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Applebaum: «Estados Unidos necesita un mejor plan para combatir las autocracias»

Al permitir las acciones de Putin y de otros cleptócratas globales, Occidente socavó la democracia. Es hora de cambiar de táctica.

black + white images of Maduro, Lukashenko, Putin, Xi, Erdogan walking on red background

 

Nota del editor: A finales del año pasado, The Atlantic publicó «The Bad Guys Are Winning» (Los malos están ganando), un artículo de Anne Applebaum, una escritora que ha escrito extensamente sobre la corrupción y la represión política en Europa del Este, la antigua Unión Soviética y en el resto del mundo. En respuesta a estas preocupaciones, la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado programó una audiencia sobre cómo debe combatir Estados Unidos el autoritarismo. La invasión de Ucrania por parte del presidente ruso Vladimir Putin hizo que el tema fuera mucho más urgente. El senador Robert Menéndez, que preside el panel, invitó a Applebaum a testificar. Lo que sigue, ligeramente editado para mayor claridad, es su presentación escrita ante el comité. Algunas partes de este testimonio han sido adaptadas del trabajo de Applebaum en The Atlantic.

 

Todos tenemos en nuestra mente una imagen caricaturesca de cómo es un Estado autocrático. Hay un hombre malo en la cima. Controla a la policía. La policía amenaza al pueblo con la violencia. Hay colaboradores malvados, y tal vez algunos disidentes valientes.

Pero en el siglo XXI, esa caricatura se parece poco a la realidad. Hoy en día, las autocracias no están dirigidas por un solo tipo malo, sino por redes compuestas por estructuras financieras cleptocráticas, servicios de seguridad (militares, policías, grupos paramilitares, personal de vigilancia) y propagandistas profesionales. Los miembros de estas redes están conectados no sólo dentro de un país determinado, sino entre muchos países. Las empresas corruptas y controladas por el Estado en una dictadura hacen negocios con sus homólogas en otra, y los beneficios van a parar al líder y a su círculo íntimo. Los oligarcas de varios países utilizan los mismos contables y abogados para ocultar su dinero en Europa y América. Las fuerzas policiales de un país pueden armar, equipar y entrenar a las fuerzas policiales de otro; China vende notoriamente tecnología de vigilancia en todo el mundo. Los propagandistas comparten recursos y tácticas: las granjas de trolls rusas que promueven la propaganda de Putin también pueden utilizarse para promover la propaganda de Bielorrusia o Venezuela. También insisten en los mismos mensajes sobre la debilidad de la democracia y la maldad de Estados Unidos. Fuentes chinas se hacen eco ahora mismo de falsas historias rusas sobre inexistentes armas químicas ucranianas. Su objetivo es lanzar narrativas falsas y confundir al público de Estados Unidos y de otras sociedades libres. Lo hacen para hacernos creer que no hay nada que podamos hacer en respuesta.

Esto no quiere decir que haya una conspiración, alguna sala supersecreta donde se reúnen los malos, como en una película de James Bond. La nueva alianza autocrática no tiene una estructura, y mucho menos una ideología. Entre los autócratas modernos hay gente que se autodenomina comunista, nacionalista y teócrata. A Washington le gusta hablar de China y de la influencia china porque eso es fácil, pero lo que realmente une a los líderes de estos países es un deseo común de preservar su poder personal. A diferencia de las alianzas militares o políticas de otros tiempos y lugares, los miembros de este grupo no operan como un bloque, sino como una aglomeración suelta de empresas. Llamémosla Autocracia, Inc. Sus vínculos no están cimentados en ideales, sino en tratos -tratos diseñados para sustituir las sanciones occidentales o para paliar los boicots económicos de Occidente, o para enriquecerse personalmente-, razón por la cual pueden operar más allá de las fronteras geográficas e históricas.

Se protegen unos a otros y se cuidan mutuamente. En teoría, por ejemplo, Venezuela es un paria internacional. Desde 2019, los ciudadanos y las empresas estadounidenses tienen prohibido hacer cualquier tipo de negocio allí; Canadá, la Unión Europea y muchos de los vecinos sudamericanos de Venezuela siguen aumentando las sanciones. Y, sin embargo, Venezuela recibe préstamos e inversiones petroleras de Moscú y Pekín. Turquía facilita el comercio ilícito de oro venezolano. Cuba lleva mucho tiempo proporcionando asesores de seguridad, así como tecnología de seguridad, a los gobernantes de Venezuela. El comercio internacional de narcóticos mantiene a algunos miembros del régimen bien abastecidos de calzados y bolsos de diseño. Leopoldo López, un opositor otrora destacado que ahora vive en el exilio en España, observa que aunque los opositores del presidente venezolano Nicolás Maduro han recibido algo de ayuda extranjera, es una gota de agua, «nada comparable con lo que ha recibido Maduro.»

Ante este nuevo desafío, las respuestas occidentales y estadounidenses han sido profundamente inadecuadas. Las expresiones de «profunda preocupación» no significan nada para los dictadores que se sienten seguros gracias a sus altos niveles de vigilancia y su riqueza personal. Las sanciones occidentales por sí solas no tienen ningún impacto en los autócratas que saben que pueden seguir comerciando entre ellos. Como ilustra la guerra de Ucrania, nuestro fracaso en el uso de la disuasión militar tuvo consecuencias. Rusia no pensó que armaríamos a Ucrania porque no lo habíamos hecho en el pasado.

Por todas estas razones, necesitamos una estrategia completamente nueva frente a Rusia, China y el resto del mundo autocrático, una estrategia en la que no nos limitemos a reaccionar ante el último atropello, sino que cambiemos las reglas del juego por completo. No podemos limitarnos a imponer sanciones a los oligarcas extranjeros tras una violación del derecho internacional o de nuestras propias leyes: Debemos alterar nuestro sistema financiero para evitar que las élites cleptómanas abusen de él. No podemos limitarnos a responder con una furiosa comprobación de los hechos y a desmentir la propaganda descarada de los autócratas: Debemos ayudar a proporcionar información precisa y oportuna donde no la hay, y entregarla en los idiomas que habla la gente. No podemos confiar en las viejas ideas sobre el orden mundial liberal, la inviolabilidad de las fronteras o las instituciones y tratados internacionales para proteger a nuestros amigos y aliados: Necesitamos una estrategia militar, basada en la disuasión, que tenga en cuenta la posibilidad real de que las autocracias utilicen la fuerza militar.

La guerra en Ucrania se ha iniciado porque no hicimos ninguna de estas cosas en el pasado. Mientras se preparaba para este conflicto, el presidente ruso calculó que el coste de las críticas internacionales, las sanciones y la resistencia militar sería muy bajo. Sobreviviría a ellas. Las pasadas invasiones rusas de Ucrania y Georgia; los asesinatos rusos llevados a cabo en Gran Bretaña y Alemania; las campañas de desinformación rusas durante las elecciones democráticas en Estados Unidos, Francia, Alemania y otros lugares; el apoyo ruso a políticos extremistas o antidemocráticos, nada de esto recibió una respuesta real por nuestra parte o por parte de las alianzas democráticas que lideramos. Vladimir Putin asumió, basándose en su propia experiencia, que esta vez tampoco reaccionaríamos. China, Bielorrusia y otros aliados de Rusia asumieron lo mismo.

Hacia el futuro, no podemos permitir que esto se repita. En mi testimonio escrito sugeriré algunas áreas generales en las que debemos repensar completamente nuestra política. Dejaré los cambios necesarios en la estrategia militar y de inteligencia, especialmente la cuestión de la disuasión, a otros que tienen más experiencia en este ámbito, y me centraré en la cleptocracia y la desinformación. Pero espero que esta audiencia provoque una conversación más amplia. Necesitamos un pensamiento mucho más creativo sobre cómo podemos no sólo sobrevivir a la guerra en Ucrania, sino ganar la guerra en Ucrania, y cómo podemos evitar que se produzcan guerras similares en el futuro.

1. Hay que acabar con la cleptocracia transnacional.

Actualmente, un oligarca ruso, angoleño o chino puede poseer una casa en Londres, una propiedad en el Mediterráneo, una empresa en Delaware y un fideicomiso en Dakota del Sur sin tener que revelar nunca a sus propias autoridades fiscales o a las nuestras que esas propiedades son suyas. Toda una serie de intermediarios estadounidenses y europeos hacen posible este tipo de transacciones: abogados, banqueros, contables, agentes inmobiliarios, empresas de relaciones públicas. Su trabajo es legal. Nosotros lo hemos hecho así. También podemos hacerlo ilegal. Todo ello. No necesitamos tolerar algo de corrupción; podemos simplemente acabar con todo el sistema, por completo.

Aunque este testimonio se presenta ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, que tradicionalmente no supervisa la regulación de las finanzas internacionales, es hora de reconocer que el problema de la cleptocracia internacional es un asunto que no sólo compete al Tesoro, sino a quienes elaboran la política exterior estadounidense. Después de todo, muchos autócratas modernos se aferran al poder no sólo mediante la violencia, sino robando en sus propios países, blanqueando el dinero en el extranjero y utilizando luego sus fortunas para mantener el poder en casa y comprar influencia en el extranjero. Los oligarcas rusos que son noticia en estos momentos no son sólo hombres ricos con yates; llevan muchos años actuando como agentes del Estado ruso, representando los intereses de los dirigentes rusos en innumerables transacciones comerciales y políticas.

Tenemos la capacidad para destruir este modelo de negocio. Podríamos exigir que todas las transacciones inmobiliarias, en cualquier lugar de Estados Unidos, fueran absolutamente transparentes. Podríamos exigir que todas las empresas, fideicomisos y fondos de inversión estuvieran registrados a nombre de sus verdaderos propietarios. Podríamos prohibir a los estadounidenses que guarden su dinero en paraísos fiscales, y podríamos prohibir a los abogados y contables estadounidenses que se relacionen con los paraísos fiscales. Podríamos obligar a los marchantes de arte y a las casas de subastas a llevar a cabo controles de blanqueo de dinero, y eliminar los resquicios jurídicos que permiten el anonimato en las industrias de capital privado y fondos de cobertura. Podríamos lanzar una cruzada diplomática para convencer a otras democracias de que hagan lo mismo. El simple hecho de acabar con estas prácticas haría la vida mucho más incómoda a los cleptócratas del mundo. Podría tener la ventaja de hacer que en nuestro propio país fuéramos más respetuosos con la ley y que estuviéramos más libres de la influencia autocrática.

Además de cambiar la ley, tenemos que encarcelar a quienes la infringen. Tenemos que intensificar la aplicación de las leyes vigentes sobre blanqueo de capitales. No basta con sancionar a los oligarcas rusos ahora, cuando ya es demasiado tarde, o con investigar a sus facilitadores, cuando también es demasiado tarde para eso. Tenemos que impedir que se formen nuevas élites cleptocráticas en el futuro. Manejar dinero robado debe convertirse no sólo en algo socialmente tóxico, sino también en una responsabilidad penal, y no sólo en los Estados Unidos.

Ahora es el momento de organizar un gran diálogo internacional, con nuestros aliados de todo el mundo, para evaluar lo que están haciendo, si están teniendo éxito, y qué pasos debemos dar todos para garantizar que no estamos construyendo las autocracias del futuro. Ahora es el momento de revelar lo que sabemos sobre el dinero oculto y quién lo controla realmente. El gobierno de Biden ha creado un precedente, revelando la inteligencia que condujo a la invasión rusa de Ucrania. ¿Por qué no aprovechar ese precedente y revelar la información que tenemos sobre el dinero de Putin, de Maduro, de Xi Jinping o de Alexander Lukashenko?

Al igual que una vez construimos una alianza internacional anticomunista, podemos construir una alianza internacional anticorrupción, organizada en torno a las ideas de transparencia, rendición de cuentas y honestidad. Esos son los valores que debemos promover, no sólo en nuestro país, sino en todo el mundo. Son coherentes con nuestras constituciones democráticas y con el Estado de Derecho que subyace en todas nuestras sociedades. Una vez más: Nuestra incapacidad para respetar esos valores en el pasado es una de las fuentes de la crisis actual.

 

2. No hay que luchar contra la guerra de la información. Hay que socavarla.

Los autócratas modernos se toman en serio la información y las ideas. Entienden la importancia no sólo de controlar la opinión dentro de sus propios países, sino también de influir en los debates mundiales. Por ello, hacen muchas inversiones: en canales de televisión, periódicos locales y nacionales, redes de bots. Compran funcionarios y empresarios en países democráticos para tener portavoces y defensores locales. El programa del Frente Unido de China también se dirige a los estudiantes, a los periodistas más jóvenes y a los políticos, tratando de influir en su pensamiento desde una edad temprana.

Durante tres décadas, desde el final de la Guerra Fría, hemos fingido que no tenemos que hacer nada de esto, porque la buena información ganará de alguna manera la batalla en el «mercado de las ideas». Pero no hay un mercado de ideas, o no hay un mercado libre. Por el contrario, algunas ideas han sido impulsadas por las campañas de desinformación, por el fuerte gasto y por los algoritmos de las redes sociales que promueven el contenido emocional y divisivo, porque eso es lo que mantiene a la gente conectada. Desde que nos encontramos por primera vez con la desinformación rusa dentro de nuestra propia sociedad, también hemos imaginado que nuestras formas de comunicación existentes podrían vencerla sin ningún esfuerzo especial. Pero una década de estudio de la propaganda rusa me ha enseñado que la comprobación de los hechos y las reacciones rápidas son útiles pero insuficientes.

Tenemos un ejemplo vivo de cómo funciona esto, justo delante de nosotros. Podemos ver cómo los ucranianos transmiten su punto de vista contando una historia conmovedora y real, hablando en el lenguaje de la gente corriente y mostrándonos la guerra tal y como ellos la ven. Al hacerlo, están llegando a los estadounidenses, a los europeos y a muchos otros. Pero al mismo tiempo, los falsos mensajes de Putin y su régimen son los únicos que ven los rusos en casa; también están llegando a muchas personas en el mundo de habla rusa en general, así como en la India y Oriente Medio. Lo mismo ocurre con la propaganda china, que puede no funcionar aquí pero tiene un fuerte impacto en el mundo en desarrollo, donde China presenta su sistema político como un modelo a seguir por otros. En estos momentos, por ejemplo, grupos tecnológicos privados de ese país, como Tencent, Sina Weibo y ByteDance, están promoviendo contenidos que respaldan la guerra de Putin y suprimiendo las publicaciones que simpatizan con Ucrania.

En esta nueva atmósfera, tenemos que replantearnos cómo nos comunicamos. Al igual que después del 11 de septiembre creamos el Departamento de Seguridad Nacional a partir de agencias dispares, ahora necesitamos un esfuerzo mucho más específico que reúna a algunos de los departamentos del gobierno de Estados Unidos que piensan en la comunicación, no para hacer propaganda, sino para llegar a más personas en todo el mundo con mejor información. Los elementos básicos ya existen, aunque no estén coordinados actualmente. Todas estas cosas deben ir juntas: La radiodifusión internacional financiada por Estados Unidos, incluyendo Radio Free Europe/Radio Liberty, la Voz de América y el resto de los servicios que ahora se encuentran en la Agencia de Estados Unidos para los Medios de Comunicación Globales (USAGM); el Global Engagement Center, actualmente en el Departamento de Estado; el Open Source Center, un gran servicio de seguimiento de los medios de comunicación y de traducción que actualmente está escondido en la comunidad de inteligencia, donde es difícil acceder a su trabajo; la investigación sobre las audiencias extranjeras y las tácticas de Internet; la diplomacia pública y la diplomacia cultural.

Los equipos que trabajan en estas cosas deberían pensar conjuntamente en la mejor manera de comunicar los valores democráticos en lugares no democráticos, compartiendo experiencias, informando e involucrando conjuntamente a otras partes del gobierno de Estados Unidos. En cualquier país hay diferentes tipos de público y puede haber diferentes herramientas y tácticas necesarias para llegar a ellos. Puede que algunas partes del gobierno estadounidense hayan pensado en este problema, pero otras no. La disfunción y el escándalo que han perseguido a la radiodifusión internacional -el desastroso mandato de Michael Pack en USAGMas es sólo el último ejemplo- deben terminar. El liderazgo del Congreso es necesario para poner estos servicios en un plano diferente y mejor.

Parte de lo que deberíamos hacer es simplemente proporcionar más y mejor información a la gente que la quiere. El rendimiento online de Radio Free Europe/Radio Liberty aumentó un 99% durante las dos primeras semanas de guerra en Ucrania. La audiencia de los vídeos de YouTube de la programación de RFE/RL se triplicó. Esto demuestra el valor de la comunicación con los rusoparlantes de toda Eurasia: Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, Kazajistán, los Estados Bálticos, incluso Alemania, donde viven unos 3 millones de rusoparlantes nativos. Pero los pequeños incrementos en la financiación de esta población vital son insuficientes.

Tenemos que hacer una competencia real y duradera a la televisión estatal rusa por cable y por satélite que la mayoría de los habitantes de estas regiones ve. Cientos de talentosos periodistas y profesionales de los medios de comunicación rusos acaban de huir de Moscú: ¿Por qué no crear un canal de televisión ruso, quizás financiado conjuntamente por Europa y Estados Unidos, para darles empleo y una forma de trabajar? Al mismo tiempo, deberíamos aumentar la financiación de los medios de comunicación independientes rusos existentes, la mayoría de los cuales han sido expulsados del país, y proporcionar apoyo a los numerosos esfuerzos comunitarios para llevar a cabo campañas en los medios sociales dentro y fuera del país.

Pero aunque Rusia es de especial interés en este momento, también debemos considerar, como ya está haciendo el Congreso, una ampliación de la financiación para Radio Asia Libre (RFA), que ha recibido sólo un tercio de la financiación de RFE/RL, a pesar de su potencial para llegar a una gran audiencia dentro de China y la diáspora china en todo el mundo. Aunque es relativamente pequeña, Radio Asia Libre fue la primera organización de noticias que destapó las detenciones masivas en Xinjiang; RFA también proporcionó la primera información veraz sobre el encubrimiento por parte de China de las muertes iniciales por coronavirus en Wuhan. Necesitamos que la RFA sea capaz de contrarrestar la propaganda china; que ponga en contexto los proyectos de la Franja y la Ruta de China en el Sudeste Asiático para las audiencias de Camboya, Laos, Birmania y Vietnam; que mejore su iniciativa global digital para atraer a las audiencias más jóvenes de habla mandarina que desconfían de los mensajes mediáticos dominantes de Pekín. También tenemos que ampliar la labor del Fondo de Tecnología Abierta (OTF), que apoya las tecnologías para la libertad de Internet en todas las fases de desarrollo. El OTF hace posible que millones de personas accedan al periodismo independiente en entornos mediáticos cerrados.

En todas las lenguas extranjeras en las que trabajamos, tenemos que pasar de una era de radiodifusión digital con megáfono a una nueva era de «samizdat digital», movilizando a los ciudadanos informados y enseñándoles a distribuir la información. Puede que estas tácticas no lleguen a todo el mundo, pero pueden dirigirse al público más joven, a las diásporas y a las élites que tienen influencia en sus países.

En esta nueva era, la financiación de la educación y la cultura también necesita un replanteamiento. ¿No debería haber una universidad de lengua rusa, en Vilna o Varsovia, para albergar a todos los intelectuales y pensadores que acaban de salir de Moscú? ¿No hay que gastar más en educación en hindi y persa? Los programas existentes deberían ser revisados y rediseñados para una época diferente, en la que se puede saber mucho más sobre el mundo, pero en la que las autocracias están gastando mucho dinero para distorsionar ese conocimiento. El objetivo debería ser garantizar que la diáspora rusa disponga de una idea diferente de lo que significa ser ruso, aparte de la proporcionada por Putin, y que los habitantes de otras sociedades autocráticas dispongan también de salidas alternativas.

3. Hay que volver a poner la democracia en el centro de la política exterior.

 

No es casualidad que los estadounidenses estén unidos en su apoyo a Ucrania. Una amplia mayoría bipartidista, por ejemplo, respalda la decisión de Estados Unidos de boicotear el petróleo ruso, incluso si eso supusiera un aumento de los precios. Esto se debe a que los estadounidenses se identifican con personas que están luchando claramente por su libertad, su independencia y su democracia. Es una parte central de cómo nos definimos a nosotros mismos, y de quiénes somos.

Reconozco que es ingenuo suponer que podemos tener la misma política hacia todos los dictadores, que no podemos dar el mismo apoyo a todos los movimientos democráticos; entiendo que hay que hacer concesiones en la diplomacia como en todo lo demás. Esto no es la Guerra Fría, no existe el Pacto de Varsovia, y no todos los juicios sobre cada autocracia son en blanco y negro. Pero nuestra preferencia por la democracia y nuestra voluntad de defender a las democracias más importantes nunca debería estar en duda. El hecho es que los rusos dudaron claramente de que nosotros y nuestros aliados estuviéramos dispuestos a ayudar a Ucrania a defenderse. No logramos, de antemano, telegrafiar el hecho de que lo haríamos. No podemos permitir que eso vuelva a ocurrir.

Además de ser historiadora y periodista, también formo parte del consejo de la National Endowment for Democracy (NED), la organización independiente que el Congreso ha financiado generosamente durante años. Quiero expresar aquí mi agradecimiento por ese apoyo, así como mi esperanza de que continúe. La NED va por delante en su reflexión sobre estos temas, ha apoyado redes de periodistas para ayudar en las investigaciones internacionales sobre la cleptocracia, así como el periodismo independiente de todo tipo, además de su apoyo al activismo por la democracia en todo el mundo. Sin embargo, la financiación de la NED es necesaria pero no suficiente. La política exterior de Estados Unidos la hacen, de hecho, docenas de actores diferentes, en el gobierno y la sociedad estadounidenses. El liderazgo del Congreso puede ayudar a que todos ellos  se enfoquen no sólo en la defensa de las instituciones existentes, sino en el pensamiento creativo que nos falta.

Para decirlo sin rodeos, tenemos que ser capaces de imaginar un futuro diferente, uno en el que nuestra nación y sus ideas no estén en retirada, sino en ascenso. Tenemos que abordar las diásporas desplazadas en todo el mundo como una oportunidad, no como una carga: ¿Cómo podemos prepararlos para recuperar los países que han perdido, en Siria, Afganistán o Rusia? Tenemos que romper los vínculos entre las autocracias, forjar nuevos y mejores vínculos entre las democracias, reinventar las instituciones internacionales existentes que ya no sirven para nada. Es alarmante, incluso asombroso, que las Naciones Unidas no hayan desempeñado ningún papel en la prevención o mitigación de la guerra en Ucrania porque Rusia, como miembro del Consejo de Seguridad, lo ha bloqueado con éxito. De hecho, Rusia y China llevan años tratando de socavar la ONU y todas las demás organizaciones internacionales que, según la sabiduría convencional, promoverían los derechos humanos y evitarían exactamente el tipo de guerra no provocada que estamos viendo hoy. Puede ser el momento de crear algunas alternativas, de pensar en cómo el mundo democrático puede organizar alternativas, en el caso de que la ONU ya no esté interesada en perseguir un desarrollo pacífico.

Por último, es sumamente importante que imaginemos un futuro diferente para Ucrania. Una victoria en este conflicto, sea cual sea su significado -una retirada rusa o un acuerdo negociado tras el fracaso de Rusia en la conquista del país-, supondría un enorme y transformador impulso de confianza para todo el mundo democrático, incluidos los activistas democráticos de Bielorrusia y Ucrania que se oponen a la guerra, incluso para los activistas democráticos de lugares tan lejanos como Hong Kong, Birmania o Venezuela.

Una derrota, definida como el fin de la soberanía ucraniana, sería un golpe terrible para todos ellos. Las consecuencias son mucho mayores de lo que la mayoría del Congreso y la administración parecen haber reconocido todavía. Ucrania no está en la OTAN, pero es un miembro de facto del mundo europeo y del mundo democrático. El fracaso ucraniano repercutirá en la credibilidad de la OTAN y en la cohesión del mundo democrático, nos guste o no.

Tenemos que pensar en la victoria, y en cómo conseguirla, no sólo en este conflicto sino en los demás que vendrán, en los próximos años y décadas.

 

Sobre la autora: Anne Applebaum es miembro del equipo de redacción de The Atlantic, miembro del Instituto SNF Agora de la Universidad Johns Hopkins, y autora de «El ocaso de la democracia: La seducción del autoritarismo».

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL EN INGLÉS:

 

The Atlantic

America Needs a Better Plan to Fight Autocracy

By enabling Putin and other global kleptocrats, the West undermined democracy. It’s time to change tactics.

Illustration of scissors cutting threads from which a globe is hanging
The Atlantic

About the author: Anne Applebaum is a staff writer at The Atlantic, a fellow at the SNF Agora Institute at Johns Hopkins University, and the author of Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism.

Editor’s Note: Late last year, The Atlantic published “The Bad Guys Are Winning,” a cover story by Anne Applebaum, a staff writer who has written extensively about corruption and political repression in Eastern Europe, the former Soviet Union, and around the world. In response to those concerns, the Senate Foreign Relations Committee scheduled a hearing today on how the United States should combat authoritarianism. Russian President Vladimir Putin’s invasion of Ukraine made the topic far more urgent. Senator Robert Menendez, who chairs the panel, invited Applebaum to testify. What follows, lightly edited for clarity, is her written submission to the committee. Some parts of this testimony have been adapted from Applebaum’s work in The Atlantic.

All of us have in our mind a cartoon image of what an autocratic state looks like. There is a bad man at the top. He controls the police. The police threaten the people with violence. There are evil collaborators, and maybe some brave dissidents.

But in the 21st century, that cartoon bears little resemblance to reality. Nowadays, autocracies are run not by one bad guy, but by networks composed of kleptocratic financial structures, security services (military, police, paramilitary groups, surveillance personnel), and professional propagandists. The members of these networks are connected not only within a given country, but among many countries. The corrupt, state-controlled companies in one dictatorship do business with their counterparts in another, with the profits going to the leader and his inner circle. Oligarchs from multiple countries all use the same accountants and lawyers to hide their money in Europe and America. The police forces in one country can arm, equip, and train the police forces in another; China notoriously sells surveillance technology all around the world. Propagandists share resources and tactics—the Russian troll farms that promote Putin’s propaganda can also be used to promote the propaganda of Belarus or Venezuela. They also pound home the same messages about the weakness of democracy and the evil of America. Chinese sources are right now echoing fake Russian stories about nonexistent Ukrainian chemical weapons. Their goal is to launch false narratives and confuse audiences in the United States and other free societies. They do so in order to make us believe that there is nothing we can do in response.

This is not to say that there is a conspiracy—some super-secret room where bad guys meet, as in a James Bond movie. The new autocratic alliance doesn’t have a structure, let alone an ideology. Among modern autocrats are people who call themselves communists, nationalists, and theocrats. Washington likes to talk about China and Chinese influence because that’s easy, but what really links the leaders of these countries is a common desire to preserve their personal power. Unlike military or political alliances from other times and places, the members of this group don’t operate like a bloc, but rather like a loose agglomeration of companies. Call it Autocracy, Inc. Their links are cemented not by ideals but by deals—deals designed to replace Western sanctions or take the edge off Western economic boycotts, or to make them personally rich—which is why they can operate across geographical and historical lines.

They protect one another and look after one another. In theory, for example, Venezuela is an international pariah. Since 2019, U.S. citizens and U.S. companies have been forbidden to do any business there; Canada, the European Union, and many of Venezuela’s South American neighbors continue to increase sanctions on the country. And yet Venezuela receives loans as well as oil investment from Moscow and Beijing. Turkey facilitates the illicit Venezuelan gold trade. Cuba has long provided security advisers, as well as security technology, to Venezuela’s rulers. The international narcotics trade keeps individual members of the regime well supplied with designer shoes and handbags. Leopoldo López, a onetime star of the opposition now living in exile in Spain, observes that although Venezuelan President Nicolás Maduro’s opponents have received some foreign assistance, it’s a drop in the bucket, “nothing comparable with what Maduro has received.”

In the face of this new challenge, Western and American responses have been profoundly inadequate. Expressions of “deep concern” mean nothing to dictators who feel secure thanks to their high levels of surveillance and their personal wealth. Western sanctions alone have no impact on autocrats who know they can continue to trade with one another. As the war in Ukraine illustrates, our failure to use military deterrence had consequences. Russia did not believe that we would arm Ukraine because we had not done so in the past.

For all of these reasons, we need a completely new strategy toward Russia, China, and the rest of the autocratic world, one in which we don’t merely react to the latest outrage, but change the rules of engagement altogether. We cannot merely slap sanctions on foreign oligarchs following some violation of international law, or our own laws: We must alter our financial system so that we stop kleptocratic elites from abusing it in the first place. We cannot just respond with furious fact-checking and denials when autocrats produce blatant propaganda: We must help provide accurate and timely information where there is none, and deliver it in the languages people speak. We cannot rely on old ideas about the liberal world order, the inviolability of borders, or international institutions and treaties to protect our friends and allies: We need a military strategy, based in deterrence, that takes into account the real possibility that autocracies will use military force.

The war in Ukraine has been launched because we did not do any of these things in the past. As he was preparing for this conflict, the Russian president calculated that the cost of international criticism, sanctions, and military resistance would be very low. He would survive them. Past Russian invasions of Ukraine and Georgia; Russian assassinations carried out in Britain and Germany; Russian disinformation campaigns during democratic elections in America, France, Germany, and elsewhere; Russian support for extremist or anti-democratic politicians—none of this received any real response from us or from the democratic alliances that we lead. Vladimir Putin assumed, based on his own experience, that we would not react this time either. China, Belarus, and other Russian allies assumed the same.

Going forward, we cannot let this happen again. In my written testimony I will suggest some broad areas where we need to completely reimagine our policy. I will leave the necessary changes in military and intelligence strategy, especially the question of deterrence, to others who have more expertise in this area, and will focus on kleptocracy and disinformation. But I hope this hearing sparks a broader conversation. We need far more creative thinking about how we can not just survive the war in Ukraine, but win the war in Ukraine—and how we can prevent similar wars from taking place in the future.

1. Put an end to transnational kleptocracy.

Currently a Russian, Angolan, or Chinese oligarch can own a house in London, an estate on the Mediterranean, a company in Delaware, and a trust in South Dakota without ever having to reveal to his own tax authorities or ours that these properties are his. A whole host of American and European intermediaries make these kinds of transactions possible: lawyers, bankers, accountants, real-estate agents, PR companies. Their work is legal. We have made it so. We can just as easily make it illegal. All of it. We don’t need to tolerate a little bit of corruption; we can simply end the whole system, altogether.

Although this testimony is being presented to the Senate Foreign Relations Committee, which does not traditionally have oversight of the regulation of international finance, it is time to recognize the problem of international kleptocracy as a matter not just for the Treasury, but for those who make American foreign policy. After all, many modern autocrats hold on to power not just with violence, but by stealing from their own countries, laundering the money abroad, and then using their fortunes to maintain power at home and buy influence abroad. The Russian oligarchs in the news at the moment are not just wealthy men with yachts; they have been acting for many years as agents of the Russian state, representing the interests of the Russian leadership in myriad commercial and political transactions.

We have the power to destroy this business model. We could require all real-estate transactions, everywhere in the United States, to be totally transparent. We could require all companies, trusts, and investment funds to be registered in the name of their real owners. We could ban Americans from keeping their money in tax havens, and we could ban American lawyers and accountants from engaging with tax havens. We could force art dealers and auction houses to carry out money-laundering checks, and close loopholes that allow anonymity in the private-equity and hedge-fund industries. We could launch a diplomatic crusade to persuade other democracies to do the same. Simply ending these practices would make life much more uncomfortable for the world’s kleptocrats. It might have the benefit of making our own country more law-abiding, and freer of autocratic influence, as well.

In addition to changing the law, we also need to jail those who break it. We need to step up our enforcement of the existing money-laundering laws. It is not enough to sanction Russian oligarchs now, when it is too late, or to investigate their enablers, when it is too late for that too. We need to prevent new kleptocratic elites from forming in the future. It must become not only socially toxic but also a criminal liability for anyone to handle stolen money, and not just in America.

Now is the time to organize a deep international conversation, with our allies all over the world, to assess what they are doing, whether they are succeeding, and which steps we all need to take to ensure that we are not building the autocracies of the future. Now is the time to reveal what we know about hidden money and who really controls it. The Biden administration has created a precedent, revealing intelligence leading up to the Russian invasion of Ukraine. Why not build on that precedent, and reveal what intelligence we have about Putin’s money, Maduro’s money, Xi Jinping’s money, or Alexander Lukashenko’s money?

Just as we once built an international anti-communist alliance, so we can build an international anti-corruption alliance, organized around the idea of transparency, accountability, and fairness. Those are the values that we should promote, not only at home but around the world. They are consistent with our democratic constitutions and with the rule of law that underlies all of our societies. Once again: Our failure to abide by those values in the past is one of the sources of today’s crisis.

2. Don’t fight the information war. Undermine it.

Modern autocrats take information and ideas seriously. They understand the importance not only of controlling opinion inside their own countries, but also of influencing debates around the world. They spend accordingly: on television channels, local and national newspapers, bot networks. They buy officials and businessmen in democratic countries in order to have local spokesmen and advocates. China’s United Front program also targets students, younger journalists, and politicians, seeking to influence their thinking from an early age.

For three decades, since the end of the Cold War, we have been pretending that we don’t have to do any of this, because good information will somehow win the battle in the “market of ideas.” But there isn’t a market of ideas—or not a free market. Instead, some ideas have been turbocharged by disinformation campaigns, by heavy spending, and by the social-media algorithms that promote emotional and divisive content because that’s what keeps people online. Since we first encountered Russian disinformation inside our own society, we’ve also imagined that our existing forms of communication could beat it without any special effort. But a decade’s worth of studying Russian propaganda has taught me that fact-checking and swift reactions are useful but insufficient.

We have a living example of how this works, right in front of us now. We can see how the Ukrainians are getting their viewpoint across by telling a moving, true story, by speaking in language used by ordinary people and by showing us the war as they see it. In doing so, they are reaching Americans, Europeans, and many others. But at the same time, the false Russian narrative is the only one reaching Russians at home; it is also reaching many people in the broader Russian-speaking world, as well as in India and the Middle East. The same is true of Chinese propaganda, which might not work here but has a strong impact in the developing world, where China presents its political system as a model for others to follow. Right now, for example, private technology groups there, including Tencent, Sina Weibo, and ByteDance, are promoting content backing Putin’s war and suppressing posts that are sympathetic to Ukraine.

In this new atmosphere, we need to rethink how we communicate. Much as we assembled the Department of Homeland Security out of disparate agencies after 9/11, we now need a much more carefully targeted effort that would pull together some of the departments in the U.S. government that think about communication, not to do propaganda but to reach more people around the world with better information. The building blocks already exist, even if they are not currently coordinated. All of these things belong together: U.S.-funded international broadcasting, including Radio Free Europe/Radio Liberty, the Voice of America, and the rest of the services now housed at the U.S. Agency for Global Media (USAGM); the Global Engagement Center, currently in the State Department; the Open Source Center, a large media monitoring and translation service currently squirreled away in the intelligence community where its work is hard to access; research into foreign audiences and internet tactics; public diplomacy and cultural diplomacy.

The teams who work on these things should be jointly thinking about the best way to communicate democratic values in undemocratic places, jointly sharing experiences, jointly informing and engaging other parts of the U.S. government. In any given country there are different kinds of audiences and there may be different tools and tactics needed to reach them. Parts of the U.S. government may have thought about this problem, but others have not. The dysfunction and scandal that have dogged international broadcasting—with Michael Pack’s disastrous tenure at USAGM as only the latest example—need to end. Congressional leadership is needed to put these services on a different and better footing.

Some of what we should do is simply provide more and better information to people who want it. Radio Free Europe/Radio Liberty’s online performance increased by 99 percent during the first two weeks of war in Ukraine. Viewership of YouTube videos of RFE/RL programming tripled. This proves the value of communicating with Russian speakers all over Eurasia—Ukraine, Moldova, Belarus, Kazakhstan, the Baltic States, even Germany, home to some 3 million native Russian speakers. But small increases in funding for this vital population are insufficient.

We need to provide real, long-lasting competition for the Russian state-run cable and satellite television that most of the people in these regions watch. Hundreds of talented Russian journalists and media professionals have just fled Moscow: Why not start a Russian television channel, perhaps jointly funded by Europe and America, to employ them and give them a way to work? At the same time, we should increase funding for existing Russian independent media outlets, most now expelled from the country, and provide support for the many grassroots efforts to run social-media campaigns inside and outside the country.

But although Russia is of special interest at the moment, we also need to consider, as Congress is already doing, an expansion of funding for Radio Free Asia, which has received only a third of the funding of RFE/RL, despite its potential to reach a large audience inside China and the Chinese diaspora around the world. Although relatively small, Radio Free Asia was the first news organization to uncover mass detentions in Xinjiang; RFA also provided the first documentation of China’s cover-up of the earliest coronavirus fatalities in Wuhan. We need RFA to be able to counter Chinese propaganda; to put China’s Belt and Road projects in Southeast Asia into context for audiences in Cambodia, Laos, Burma, and Vietnam; to enhance its digital global initiative to engage younger, Mandarin-speaking audiences wary of Beijing’s dominant media narratives. We also need to scale up the work of the Open Technology Fund, which supports internet-freedom technologies at every stage of development. OTF makes it possible for millions to access independent journalism in closed media environments.

In all of the foreign languages that we work, we need to shift from an era of bullhorn digital broadcasting to a new era ofdigital samizdat, mobilizing informed citizens and teaching them to distribute information. These tactics may not get to everyone, but they can be targeted at younger audiences, diasporas, and elites who have influence within their countries.

In this new era, funding for education and culture need some rethinking too. Shouldn’t there be a Russian-language university, in Vilnius or Warsaw, to house all of the intellectuals and thinkers who have just left Moscow? Don’t we need to spend more on education in Hindi and Persian? Existing programs should be recast and redesigned for a different era, one in which so much more can be known about the world, but in which so much money is being spent by the autocracies to distort that knowledge. The goal should be to ensure that a different idea of “Russianness” is available to the Russian diaspora, aside from the one provided by Putin, and that alternative outlets are available for people in other autocratic societies as well.

3. Put democracy back at the center of foreign policy.

It is no accident that Americans are united in their support for Ukraine. A large, bipartisan majority, for examplebacks the U.S. decision to boycott Russian oil, even if it led to higher prices. This is because Americans identify with people who are clearly fighting for their freedom, their independence, and their democracy. It is a central part of how we define ourselves, and who we are.

I recognize that it is naive to assume we can have the same policy toward every dictator, that we cannot give the same support to every democracy movement; I understand that there are trade-offs to make in diplomacy as in everything else. This is not the Cold War, there is no Warsaw Pact, and not every judgment about every autocracy is black-and-white. But our preference for democracy and our willingness to defend key democracies should never be in doubt. The fact is that Russians clearly doubted whether we and our allies were even willing to help Ukraine fight back. We failed, in advance, to telegraph the fact that we would. We cannot let that happen again.

In addition to being a historian and journalist, I am also on the board of the National Endowment for Democracy (NED), the independent organization that Congress has generously funded for years. I want to express here my thanks for that support, as well as my hope that it will continue. NED is ahead of the curve in its thinking about these issues, has supported networks of journalists to help in international investigations of kleptocracy as well as independent journalism of all kinds, on top of its support for democracy activism all over the world. Funding NED is necessary but not sufficient, however. U.S. foreign policy is in fact made by dozens of different actors, all across the government and American society. Congressional leadership can help focus all of them not just on the defense of existing institutions, but on the creative thinking we lack.

To put it bluntly, we need to be able to imagine a different kind of future, one in which our nation and its ideas are not in retreat, but in the ascendance. We need to approach displaced diasporas all over the world as an opportunity, not a burden: How can we prepare them to take back the countries that they have lost, in Syria, Afghanistan, or Russia? We need to break the links among autocracies, to forge new and better links between democracies, to reinvent existing international institutions that are no longer fit for purpose. It is alarming, even astonishing, that the United Nations has played no role in preventing or mitigating the war in Ukraine because Russia, as a Security Council member, has so successfully blocked it from doing so. In fact, Russia and China have been seeking for years to undermine the UN and all of the other international organizations that conventional wisdom said would promote human rights and prevent exactly the kind of unprovoked war that we are seeing unfold today. It may be time to create some alternatives, to think about how the democratic world can organize alternatives, in the event that the UN is no longer interested in pursuing peaceful development.

Finally, it’s extremely important that we imagine a different future for Ukraine. A victory in this conflict, whatever that means—a Russian retreat or a negotiated settlement following Russia’s failure to conquer the country—would provide an enormous, transformational boost in confidence to the entire democratic world, including to the democratic activists in Belarus and Ukraine who oppose the war, even to democratic activists in places as far away as Hong Kong, Burma, or Venezuela.

A defeat, defined as the end of Ukrainian sovereignty, would be a terrible blow to all of them. The consequences are much higher than most in Congress and the administration seem to have yet acknowledged. Ukraine is not in NATO, but it is a de facto member of the European world and the democratic world. Ukrainian failure will have an impact on NATO’s credibility and on the democratic world’s cohesion, whether we like it or not.

We need to think about victory, and how to achieve it, not only in this conflict but in the others to come, over the next years and decades.

Anne Applebaum is a staff writer at The Atlantic, a fellow at the SNF Agora Institute at Johns Hopkins University, and the author of Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism.

 

 

 

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