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Antígona, mi igual, hermana mía

George Steiner: Antígonas. Una poética y una filosofía de la lectura, Gedisa, Barcelona, 1987, 248 pp.

 

Leer es una ceremonia inexcusable, silenciosa y secreta: un ejercicio abismal que desmiente cuanta pretensión de neutralidad sea posible invocar. Porque es una pasión rabiosamente antinatural, porque convoca gestos y manías exclusivas, su práctica bien puede incluirse en cualquier catálogo de perversiones: su objeto de placer sugiere un más allá, una ausencia hecha de símbolos y símbolos referidos a otros símbolos en aras de los cuales una cosa vestida de escritura, algo, por tanto, material, revela de golpe un fragmento hasta entonces invisible del mundo. Y porque compromete, vulnera y amenaza, su condición es la del canto de las sirenas, cuyos acentos prometen a la vez la visión de lo humano y lo inhumano, de la palabra y del silencio o la muerte; a fin de cuentas, la imagen exacta de esta civilización donde la barbarie y la bestialidad política se sitúan junto al racionalismo y el orden cristiano.

Leer: el acto de comprender la sangre ajena. Después de todo, la lectura remite a un diálogo entre vivos y muertos vivientes. ¿Que otra cosa es la cultura, de la que hasta hace pocas décadas aquella se consideraba en parte guardiana, sino un cadáver exquisito sentado a una mesa en la que se amontonan resmas de papel escrito, cariátides a la espera de una mano que las ordene, la envidiable bruma de letras, brochazos, sinfonías, tornillos video-clips, tramoyas y espacios en blanco que nuestra avidez procura? Entre los objetos acuciosamente anunciados por la industria cultural, un libro nos arranca de la inercia cotidiana, y en medio del clamor con que se reverencia a otros menos imprescindibles, descubrimos que el riesgo de la lectura no tiene nada que ver con esa mitomanía edificante y banal, asociada al puro disfrute. Un ejemplar significativo: novelas de aventuras, relatos con trazo que supera la jerga del sermón dominical, crónicas demenciales y de viajes, ficciones leídas no para fortalecerse o alcanzar la sabiduría sino para confrontar la patética dignidad de lo ya sabido con algo que apenas nos atrevíamos a buscar; y un libro de ensayo: Antígonas, de George Steiner.

Nacido en París, educado en el rigor de la tradición humanística judía de la Europa Central, con pasaporte a más de seis lenguas y un itinerario intelectual que abarca de igual modo el estudio de la generación y naturaleza del lenguaje, el empecinamiento en una lectura trágica de la condición humana y la puesta en claro de los problemas que plantea la traducción, Steiner ejerce, desde su oficio de critico literario, la urgente tarea de preguntar si una definición de la cultura puede o no permanecer mustia frente a los horrores engendrados durante -y a partir- de la segunda guerra mundial, y por tanto, si también vale desentenderse de las actitudes vitales, ya artísticas, políticas, económicas o sociales, que posibilitaron el refinamiento en la calidad y cantidad del terror generado. Pensar la literatura desde el punto en que los ideales de la civilización occidental precisamente se niegan, se vuelve así un acontecimiento próximo a la desesperación. Para Steiner no hay lectura inocente. Hay la memoria de los campos de exterminio y el recuerdo a futuro de la propia destrucción; hay la exigencia de sentirse culpable y de no desviar la vista ante la promesa equívoca del abismo.

Estas premisas guían la labor del crítico empeñado, por lo demás, en cumplir tres funciones: auscultar el pasado y, de todas las voces que él guarda, elegir solo aquellas que puedan resultar apremiantes para el presente; establecer y multiplicar los puntos de contacto entre una obra y los posibles mapas de sensibilidad que existen dentro y fuera del idioma natal; por último, medir la distancia que hoy separa a lo humano de lo inhumano. Si hubiera que resumir su postura en una sola expresión, diríamos que Steiner es un “apocalíptico”. Pero en el hay un matiz: ciertas visiones apocalípticas recurren al argumento que ve en el triunfo de la barbarie, y en el natural desprestigio de valores que pasaban por inamovibles, no sólo el anuncio del fin de los tiempos, sino la causa que explicaría ese final. Steiner, por el contrario, no ve en la barbarie a un enemigo de la inteligencia: es su ilógico complemento. Luchar contra la barbarie es alertar contra los avances de la inteligencia.

El contenido mismo de una de sus obras, En el Castillo de Barbazul, revela con suficiencia esta postura: parecería razonable suponer que en el siglo XIX la cultura desarrollo, casi por necesidad, tensiones e impulsos movidos hacia la autodestrucción. El ennui, la estética de la disolución y el vanguardismo están ligados al complejo entramado de lo que el hombre llama la cultura moderna; son capaces de explicar la violencia, el letargo espiritual y las compulsiones de la sociedad europea materializados durante la segunda guerra mundial. Una y otra vez, con empecinamiento de termita, Steiner recorre ese museo del horror al que pueblan el alarido centuplicado de la Madre Coraje, prisioneros de guerra ofrecidos a una jauría de perros hambrientos, verdugos oficiosos pero sensibles ante el lirismo de un verso de Goethe, cuerpos amasijados y sin sepultura.

Sin sepultura: la imagen ocupa de principio a fin una de las zonas enclavadas en la vasta cartografía de temores imaginados, aunque nunca deseados: son las figuras anónimas de Henry Moore, buscando en la compañía de otros cadáveres igualmente suplicantes, el calor y el diento plural que el mismo hacinamiento les niega; es la voracidad con que las bestias lamen la sangre maldita de Jezabel; es el cuerpo de Polinices, condenado a ser pasto de los buitres. Es una imagen terca y, como la pesadilla, provoca en nosotros una sensación de extraía familiaridad que precisamente reconocemos más cerca mientras menos semejanzas guarda con lo real. De esa pesadilla ancestral viene la trama de Antígona. En ella viven sus personajes y porque nos asalta en las páginas de los periódicos, en el noticiero de las diez y en la certeza de nuestra propia muerte, volvemos a representarla, a soñarla, a presentirla.

A excepción de unos cuantos mitos surgidos del renacimiento a nuestros días -Fausto, Don Juan, Don Quijote, Robinson Crusoe-, las normas arquetípicas con que la imaginación se complace vienen de la antigüedad clásica. Pueden disfrazarse, metamorfosearse, adquirir rasgos cómicos o patéticos, grotescos o sublimes, no importa: siguen dibujando las líneas de nuestro destino. La memoria de Itaca es la memoria del Ulises de Scorsese, perdido a horas de asueto en una ciudad irreconocible; el minotauro continúa presidiendo los recovecos de algún laberinto donde ahora se esconde la risa prohibida de la Poética de Aristóteles; en la pausa entre uno y otro bombardeo registrado en cualquier vértice del mapa, las mujeres de nuevo desafían los edictos para ir a enterrar a sus muertos: el espejo devuelve una imágen que es proyectada por un espejo contiguo que a su vez refleja… El eco se sabe llamado por el eco. O como asegura Steiner: una obra engendra comentarios y los comentarios engendran aún más comentarios.

Si la lectura de un texto clásico esta condicionada o empañada por una abundancia de interpretaciones, enmiendas y adaptaciones, ¿es posible abordar la Antígona de Sofocles sin tomar en cuenta que los juicios anteriores son el color del cristal con que se mira? ¿Es posible mirarla sólo con el ojo y olvidar del todo los anteojos? Aunque es evidente la preocupación de Steiner por adscibirle un sentido original a este texto, en él no cabe el propósito de emprender una lectura ingenua. En su caso opera el deseo de condicionar los signos de la cultura a la “difusión de significados a través del tiempo”.

Arriesgar una lectura actual de Antígona implica revisar los mecanismos por los que una obra literaria produce tantos sentidos que casi no admite ninguno. Tal profusión nos deja como al cabalista sometido a probar cada una de las llaves que traía consigo, en cada una de las puertas que tenía por delante. ¿Cómo dar con la correcta? No hay clave correcta, replicaría Steiner. Mejor supongamos una cadena de Interpretaciones donde el eslabón anterior influye sobre el siguiente. La lectura se acompaña de los muertos más queridos y la compañía morbosa a la que se somete el lector, lo convierte -como dice Steiner que escribió Montaigne- sólo en intérprete de otras muchas interpretaciones.

En ese magma original y fiel a las leyes de la herencia se gesta la propia visión de Steiner, en esencia deudora de cuatro insinuaciones adscritas al pensamiento europeo que va de 1790 a 1840. Son, además, cuatro momentos en la historia de la filosofía, la creación poética, el trance religioso y la traducción. Cuatro exégesis, cuatro idas y venidas: las de Hegel, Goethe, Kierkegaard y Holderlin. Su interés por Antígona responde a más de un motivo. En primer lugar, esta el resurgimiento del horizonte helénico, muy a tono con la sensibilidad romántica. En segundo lugar, la convicción de que la tragedia era el único discurso capaz de configurar al ser. Por otro lado, la dramatización de la urdimbre entre lo público y lo privado -uno de los temas centrales de la obra- fue el producto final que la revolución francesa le arrojo a la historia: el triunfo de la política, la razón de Estado irrumpiendo en el ámbito recatado de la alcoba.

Hegel vio la tragedia como un acto que prueba la falibilidad del heroísmo a ultranza: un acto autoconsciente que abandona la patria natal del mito -la tierra de los muertos- para fundar el mismo la libertad y devolverle así al hombre la evidencia fatal de su propia condición. Pero esa libertad asumida debe identificarse con la forma más orgánica y noble de comunidad cívica, aunque para eso el héroe tenga que desafiarla primero y luego admitir la verdad de la culpa. Hegel sigue a Sófocles y de su Antígona toma los temas específicos del conflicto entre el Estado nación y la familia y entre el derecho de los vivos y el de los muertos, y documenta la tensión entre la ley y la costumbre, obsesiones que serían el núcleo de la Fenomenología al espíritu. Aquí – escribe Steiner-, “ante una propiación de fuerza raramente igualada, podemos tratar de seguir la suerte que corrió un texto primordial en el seno de otro texto primordial y estudiar los intercambios metafóricos de significación que esta internalidad produjo”. Por ser el resultado de una derrota -la del hombre frente a los dioses- y de una victoria -la de la polis- la tragedia es la única posibilidad artística de expresar agonísticamente, y no linealmente, el paso del conflicto hacia la unificación de la conciencia y el espíritu.

Abstracción, pero también sensibilización: donde Hegel ve un drama vuelto idea, Goethe observa la efectividad del mito y el buen cuidado de Sófocles para escenificar los avatares de la moral clásica. Ni a Creonte lo mueve el imperativo del deber ni Antígona encarna sólo la fuerza arcaica de la costumbre. Los términos del conflicto hegeliano son sustituidos por el binomio humanismo tiránico-inocencia bárbara: Creonte se vuelve despreciable porque su dictado es en realidad una prenda de odio contra los muertos. Antígona se emparenta de ese modo con la Ifigenia que Goethe vitalizó, pues en ellas la acción, el principio supremo de la ética, se traduce en belleza, en grandeza de alma. Goethe leyó a Sófocles como un aspirante al sacerdocio lee vidas de santos. 

Para Kierkegaard el carácter de la tragedia tiene un encanto mayor: no el que conduce a la imitación sino el que la conecta con esta época de aislamiento y de gregarismo frenético. En el encarna la idea de que la desesperación obliga al hombre a asumir la responsabilidad de sus actos y que esa responsabilidad es aceptación de la culpa. Aquí esta todo Kierkegaard: solo atrapado en la gran maquinaria trágica puede lo estético servirle enteramente a lo ético; sólo dentro de ella, la aflicción, al configurar un rostro generosamente comprensivo, se transforma en dolor. Como el sugirió, “la tragedia griega, lo mismo que Edipo, era ciega; la tragedia moderna ve”.

Sin embargo, la originalidad interpretativa de Kierkegaard esta en el propósito de igualar el destino de Antígona con el suyo propio. Es “una relación de ironía posesiva, un donjuanismo del alma”, semejante al descrito en su análisis de Mozart. Antígona guarda un conocimiento que, por secreto la empuja hacia la catástrofe. Presiente el móvil por el cual Edipo cayó en desgracia y ese saber que calla le asegura la expulsión del reino de los hombres. El retrato enmascara una confesión: Antígona es Kierkegaard descubriendo a su padre en el momento de maldecir a Dios. Ambos comparten, pues, el estigma de una genealogía mancillada. Pero Antígona encarna también a Regina Olsen, la amante a quien Kierkegaard abandonó con tanta aparente brutalidad. Steiner dice: “Antígona debe alejarse de Hemón y Soren Kierkegaard debe repudiar a Regina Olsen porque el amante no puede confiarle a la amada el secreto que constituye su identidad y la fuente de su angustia”. En tan terrible condena subyace la noción de la culpa hereditaria que aquí se lee en términos de pecado original. Así, Antígona da el salto desde el estadio ético hasta el estadio teológico.

Con Hölderlin la hermenéutica rebasa los límites de la mera interpretación: no es desmesurado suponer que esta lectura de Antígona haya sentado los fundamentos teóricos y prácticos sobre los que descansan las reflexiones de Benjamín, Heidegger, Lacan y Derrida en torno a la naturaleza autónoma del lenguaje y a su capacidad para devolverle al hombre la memoria del ser en armonía con las palabras. Holderlin traduce a Sociales, con gesto obediente y sumiso, pero esta fidelidad lleva consigo el germen de la destrucción. Aunque celosa del sentido original, la tarea del traductor consiste en despertar las posibilidades de significación implícitas en el texto y que el paso del tiempo y el traslado del griego al alemán se encargan de sacar a la luz. Lo que late es el fuego apolíneo, amenazado por el influjo extático de la intuición adivinatoria y encarnado en la presencia del mundo de los muertos. Hölderlin procede trágicamente, oponiendo al primer modelo la fuerza destructiva de la creación. Energía cívica, energía instintiva. Estos impulsos tienen un cuerpo, también una voluntad: Creonte hace suya la letra fija de la ley, que aquí significa proximidad con lo divino; Antígona se opone a la ley estatuaria solo para fundar una nueva, radical y en desarrollo, que precisamente la distancia de lo divino. “Lo que es evidente en la exégesis de Holderlin -dice Steiner- es la inferencia de un violento desequilibrio”. Quien aspire al conocimiento absoluto debe consumirse en el fuego interior que entra en combate con los dioses.

Las lecturas anteriores apenas representan una cifra trivial en medio del alud de interpretaciones que la obra de Sófocles ha inspirado. ¿Por qué hay una Antígona para siempre? Y aspirando a la totalidad: ¿por que desde Píndaro a Pound, y desde los murales de Pompeya hasta el Minotauro de Picasso, persistimos en la invocación de ciertos mitos y en la repetición de los símbolos que su argumento señala? La segunda parte del libro de Steiner intenta aventurar una respuesta: el sentido de algunos mitos griegos está en franca hermandad con rasgos fundamentales de nuestra sintaxis y encuentra registro en ellos. Los mitos que refieren las incertidumbres del parentesco generarían la gramática de los casos; los que destacan el papel central de la memoria crearían la mirada vuelta hacia el pasado; en Narcico despuntaría la demarcación de la primera persona del singular, y en Eco la esterilidad de la tautología. Su argumento concluye así:

Las adiciones al cuerpo primario de los mitos griegos son tan raros como los agregados a la estructura de nuestra sintaxis indoeuropea. ¿Que tiempos significativos, qué conjugaciones, que formas pronominales hemos agregado a la gramática clásica? ¿De qué manera notable difieren nuestros instrumentos de metáfora y de metonimia, de analogía y de inferencia, de los instrumentos de que disponían Homero y Platón? Genuinos agregados a los códigos culturales básicos, al caudal psicológico y simbólico en virtud del cual una civilización se caracteriza, son sumamente raros. Los mitos en el lenguaje y del lenguaje de la Hélade arcaica delinearon y cubrieron buena parte del suelo nativo de nuestro ser. El principio del retorno a las fuentes griegas, el ricorso, que es un impulso central en la literatura y el pensamiento occidentales, esta implantado, por así decirlo, justo debajo de la superficie de nuestros actos lingüísticos.

Al final, Steiner se yergue con energía y apuesta en favor de lo que se vislumbra parcial porque ha medido el tamaño de su incipiente perfección. La Antígona que hoy descubre no es la misma que perfilará mañana, no es ni siquiera la que el lector dibuja en la arena. Es una Antígona, nada más que una lectura hecha en este instante y para ser rectificada cuando a ella se sobreponga el tráfago de la vida y de los libros. Como tal, se revela única e irrepetible y apunta a la puesta en escena de los conflictos primordiales inscritos en la condición humana: el enfrentamiento entre hombres y mujeres; entre los vivos y los muertos; entre la senectud y la juventud; entre la sociedad y el individuo; y entre el hombre y lo sagrado. Ninguno de los términos admite tregua ni la preeminencia del otro. Se trata de llevar las preguntas hasta sus últimas consecuencias y de trazar los límites que asaltan a la razón mientras busca las respuestas.

En la entrevista apócrifa en que Goethe y Napoleón hablaron, al parecer, de poesía, este último dijo que la tragedia pertenencia al pasado, a una época más sombría, y terminó lanzando al aire un “¿qué tenemos que ver nosotros hoy con el destino?” El conquistador sabía que la Historia, es decir, la Política, había sustituido a la fatalidad. Si es verdad que la tragedia ha muerto, por qué entonces perseverar en su lectura: quizá porque su visión es la única propuesta eficaz al problema de la libertad del hombre, quizá porque en ella late la cuestión del actuar y el desafió a la suerte. O tal vez sobrevive y sólo se ha mudado de ropas, tal vez lo trágico radique en la ausencia de perspectiva trágica. No es la postura de Steiner pero qué más da si estamos leyéndolo, que es tanto como decir, traicionándolo.

 

 

Publicado en Nexos el 1 de abril de 1988.

 

 

 

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