Animales urbanizados
El hallazgo de que las abejas adquieren una adicción a los pesticidas similar a la que los fumadores experimentan por la nicotina, reportado por el órgano oficial de la Royal Society de Gran Bretaña, confirmaría la noción de que las especies animales van mutándose al contacto con las grandes ciudades.
Es lo que piensa el biólogo y divulgador científico holandés Menno Schilthuizen en su último libro Darwin Comes to Town, al afirmar que la mezcla del desarrollo urbano con el mundo natural suele deparar las más extrañas y maravillosas sorpresas, porque las ciudades actúan como aprendices de brujo al combinar los más insólitos elementos en un menestrón de luz artificial, contaminación, superficies impermeables y quién sabe cuántas cosas más…
Y es que las ciudades son seres tan vivos como la gente que llega desde los lugares más remotos, portadora, adrede o sin intención, de flora y fauna que, como ellos, deben adaptarse al nuevo hábitat, o perecer.
Así ocurrió con los vistosos periquitos que llegaron enjaulados a Europa desde Africa y la India y prosperaron gracias a las semillas del castaño….¡importado de Grecia! con otros cuarenta que el propietario de un zoológico llevó a Bruselas en 1974 “para colorearla un poco” y se calcula que ya pasan de 30 mil; o con la iniciativa de un industrial estadounidense a fines del siglo XIX, de introducir todas las variedades de aves mencionadas por Shakespeare, entre ellas ochenta parejas de estorninos que comenzaron a cruzarse en el Central Park de New York con tal fogosidad que son ahora más que la población del país.
Nuestros jardines, parques y balcones –afirma Schilthuizen- rebosan de plantas del mundo entero que alimentan animales de los cinco continentes. Como en las avenidas de Malasia, donde palomas europeas picotean flores de cayenas traídas de China, o en Perth, Australia, donde las ardillas traídas en 1898 se mantienen rozagantes con los dátiles de Africa y otras palmeras exóticas.
En cada caso, el urbanismo trenza al azar redes vegetales que vinculan las especies en formas nuevas y excitantes. Como en Japón, donde los cuervos se sirven de las neumáticos como cascanueces; en Gran Bretaña, donde los herrerillos aprendieron a picotear las tapas metálicas de las botellas de leche a la puerta de los hogares, o el caso de las arañas vienesas que, contra la nocturnidad de su especie, prefieren tejer sus redes en las secciones de los puentes con iluminación fluorescente.
Ni hablar de los gorriones y pinzones mexicanos que acolchan sus nidos con colillas de cigarrillos porque la nicotina actúa como un estupendo repelente de moscas, ácaros y piojos; o las golondrinas norteamericanas que para colonizar los puentes de las autopistas en los años 80 vieron reducir dos milímetros la envergadura de sus alas para maniobrar con menor peligro en el tráfico automotor.
O, más sorprendente todavía, que las alas de aquellos estorninos shakesperianos se han redondeado al influjo del crecimiento demográfico, como recurso de supervivencia para escapar con más agilidad de la cantidad de perros y gatos que también aumentaron explosivamente.
Pero el caso mejor estudiado es el del mirlo, que en las ciudades de Europa y el Norte de Africa exhibe picos más cortos y regordetes porque tienen menos dificultad en recoger su alimento que sus hermanos de los bosques, y ha agudizado sus gorjeos, cantando ahora de noche, para vencer el ruido cotidiano.