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Antonio Elorza: El déspota

«Desde que Sánchez recupera la secretaría general del PSOE en 2016, el déspota estaba ya ahí. Solo le quedaba aplicar su mentalidad a la conquista del Estado»

El déspota

  Ilustración de Alejandra Svriz.

 

El episodio de los whatsapps de El Mundo, en especial con las instrucciones impartidas por Pedro Sánchez a José Luis Ábalos, tiene varias lecturas. La más inmediata consiste en revelar hasta qué punto la gestión del PSOE por Pedro Sánchez difiere de la propia de un partido democrático, observando en cambio una estricta homología con organizaciones de carácter delictivo, donde solo cuenta la voluntad del jefe, por encima de cualquier normativa interna e impartiendo las órdenes en un lenguaje zafio y tabernario.

La segunda, capital, concierne a la valoración a extraer sobre el autoritarismo extremo de Sánchez y a la proyección inmediata de ese rasgo personal sobre el sistema político. Por fin, la tercera, tampoco desdeñable, confirma la cercanía existente entre Sánchez y su número dos, hoy sabemos que impresentable. En consecuencia, resulta inverosímil la suposición de que el presidente desconocía las andanzas y los manejos de Ábalos. Aunque sí es bien posible que no le importaran nada (recordemos la alusión en un whatsapp a «los infundios»).

Primera constatación: solo somos formalmente súbditos de un líder democrático. Estamos ante un déspota, quien a pesar actuar en un sistema democrático, al referirse a dirigentes del escalón inmediatamente inferior al suyo, pero elegidos por el pueblo, les niega toda capacidad de razonamiento y les exige comportarse como simples marionetas, forzados a cumplir cuanto Él ordena, y  sin rechistar. Nada importa la complejidad de los problemas y tampoco resulta lícito para nadie introducir reflexión ni matiz alguno a sus decisiones. Sánchez decide y a los demás, les toca obedecer ciegamente. Además, Pedro Sánchez, ni siquiera ejerce de modo personal, inmediato, esa dominación.

Entra aquí en juego José Luis Ábalos, sobre cuya función los chats no dejan espacio para la duda. No va a explicar a los disconformes o críticos las razones de la decisión de Sánchez, y menos a discutir con ellos. Por las buenas o por las malas, les va a exigir que cumplan las directrices del Jefe. Su papel es el de un sicario político, que por cualquier medio impondrá los deseos de Sánchez y anulará toda pretensión de autonomía en los destinatarios, los cuales salen del proceso convenientemente domesticados, «en línea» con lo que se les manda.

El fondo de afirmación sexual, propio de este modo de proceder, viene reflejado en el juicio emitido por Pedro Sánchez, una vez que Ábalos ha conseguido la derrota de Susana Díaz en las primarias andaluzas: su antigua rival ha quedado «jodida». No esboza una mínima réplica a las objeciones de García-Page o de Fernández Vara a la alianza con Bildu. Simplemente se opone a que Page insista en «tocar los cojones». Pura espiritualidad.

«El déspota menosprecia a quienes discrepan de sus órdenes. Son tipos carentes de la más mínima personalidad política»

La desestimación de los argumentos, más aún de la propia capacidad para argumentar, lleva de inmediato por parte de Pedro Sánchez a la descalificación de quien los emite. El déspota menosprecia a quienes discrepan de sus órdenes. Son tipos carentes de la más mínima personalidad política, «petardos», «impresentables», a quienes Ábalos debe domeñar y, en un caso extremo, como al presidente extremeño. Fernández Vara, amenazar con perjuicios económicos para su comunidad. De paso Ábalos recuerda a éste cual es el origen de su cargo: «Tu sabes que lo que tienes, se lo debes a quienes te eligieron para ello». Es decir, solo cuenta el nombramiento por la dirección de Madrid y no por los electores; la relación democrática se invierte. Vara lo acepta y se somete.

Hemos ido más allá de la dictadura y nos adentramos en el despotismo, una variedad extrema de absolutismo donde el gobernante practica el abuso de poder sistemático sobre sus subordinados. Actúa de manera arbitraria, atendiendo exclusivamente a su propia voluntad y de acuerdo con la vieja consideración de Montesquieu, obtiene la obediencia mediante el miedo. Sin quererlo, los chats de Sánchez y Ábalos se convierten en ilustraciones de la caracterización del gobierno despótico por El espíritu de las leyes. En primer lugar, el déspota resalta su poder no ejerciéndolo de modo directo, sino por medio de un lugarteniente. En segundo lugar, «acostumbrado a no encontrar resistencia alguna en su palacio», responde a quien se le opone «con la cólera y la venganza». La exhibición de la fuerza, como hizo Sánchez ante Vara, es en fin necesaria para que la intimidación sea eficaz y el discrepante se pliegue a sus dictados, No hacen falta ideas, porque el despotismo asimila la obediencia de los hombres a la de las bestias y con dos o tres acciones «impactáis a su cerebro», logrando un seguimiento mecánico.

En una palabra, el despotismo deshumaniza. «Es un gobierno donde nadie es ciudadano»; «todo el poder pasa a las manos de quien lo detenta» y la ley no existe. Última consecuencia: el despotismo, en el plano económico, genera corrupción: «El gobierno -advierte Montesquieu- no podría ser injusto sin manos que ejercen las injusticias, y es imposible que esas manos no actúen en beneficio propio». No hace falta esperar a Anne Applebaum para ver asociadas autocracia y cleptocracia.

Por lo mismo, es campo abonado para «la avidez del príncipe», que puede llegar a considerarse propietario de los bienes y heredero de sus súbditos, lo cual, aplicado al presente, implica la libre disposición por quien gobierna de los recursos públicos en favor de sí mismo y de sus allegados. No piensa que está administrando un Estado, sino que el Estado está ahí como res nullius, susceptible de proporcionar vías y medios de enriquecimiento a los suyos, sin cortapisa alguna. Resulta lógico que en este terreno la deriva despótica, con el tráfico de influencias y el nepotismo, tropiece con el obstáculo de la indagación judicial y que este sea un campo de batalla decisivo en la actualidad.

«Sánchez no solo regula las conductas de sus correligionarios socialistas, sino que los somete a un trato degradante»

El régimen despótico produce asimismo envilecimiento moral. El déspota y sus lugartenientes encuentran libre el camino para proyectar su poder sobre el abuso en las relaciones sexuales, que con frecuencia exhiben públicamente. Lo necesitan a título personal como reflejo de la preeminencia que afirman sobre el resto de la sociedad. Es también un signo de su impunidad respecto de la ley. En la historia de España, al agonizar el Antiguo Régimen, disponemos del antecedente que ofreció el desorden moral y político generado en torno a la pareja de Manuel Godoy -déspota de ocasión- y María Luisa de Parma, reinando Carlos IV. Los embajadores franceses fueron sus testigos y a veces beneficiarios: prostitución de Estado, adulterio regio institucional y enriquecimiento asombroso del valido, todo puesto al servicio de la entrega del país a Napoleón. Una bendición para nuestro país. Lo he contado en un par de libros y el lector interesado dispone además como introducción de esa joya historiográfica que es Los usos amorosos del XVIII en España, de Carmen Martín Gaite.

Los Borbones sucesivos seguirán acumulando basura en el tema, pero es en la dictadura de Primo de Rivera cuando el despotismo presenta su cara más próxima a nosotros, con el dictador cargando contra los jueces para proteger a su coima. El asunto fue evocado por una copla –«la llamaban la Caoba por su pelo colorado»–, reflejando la confluencia de poder político abusivo, formas degradadas de corrupción moral y enfrentamiento inevitable del primero con la justicia. Ahora, y en la trama Koldo/Ábalos, los mismos ingredientes reaparecen en torno al episodio de «la sobrina del ministro» (la Sexta dixit). Solo sería necesario recuperar como emblema otra copla, que en este caso bien pudiera ser La bien pagá en lugar de La Caoba, por la lógica subida de los costes para el contribuyente en este cuento inmoral.

Han pasado dos siglos desde que Montesquieu elaborara sus reflexiones sobre el despotismo, sirviéndose del Imperio otomano como referencia esencial, pero el modelo elaborado mantiene su validez, incluso cuando como en nuestro caso su construcción es emprendida en sentido inverso, a partir de la figura de un político que asume la condición de déspota; primero sobre su propio partido, para aplicarla luego a la conducción del Estado. La clave reside en la imposición de un sistema de mando donde Pedro Sánchez no solo regula las conductas de sus correligionarios socialistas, sino que los somete a un trato degradante para asegurar una disciplina sin reservas. Es lo que los chats de Sánchez y Ábalos ponen de relieve.

Corolario: no es que la conversión del PSOE en instrumento totalitario tenga lugar en los Congresos de 2021 y 2024 por efecto del imparable autoritarismo ejercido por el presidente sobre el aparato de Estado, sino que esa deriva autoritaria, el vaciado de la democracia y la conformación de una dictadura, responden a una concepción del poder ya demostrada en la gestión del partido. Con toda probabilidad desde el momento en que recupera la secretaría general en 2016, el déspota estaba ya ahí. Solo le queda aplicar su mentalidad a la conquista del Estado democrático, que pasa a identificarse con sus intereses y su poder, con un propósito evidente de perpetuación: «La conservación del Estado no es otra cosa que la conservación del príncipe», advertía Montesquieu sobre los regímenes despóticos.

«El gobierno despótico provoca una ausencia generalizada de iniciativa política por parte de la sociedad»

El despotismo, en fin, no solo afecta a la esfera política, siendo más bien la proyección sobre la misma de lo que Antonio Scutari calificó para Mussolini de un yo omnívoro, insaciable, que por lo mismo aspira a integrar en su espacio de dominación a todos los componentes de una sociedad. En los mensajes de El Mundo, Sánchez mira con lupa palabras y comportamientos, y esa atención se vuelca también sobre todo aquello que ordena y vigila. La inteligencia digital, desde su máquina de asesoramiento, le proporciona los medios técnicos para aproximarse a la realización de ese objetivo y todo es política, en la medida que puede favorecer u obstaculizar sus designios. Desde La revuelta a El hormiguero, desde la información sobre la guerra de Ucrania a la del Cónclave. Y en cuanto a sus enemigos principales, los jueces, opera un machacamiento continuo y despiadado: los cuatrocientos golpes propinados día a día contra el juez Peinado son el mejor ejemplo y La justicia amenazada, del también juez Manuel Marchena, el más discreto y elocuente testimonio.

La supervivencia de un gobierno despótico, concluye Montesquieu, requiere que el miedo inspirado por el gobernante y el abatimiento, hoy diríamos la pasividad, sofoque en el pueblo «hasta el menor sentimiento de ambición». La traducción actualizada de ese juicio es que el gobierno despótico provoca una ausencia generalizada de iniciativa política por parte de la sociedad. Difícilmente va a resurgir esta por el único aliciente de una convocatoria de elecciones en el próximo bienio. La democracia no tiene cabida en el vocabulario del despotismo.

 

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