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Antonio Elorza: ¿Por qué odia a España?

«Para Pedro Sánchez lo que llamamos España, su orden constitucional, representa un obstáculo a ir erosionando, porque tal es el objetivo de sus socios»

¿Por qué odia a España?

 Ilustración de Alejandra Svriz.

 

 

Resultaría muy útil elaborar una compilación de las manifestaciones abiertamente contradictorias de Pedro Sánchez, no solo de las más toscas, tales como proclamar la anticonstitucionalidad de la amnistía hasta el 23-J para dar luego un giro copernicano, sino también de las más sutiles, justificando una decisión suya sobre la base de una finalidad cuando provoca justamente lo contrario. Esta segunda contradicción deliberada, no dilatada en el tiempo, sino contenida en un solo enunciado, es el pan nuestro de cada día. Su uso constante es lo que permite afirmar, no que Pedro Sánchez miente con frecuencia, sino que vive políticamente en la mentira.

La afirmación del jueves, defendiendo la amnistía por «promover la unidad de España» sería de este tipo, cuando semejante ley viene a avalar una secesión fallida y es un triunfo del independentismo catalán al desarmar al Estado frente a un nuevo 27-O. Cómo mucho hubiera podido atemperar sus reivindicaciones y su hostilidad a España, lo cual ostensiblemente tampoco ha sucedido.

No es que Pedro Sánchez mienta por una propensión espontánea, sino que se ve empujado a mentir como expresión de su soberbia, de la exaltación del propio ego. Está obligado a afirmar su propia excelencia en todo momento y por ello sus decisiones y sus actos deben ser asumidos como incuestionables, sin que requieran una argumentación en su apoyo. Nunca se ha visto a Pedro Sánchez tomar en consideración los razonamientos ajenos para intentar una respuesta en los mismos términos. Solo vale su propio relato, con frecuencia acotado a una afirmación terminante, refrendada con el gesto. Sin temer al ridículo, como en la rueda de prensa de la OTAN, cuando no sabe qué contestar a la pregunta de cómo ha llegado al 2,1% y declara tan fresco que lo han fijado «los expertos militares» del Ejército. Deben ser reencarnación de los expertos ficticios del tiempo de la covid.

La otra cara de la moneda, visible precisamente durante la reunión de la OTAN, es que esa aproximación a todo problema desde el ángulo de sus intereses personales le impide desarrollar una posición política de alcance, incluso cuando la razón le asiste. Sucedió ya con el tema de Israel y Palestina, decidiendo primero encubrir el 7-O, con lo cual sus tomas de posición pro-palestinas y pro-Gaza adquirieron un sesgo de beligerancia contra Israel sin encontrar nunca el punto justo para hacer valer sus posiciones en la UE. Se lanzó a una expedición personal para buscar socios para el reconocimiento del Estado palestino, y ante el escaso éxito, se olvidó de los palestinos durante su presidencia de la UE. Todo en función suya. Nunca se sabe si busca un resultado concreto, incluso en la solidaridad con Gaza o propone soluciones radicales porque denunciar a Israel le es rentable.

Es el error que se ha repetido ante la OTAN, cuando el verdadero problema en el 5%, previo a los costes para España, era si verdaderamente respondía a los intereses europeos o implicaba solo aceptar la condición de vasallos de Trump. La profesión de servilismo de Mark Rutte, respecto de papi Trump, el olvido total de Ucrania, a diferencia de reuniones anteriores, sin mención a la agresión de Putin ni a la guerra, eran razones suficientes para que el líder de una democracia europea pusiese en tela de juicio al tema central de la asamblea. Si tenía valor para ello, que evidentemente no lo tuvo. Posturas, las que quieras.

«Sánchez tenía razones para cuestionar el 5%, pero es incapaz de pensar en nada más allá de sí mismo»

Por si esto fuera poco, Sánchez no dudó en sumarse con su nombre a la unanimidad en la aprobación del acuerdo del 5%, firmando así su propia condena, y se limitó luego a jugar con su papel unificador de las dos personas del Doctor Jekyll y Mister Hyde: él no lo cumpliría. Lo que Trump pensaría entonces ya lo había anticipado, pero cabe preguntarse por la sorpresa de los países que contribuyeron a la ayuda a España por la covid y ahora escuchan: «Yo no pago, que me defiendan otros».

La generalización de la imagen gansteril transmitida hace días por The Times será inevitable. Y lo más grave es que Sánchez tenía razones para cuestionar el 5%, pero incluso con el viento a favor de su posición, es incapaz de pensar en nada, más allá de sí mismo (y en los votos de sus socios). Ahora, aprovecha la reunión de Sevilla para reforzar su progresismo -ayuda al desarrollo vs. rearme-, y apuesta por la multilateralidad. Profundización, cero. Solo le falta alinearse con China, de la mano de ZP, y renunciar a Occidente.

Tenemos el resultado a la vista en cuanto espectáculo, con el aislamiento de Sánchez, pero sus consecuencias están por ver, aun cuando él exhiba tranquilidad por aquello del «paraguas europeo». Solo que Trump, cuando quiere golpear, y en este caso lo necesita para reafirmar su dominio, no se detiene en protocolos. El hecho es que Pedro Sánchez ha expuesto a su país a un riesgo indeterminado, ante Trump y ante la UE, agravado por su doble lenguaje, tratando de engañar a todos, más la imagen insolidaria y el gesto desafiante. Algo estupendo para sus aliados izquierdistas, que reconocen a uno de los suyos, pero enfrentado a los intereses de España, que para él obviamente se encuentran por debajo de los personales.

Al coincidir este incidente con el voto del Tribunal Constitucional por la Ley de Amnistía, el panorama se oscurece todavía más. No hay duda de que para Sánchez lo que llamamos España, su orden constitucional, la equidad en cuanto a la fiscalidad interterritorial, representa un obstáculo a ir sorteando, o mejor a ir erosionando, porque tal es el objetivo permanente de sus socios. Igual que afirmar que la Ley de Amnistía promueve nada menos que la unidad de España , sirve solo como recurso de engaño. Estamos en los antípodas de cualquier gobernante mundial. Sánchez no tiene ideas, solo la etiqueta de «progresista», pero sobre España no puede ni quiere tenerlas, porque serían incompatibles con su concepción del poder como patrimonio de su persona.

«Nuestro presidente odia a España, del mismo modo que odia a todo aquello que obstaculiza sus propósitos»

Es una inclinación habitual en los autócratas, con la diferencia de que estos casi siempre se llenan la boca con el nombre del país que dominan. Sánchez ni siquiera eso puede, porque ofendería a sus socios independentistas. Vino a probarlo el ejercicio de extinción simbólica de España que acompañó al acceso de Salvador Illa a la presidencia catalana. En el fondo, cabe decir que nuestro presidente odia a España, del mismo modo que odia a todo aquello que obstaculiza sus propósitos. La simple existencia de España, entidad portadora de un conjunto de intereses colectivos, dotada de un ordenamiento legal democrático y de una vigencia simbólica, entra en contradicción una y otra vez con su demolición escalonada por Sánchez, rehén de los separatistas.

La presencia de ese lugar común, llamado España, choca además con la partición del país por Sánchez en dos mitades, una progresista y otra reaccionaria. Se trata de un maniqueísmo de inspiración y uso estrictamente personales, en el cual le apoyan lógicamente quienes aspiran a destruir el Estado. Y por encima de todo, el Estado español hoy, como portador de la legitimidad democrática, se opone a su designio de poder autocrático y lo deslegitima. Y eso es algo que Sánchez no puede tolerar y que mira como una ofensa, y si alguien o algo le ofende, ha de pagarlo.

En el límite, con la cuestión de los idiomas, y sobre todo ahora con la Ley de Amnistía, Sánchez se ve obligado a humillar lo que debiera ser objeto prioritario de su acción de gobierno: la defensa del orden constitucional. Todas sus palabras van dirigidas a justificar la apertura de un cauce pseudoconstitucional para futuras secesiones: nunca «judicializar», nunca oponer de nuevo el Derecho a la rebelión, lo que juzga «el error de 2017» (en el cual por fortuna colaboró).

El Tribunal Constitucional de Conde Pumpido acaba de sancionar la posibilidad de una reforma constitucional enmascarada, mediante normas de alcance constitucional que como la de amnistía, no se encuentren explícitamente prohibidas en la ley fundamental. Cualquier jurista sabe que es un criterio absurdo, pero como trampa, ha valido, No se trata de creatividad, sino de metástasis, haciendo del TC al servicio del Gobierno una cámara legislativa supletoria, encargada de garantizar la demolición del edificio constitucional. Con una inviable confederación asimétrica como destino para que catalanes y vascos acepten «la convivencia». Sabe Sánchez que si no les contenta, no le votan, y a mayor dependencia suya, más concesiones.

«Lo prioritario es dar satisfacción a Puigdemont, un prófugo que quiso destruir esa ‘convivencia’ y que nos gobierna a distancia»

Montesquieu debió escribir en vano El espíritu de las leyes. Lo prioritario es dar satisfacción a Puigdemont, un prófugo que quiso destruir esa «convivencia» y que ahora nos gobierna a distancia. ¿Cómo no van a asumir los separatistas la «pacificación» de Cataluña si han ganado y solo les falta el referéndum antes de 2027? (Olvidaba que también les falta el regreso triunfal de Puigdemont: nadie duda que tendrá lugar, y no como hombre invisible, con Illa como anfitrión). La sorpresa para Sánchez y sus corifeos, ha sido que tras celebrar la victoria, Junts la presenta como un aliciente para la separación. Y sobre todo, lejos de suscribir la ofrecida convivencia, carga contra el Supremo «sedicioso» y hace una lectura esclarecedora de lo que significa la Ley de Amnistía: «Una enmienda a la totalidad al Estado español». O a su represión, según versiones.

Por si fuera poco, el segundo de Puigdemont ofrece un dato demoledor sobre la vulneración del Estado de derecho por Pedro Sánchez. No tiene reparo en confirmar la estimación por la UE de la amnistía como «ley de autoamnistía». Un delincuente ya condenado, él, Jordi Turull, fue corredactor de la ley que le amnistió. Demasiado fuerte, aunque sirva para verlo todo claro. Estamos ante una fraudulenta autoamnistía, envuelta en el odio al Estado español. Ante la afrenta y el sarcasmo de esa confesión, Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España, se refugia en el silencio, lo cual en este caso nos lleva al terreno de la indignidad. Vista desde el exterior, una situación a mitad de camino entre Kafka y Santiago Segura; desde dentro, solo Kafka.

No solo eso, sino que la victoria de la sedición sobre el orden constitucional abre paso de inmediato a reunir la comisión bilateral que consagrará «la singularidad» -léase privilegio fiscal- de Cataluña, pagada por el resto de España. La vicepresidenta Montero lo disfraza de solución «federal». Como en la ofensiva legal de Bolaños para acabar con la autonomía judicial, gobernar es para ellos mentir.

Pedro Sánchez no puede decir en público que odia a España, esa realidad política y social aun subsistente, a cuyos ofensores nunca se enfrenta, ni cuyos problemas reconoce, pero sí expresa inequívocamente el odio a todo aquel que le recuerde ese deber. Lo prueba día a día. El patriotismo no entra ahora, ni ha entrado nunca, en los planes ni en la mente de Pedro Sánchez. El odio político, sí.

 

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