Antonio Elorza: ¿Un fascismo unipersonal?
«Con Sánchez como único protagonista del sistema político se abriría el camino hacia una nueva forma de fascismo posmoderno, con proyección totalitaria»
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Ilustración de Alejandra Svriz
Apartir de la vieja definición del fascismo como régimen reaccionario de masas, formulada por Palmiro Togliatti en 1935, podemos ir desgranando los sucesivos elementos que lo componen, teniendo en cuenta las experiencias históricas que configuraron al entonces recién llegado.
Para empezar, es: a) un movimiento político, o el régimen producto del mismo, no integrado por ciudadanos, sino por masas, esto es, agregaciones de individuos carentes de identidad como ciudadanos, a quienes moviliza y dota de una nueva identidad; b) que tiene por objeto la eliminación del pluralismo y de la democracia, sustituidos por un orden homogéneo, militarizado, sometido al decisionismo de un jefe carismático; c) se basa en una concepción dualista del conflicto social y político, que justifica la instauración de un régimen de excepción permanente, suprimiendo las garantías jurídicas individuales, d) como consecuencia, todo adversario o disconforme se convierte por serlo en un enemigo, cuya supresión requiere el uso sistemático de la violencia, asentada psicológicamente sobre el odio. Y e) exige de sus adherentes una religación, la adhesión profunda a los ideales y los métodos del movimiento, una transferencia de sacralidad cuyo resultado debería ser la formación de un hombre nuevo, en el marco de una ordenación omnicomprensiva de la vida política y social. La dimensión teleológica última del fascismo es el totalitarismo.
El fascismo no surge como producto acabado por generación espontánea, ni como resultado de un cambio político repentino, sino por efecto, bien de una eliminación deliberada y progresiva, bien de una agonía de la democracia representativa, que puede ser rápida, caso alemán en 1933, o escalonada a lo largo de varios años, caso italiano, de 1922 a 1926. Conviene tenerlo en cuenta, porque de ahí se deduce la exigencia de atender a la evolución de los procesos de degradación democrática, tan numerosos en el mundo actual, y detectar en consecuencia los signos observables de su avance, planteando las estrategias políticas para contrarrestarlos.
Algo tanto más necesario cuanto que las actualizaciones de lo que Umberto Eco llamó «el fascismo eterno» no vienen acompañadas de provocaciones espectaculares, desfiles de excombatientes ni salvo en excepciones como la «bolivariana» en Venezuela o la islamista en Turquía, anuncian a bombo y platillo la imposición de una nueva identidad. Su contenido es más el vaciado sistemático de la democracia que la construcción declarada de un Estado Nuevo.
Tampoco sirve como hace un siglo la tradicional divisoria de derecha e izquierda, aunque sí la calificación de «reaccionario» o «regresivo» por el propósito de devolver la vida política a situaciones de restricción del pluralismo y de los derechos, previas al establecimiento de la democracia. En este sentido, más reaccionario que el nacionalista autoritario de Orban en Hungría, lo son las dictaduras «progresistas» de Ortega en Nicaragua o de Maduro en Venezuela. Cabría proponer la calificación de fascismo rojo para designar los dos regímenes citados o el de Cuba, y también para corrientes de la izquierda europea, tales como, en sus orígenes, Podemos.
«Signos inequívoco de la deriva hacia el viejo y el nuevo fascismo sería la violación sistemática del Estado de derecho»
La experiencia ha de servir de algo, para estimar cuando van encendiéndose las señales de alarma en el descenso a los infiernos, y la celebración de elecciones puede ser condición necesaria, pero no suficiente, de vida democrática. En Venezuela, la oposición incluso ganó las elecciones a la Asamblea legislativa en 2016 y en 2024 hubo presidenciales, con los resultados conocidos. Las hay en Rusia, en Nicaragua, en Egipto. Son las falsas «democracias electorales». En sentido contrario, es decir, como indicadores positivos, operan la existencia de un pluralismo real en la vida política y el respeto de la ley fundamental por parte del Poder Ejecutivo.
En suma, signos inequívocos de la deriva hacia el viejo y el nuevo fascismo, serían la violación sistemática del Estado de derecho, tanto en el plano de los derechos civiles como anulando los de la oposición, así como en el establecimiento de un clima de violencia y odio, justificado desde el maniqueísmo político.
Tampoco cabe olvidar al totalitarismo, el cual, nunca es un objetivo inmediato, pero sí una aspiración que desde la puesta en marcha del movimiento marca puntualmente la distancia con el pluralismo democrático. En nombre de la validez absoluta de sus objetivos, el fascismo reivindica un control asimismo total de la vida política, excluyendo a sus oponentes y exhibiendo la necesidad de ejercer el monopolio de poder.
La dificultad para encajar a España en esa serie de indicadores, radica en que la situación económica es favorable, el malestar social es mucho menor que hace diez años y el grado de violencia política en hechos, muy reducido. Sin embargo, las señales saltan si atendemos a la violación por el Ejecutivo del ordenamiento constitucional, la intensidad creciente de sus tensiones con la judicatura, y el clima de violencia que asimismo impone el Gobierno frente a la oposición democrática, con indicios bien visibles de que su objetivo consiste en ejercer un control absoluto del sistema político, por encima de la ley. Es una orientación que se intensifica cada vez que encuentra un obstáculo, tanto judicial como parlamentario, a su voluntad de ejercer un poder dictatorial. Y decimos que en sentido estricto cabe calificarle de dictatorial al actuar ignorando la separación de poderes y frente a la autonomía del judicial, contra este en una lucha a muerte.
«Insultar el Gobierno a jueces que indagan sobre su entorno es propio de gánsteres que se adueñaron del Estado»
No se trata por el Gobierno de buscar imposiciones puntuales, sino pura y simplemente de aniquilar toda oposición y convertir a los jueces, al modo de Jacobo I de Inglaterra, en leones -mejor sería decir ratas- bajo el trono. Ningún indicador es más elocuente que el rechazo de todo imputado o testigo gubernamental, en las recientes causas, a responder a las preguntas del juez (no solo de las acusaciones privadas). Es una conducta, dictada desde el Gobierno, que pone de manifiesto su firme propósito de negar reconocimiento a cualquier autoridad, por legítima que sea, cuya actuación contraviene sus intereses.
Hoy por hoy, caso a caso, la situación se agrava. Un magistrado borrando mensajes de sus móviles es comportamiento de pequeños delincuentes. Insultar el Gobierno a jueces que indagan sobre su entorno, acusándoles de estar al servicio de «la jauría de la extrema derecha» y de prevaricación por un ministro «en uso de su libertad de expresión», sin dato alguno en apoyo de tales aseveraciones, es algo mucho más grave, propio de gánsteres que se adueñaron del Estado.
Las infracciones anteriores son aún más relevantes en cuanto subversión radical de las relaciones políticas, sustituidas en su contenido democrático por la voluntad cada vez más aguda de eliminar al adversario, aduciendo su maldad en cuanto portador de las ideas reaccionarias que buscan la destrucción del gobierno, de la España progresista. Curiosa España que además esconde su existencia cada vez que es preciso inclinarse ante nacionalistas catalanes o vascos.
En este aspecto, la regla del juego es la propia del gansterismo. Un poder mafioso, el gubernamental, por cuanto lo subordina todo a sus propios intereses y a destruir al adversario político, tiene que pagar el peaje a otro par de poderes mafiosos, el de los nacionalismos, para aprobar cualquier ley. Pero a partir de aquí, en el decreto-ómnibus como en los ‘menas’, utiliza ese pago para atacar a la oposición, convirtiéndose en patrón de un casino donde las ruletas están trucadas. Ganan siempre sus aliados y pierden los jugadores de la oposición, de modo que los ciudadanos aprenden el precio de estar gobernados por el PP. La trampa ha sido clara con los ‘menas’: un privilegio debido a un «esfuerzo previo» de veracidad no comprobada. Y como al otro lado está ya Vox con el hacha levantada, no contra el PSOE, sino contra el PP, el escenario trumpìsta tiene todas las cartas para ganar en el futuro. Un remake político del enfrentamiento entre Wyatt Earp y los Clanton, dos poderes delincuentes, imponiéndose a una convivencia democrática por efecto de la capacidad de odiar y de la voluntad de destruir al otro del primero.
«El salto cualitativo, provocado por Sánchez, reside en que la aspiración al ejercicio del poder se amplia hasta un designio totalitario»
No existe, en el caso español, fascismo como movimiento de masas, ya que faltan los ingredientes de una crisis orgánica del sistema político que lo propiciaron hace un siglo y lo impulsan hoy en otros países. Y estamos en Europa. Los componentes reseñados, observables en otras resurrecciones del «fascismo eterno», proceden de una iniciativa individual, un ansia de poder que en otras ocasiones se materializa en figuras como el caudillo o el dictador civil. El salto cualitativo, provocado por Pedro Sánchez, reside en que la aspiración al ejercicio del poder se amplia hasta dibujar un designio totalitario, de control absoluto de las decisiones, de las instituciones y de la propia vida política española.
En apariencia, sin componente de masas no tendríamos fascismo. Así es si nos atenemos a la forma clásica de fascismo. Pero no hay que seguir pensando en Mussolini y en sus camisas negras para hablar de fascismo. En cuanto a la dependencia de las organizaciones políticas respecto del jefe, estaríamos en nuestro caso ante un control de tipo estaliniano sobre el PSOE, e indirectamente sobre los sindicatos, con un centro de poder único en la figura de Pedro Sánchez. No hay movilización de masas, pero sí instrumentalización y subordinación ilimitada de las organizaciones. Es el principio, recordado por A. Scurati en su Mussolini, de la sumisión absoluta de todo y de todos al jefe.