Ángeles Mastretta: Sobrevivir a la intemperie
Veo entre los árboles un horizonte azul y anaranjado. Me levanto a tomarle una foto, porque estos meses tendrán que ser memorables de todas las maneras.
Desisto cuando la imagen que me da el lente de mi teléfono no se parece en nada a lo que miro. No conmueve su luz borrosa, es sólo un centelleo amarillo que no muestra nada de lo que ha dicho la realidad. Me inclino y agradezco. ¿Por qué me toca este breve prodigio? Es sólo un hueco entre las hojas de los árboles, pero parece una plegaria para exorcizar al dios del miedo.
Estuve quieta hasta que oscureció y luego vine aquí, a esta silla que me ata, como si de algo sirviera, a preguntarme qué fábula será bueno contar. En junio, ¿querremos seguir hablando del covid? Habremos ya dicho tanto. ¿Qué más voy a decir? ¿Qué decirle a quien apela al juicio de esta escribiente cuya fama es que jura sobre la biblia de la esperanza? Y, ¿con qué cara? Si hay tanto dolor y tanto desfalco que no quiero mirar.
¿Cómo es que se escribe en este tiempo? Digo, para cumplirle a una profesión que ahora es de tantos. Porque escribir, desde el encierro, se ha vuelto cosa de casi todos. Alrededor, en la calle, se oye el silencio, pero por la red llegan todo tipo de ruidos y remembranzas. A cualquier hora, a lo largo del día, por todos los medios, hay tantos escritores como fotógrafos. Quien tenga un teléfono también es telegrafista; sabe de la nueva taquigrafía y del TQM con que se terminan los recados. Todo el que puede vuelve de cristal el paisaje, se hace retratos y los decora. Cualquiera cuenta, narra, grita, se desviste, maldice o se desangra frente al mundo, como antes hacíamos sólo los escritores. Ahora abundan, originales o repetidas, las nostalgias de mucha gente. Y se mezclan en una misma red falsos párrafos de García Márquez, ficciones que no son de Borges, silogismos en torno al dolor y la nada que no son de Nietzsche ni de Aristóteles, sino de quien quiera que crea serlo.
Ilustración: Gonzalo Tassier
A veces hay aciertos que dan risa. Otros envíos los borro porque destilan miel o culpa. Yo ya no estoy en edad ni de una ni de otra. ¿Seremos todos bondadosos y escarmentados cuando se abra la puerta? No lo creo. Tampoco le doy fe a la conjetura de que los miembros de la especie humana hemos sido malvados y por eso la naturaleza nos castiga, nos insulta, nos enferma, para recordarnos el daño que hacemos. Lo mismo los que comen carne que quienes no comemos, lo mismo los que no viajan en avión que los que sí viajamos, igual los que talan mangle o bosque que a los que creen que los redime el yoga, a todos por igual, la Madre Naturaleza, que para muchos es una forma del dios único que castiga sin palo y sin cuarta, nos ha mandado un virus aleccionador. Yo no creo que el medioambiente tenga semejante poder; quizás, por desgracia, sus venganzas toman más tiempo y se notan poco a poco. Los ríos de este país se rebelan, se derraman, pero contra ellos hemos podido: los matamos y luego, si mucho estorban, los entubamos y les hacemos caminos por encima. Tampoco está mi corazón para imaginar que tras el resguardo no habrá alma humana que no se haya vuelto fraterna, compasiva y arrepentida.
La filosofía de internet no me derrite. A veces me hace reír. Las mujeres han generado los mejores chistes sobre la convivencia conyugal que puedan leerse. Y dicen verdad quienes afirman, de mil modos, que en toda nuestra vida, incluso la de quienes tienen noventa años, nunca habíamos pasado por algo así. Quizá por eso hay tanta gente ambicionando la niñez como si fuera un trozo de pan al mediodía.
De entre los muchos mayores de sesenta que me rodean, salen a cada tanto nostalgias indelebles. Y todo esto que yo he hecho desde siempre, que es la fábula de la infancia, se ha vuelto una continua reiteración de lo dichosos que éramos. Por eso ya no me gusta ir en pos de la época en que salíamos solos a la calle y nos comunicábamos con un silbido y los juegos eran el trompo, los coches con ruedas de balero y las muñecas impávidas a las que hacíamos hablar. Los años en que un refresco se compartía de boca en boca, y no existía mayor fiesta que brincaren los charcos; las tardes en que en un coche viejo cabíamos tres adultos con veinte niños: nuestra inocencia era como ninguna otra.
Fue todo más complicado que eso, estoy segura. Pero yo no sé ya cómo contarlo. Deleita saber que hay tantos recordando una infancia feliz. Y que ya son todos tan viejos como era yo a los treinta años.
En la época en que toda mi generación corría, de otra manera, tras el pan diario, lo mío era evocar. Igual lo que había oído tras un sillón cuando los mayores hablaban del poder y la infamia, de los crímenes que sólo se nombraban en voz baja, de la historia escondida bajo una puerta; de los dichos de mis tías, de lo que yo imaginaba tras oírlas, del beso que se dieron a escondidas, la adivinanza irresoluble de cómo era mi padre a los quince años, el miedo a no ganar el cuadro de honor, la belleza inaudita de mi mamá, la noche en que me prestó su muñeca de porcelana, los gatos con que le gustaba jugar a Verónica, el destello de mis hermanos, con sus sacos de domingo y sus corbatas de moño, esperando a que llegáramos las mujeres, antes del evangelio, porque si no —dijo el padre vicario— la misa no valía.
Me encantaba viajar al pasado, reconstruirlo, inventarlo.
No en estos días. En estos días de paz quiero evocar la necedad de mi juventud indecisa y por lo mismo desatada. La infancia fue segura, los veinte años eran un desafío. Yo me tomé de la crin de ese caballo para hacer con mi vida lo que se pudiera. Cambié tres veces de profesión en dos años. Quise estudiar periodismo en algo llamado la universidad femenina, que cerraron justo cuando llegué a inscribirme. Intenté media hora una carrera corta que hablaba de la formación familiar. Entré a estudiar letras a la Universidad Autónoma de Puebla y la dejé porque ella me dejó a mí a media calle, huyendo de una balacera por causa de cosas que no entendía. Al fin, tras tanto desvarío, creció el tercero de mis hermanos y, ya lo he contado, mi hermana se preguntó por qué los hombres se iban a estudiar al Defe. Y me lo preguntó. Así que pusimos a mis papás en el predicamento de ese interrogatorio. Entonces mi mamá se quitó la mantilla de ir a comulgar y dio su propia misa alegando que teníamos el mismo derecho. Con semejante decisión la familia estuvo a punto decaer en un desfalco, pero en vez de eso cayó en dos. Ya también lo he contado: murió nuestro papá y sus hijos dimos por hecho que en realidad se había ido. Porque según nosotros nadie se moría de repente y en mitad de un dilema. Era martes, en la madrugada. Mi mamá nos avisó como a las ocho.
No hubiera yo querido que esto me pasara, pero por ir contando he llegado a ese instante. No sé cómo, ni siquiera estoy segura de que así haya sido, pero me recuerdo abrazada, caída sobre las sábanas que cubrían el cuerpo inerte del dueño de la mejor sonrisa y la mayor melancolía que se hayan visto jamás. Sí recuerdo la indefensión como una herida.
No había ningún virus persiguiéndonos, pero no hubo velorio. Un rato estuvo el féretro en la sala y a las dos de la tarde fue el entierro. En la noche caminamos a la iglesia. Al día siguiente, mi mamá pasó la mañana recostada. De ahí se levantó a enseñarnos que no hay peor defecto que tenerse lástima. Entonces todos, cada uno a su manera, nos fuimos al futuro. A otros y a este futuro que ahora es nuestro presente. Por eso, este junio, yo no quiero apelar a la infancia para sentirme a salvo, quiero el ahora que ha de tener remedio. Quiero, como ustedes, sobrevivir a la intemperie.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos