Antes pan, ahora clonazepam
No se toman pastillas para curar, sino para no sentir

Antes se bebía para celebrar; ahora se bebe para sobrevivir. Lo mismo sucede con las pastillas. Nuestro ritmo cotidiano se sostiene con diazepam, lorazepam, alprazolam o clonazepam. Lo dijo maese Calamaro en alguna canción, adivinando nuestra deriva: «podés pedirle pastillas a tu suegra». Y así está el asunto. Lo que antes te daba un pico hoy te lo da el médico; lo que antes era una fiesta hoy es rutina; lo que antes era especial hoy es costumbre. Y en ese bucle de seguir adelante sin mirarse las heridas, la sociedad se ha narcotizado.
Vivimos anestesiados con receta. El dolor ya no se enfrenta: se dosifica. Nos enseñaron que estar tranquilos es mejor que estar vivos; que lo importante no es sentir, sino funcionar. El mundo no quiere valientes: quiere dóciles. Y así caminamos, sonriendo en los ascensores, bostezando en las reuniones, contando los minutos hasta la próxima rulita de calma. El insomnio es la nueva peste y el psiquiatra, el nuevo confesor. Nos recetan silencio y lo llamamos bienestar. El consumo no descansa. Nos venden píldoras con sabor a domingo, cápsulas con aroma a playa desierta y anochecer dorado. Todo empaquetado, higiénico, legal. El mercado descubrió que la felicidad no se fabrica: se dispensa. Y allí vamos, obedientes, tragando químicos y selfis, bebiendo para anestesiar la pena que manejamos.
Las redes son el otro narcótico. Nos inyectamos dopamina con cada «me gusta», con cada historia que muestra una vida más brillante que la nuestra. Ahora todo se exhibe, todo se mide, todo se compara. Y en esa competencia por parecer felices, terminamos olvidando qué era serlo de verdad. Nadie quiere mirar abajo, donde se acumulan los restos de lo que fuimos antes de tanto anestésico emocional, antes de tanta resaca. La sociedad se ha convertido en una farmacia con wifi: un escaparate de sonrisas inyectadas de bótox, de tristeza maquillada, de sueños vencidos. Y mientras tanto, seguimos brindando, tomando pastillas para dormir, convencidos de que la calma química es una forma de libertad. Pero no lo es. Es solo el modo elegante que ha encontrado el sistema para que no gritemos.
Según Sanidad, en diez años el consumo de antidepresivos ha crecido un 45 por ciento, y más de cuatro millones y medio de españoles los toman a diario. El 34 por ciento de la población confiesa tener algún problema de salud mental, y uno de cada cuatro necesita una ayuda química para dormir o simplemente seguir. El país sonríe para la foto, pero por dentro tiembla. No se bebe para celebrar: se bebe para olvidar. No se toman pastillas para curar, sino para no sentir. Y el sistema, agradecido, vende paz a plazos mientras seguimos creyendo que la calma de laboratorio es una forma moderna de esperanza. Si me hubieran dicho que todo esto terminaría así, habría respondido como Lloyd Bridges en ‘Aterriza como puedas’: «Elegí un mal día para dejar de fumar». En mi caso, la mota. Al menos dormiríamos y comeríamos sin Ozempic, alprazolam y demás palas que cavan el agujero de nuestra soledad.