Y he ido sabiendo cómo se enferman a veces los que salieron y otras, los que se quedaron leyendo. Desde donde yo miro —dicen que así no son las estadísticas—, entre los cautos y los desaforados la muerte ha ido eligiendo a placer. Aquí tenemos más de tres amigos a los que hemos visto caminar a la orilla del acantilado sin que los toque la ingrata providencia. No les ha dado ni hipo. Y es una fortuna saber que van y vienen como si nada. En cambio, el egregio habitante de una casa tapiada salió sólo dos veces. Y tras la segunda lo tomó el año nuevo con el disgusto de su prueba dando positivo. A él no le pasó nada más que el tiempo de cama y el silencio a solas. Según me dicen rumió la cuarentena leyendo en paralelo las biografías de Hitler y de Stalin, diciéndole a su pareja, cada vez que comían al aire libre y con tres metros de distancia, lo bruto que había sido el primer ministro inglés que trataba con Hitler antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Cada quien su consuelo. Sin duda, entre la pandemia y la guerra estuvo peor la guerra.

Pero estas cosas, hace poco, eran anécdotas privadas. Tropiezos. Hasta que cada día se fue volviendo peor. El escándalo de las sesenta mil muertes anunciadas como lo imposible se hizo realidad hace meses, y ha ido palideciendo desde que empezamos a contar por miles cada noche. Y a veces todo puede verse igual, pero todo ha ido a peor. Hasta el sueño de las vacunas parece pesadilla.

¿Qué día es hoy?, nos preguntamos al abrir los ojos. ¿Quién habrá sobrevivido? ¿Qué haremos de comida? ¿Ya se acabó el queso panela? ¿Pueden venir los niños? ¿Qué tal si los contagiamos y qué tal si nos contagian?

Elegir es abandonar y no elegir es darse por vencidos. ¿En qué uso horario estará nuestra hija? A mi amiga que tose, ¿le dolerá menos la cabeza? Por fin, ¿en qué andará el proyecto del señor Orozco para Chapultepec? Hace un año ya estábamos en contra. Y ni para qué afligirse tanto, si como están las cosas, no dará tiempo de hacer ese entuerto. ¿Cuándo iremos a perder el miedo? ¿Cuándo y a quién abrazaremos?

Dice una sabia que en nuestra lista de a quién sí vemos, de con quién nos arriesgamos, puede leerse quiénes somos. Yo, como gran acto de valentía, salí una tarde. No pasó nada, pero pudo pasar de todo. ¿Cómo discernir? Entre morirse y estar encerrados unos eligen echarse a la calle. Yo he elegido el encierro. Y he tenido tiempo para pensar en los monjes y las monjas, en mis abuelos y mi tatarabuelas, en el mundo que no tenía películas y en ése en que no había libros ni paracetamol. Lo que habrán sido las historias alrededor de una fogata y lo que ha sido leer a otros hablar de sus pandemias. He conseguido imaginar la Florencia de 1346 a 1356, la Ciudad de México en 1915 y la de Puebla en 1918.

En Florencia seguramente murió alguien que antes parió una hija que luego tuvo otra y otra que tuvo otra y otra hasta el infinito en que la abuela de mi abuelo se mudó de Florencia al Piamonte y tuvo un hijo que tuvo un hijo migrante. Ese hijo tuvo un hijo, José, que murió de influenza cuando mi papá tenía seis años.

Mi abuela paterna —he vuelto de nuevo al mi, al egoísta y honrado yo—, perdió a ese hijo en 1918, y a otros dos en 1943. No entiendo cómo pudo ser tan rezandera si las tres personas en un solo dios verdadero en las que confiaba como en el agua clara, le dieron tantos desfalcos. Pero mucha gente cree. Necesita creer en algo más que esta necia inexactitud que es el ateísmo. Ser ateo es ser un desconsolado y no serlo es un privilegio del que no gozo, pero que tampoco ambiciono. Se tiene lo que se tiene. Ahora tenemos enfermos, muerte y fatiga.

Nos cansa hablar y por eso abundan los desvaríos, nos cansa callar y estamos cercados por mentiras. Nos cansan las noticias, pero las oímos con avidez. Nos preocupan los viejos porque creemos que no somos viejos. ¿Cómo vamos a ser viejos los que nacimos al terminar la Segunda Guerra, si dentro de quinientos años, cuando los niños estudien la historia de las pandemias confundirán el siglo XX con el XXI? Igual nosotros confundimos el siglo IV con el XIII y el XIV. Nosotros seremos contemporáneos de nuestros nietos y nuestros abuelos. Porque cuando éramos niños las Guerras Púnicas, las Cruzadas y las del Peloponeso pasaron todas al mismo tiempo: en el impredecible ayer.

Sí estamos cansados. Nos regresa el dolor en el hombro que tuvimos en abril, el de oído que nos lastimó en septiembre, el de rodillas que llegó con el frío, el de panza que nos entró en la Navidad. No es cosa ni de preguntar, los pequeños achaques de los sanos andan en el habla diaria como si de repente se hubiera vuelto lógico saludar quejándose. A veces abrimos los ojos y nos cae en ellos el espanto. O la ambición del mar. Como si frente a ese imaginario horizonte fuéramos a dar con el libre albedrío. Pero volvemos a los mismos trapos de cocina, al polen de regreso en el patio, al paisaje abreviado; a nuestro temor y nuestro atrevimiento. Entonces cantamos. Cada quien para sí o para su rescate.

Está cerrado el mercado. No hay masa o no podemos ir por ella. ¿Qué pasará allá afuera? No será que han llegado la vacunas. Le abrimos al muchacho de la farmacia. Frente a la puerta hay un poste de luz que no habíamos visto en meses. Un poste que en la cima tiene un transformador del que salen cientos de cables. Cada uno cruza el cielo con distinto rumbo. Y están todos trenzados, hacen una maleza de hilos que asombra y desconcierta. Desde ahí viaja la luz que llega a nuestras casas, por ese desbarajuste circula la insólita electricidad. Siempre que lo miro me pregunto: ¿cómo será posible que en la noche al tocar un botón se encienda un foco? Una maraña así, un caos así, como el del poste, repitiéndose en cada esquina, tiene tomado el país y rige nuestras vidas. ¿Será que con eso podremos encender la luz? Hemos empezado a dudarlo. La fatiga es perpleja y titubeante. Por eso nos espanta.

 

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos

 

 

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