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Applebaum: No hay orden mundial liberal

A menos que las democracias se defiendan, las fuerzas de la autocracia las destruirán.

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En febrero de 1994, en el gran salón de baile del ayuntamiento de Hamburgo, Alemania, el presidente de Estonia pronunció un discurso extraordinario. De pie ante una audiencia en traje de noche, Lennart Meri elogió los valores del mundo democrático al que Estonia aspiraba unirse. “La libertad de cada individuo, la libertad de la economía y el comercio, así como la libertad de la mente, de la cultura y la ciencia, están inseparablemente interconectadas”, dijo a los burgueses de Hamburgo. “Constituyen el requisito previo de una democracia viable”. Su país, que recuperó su independencia de la Unión Soviética tres años antes, creía en estos valores: “El pueblo estonio nunca abandonó su fe en esta libertad durante las décadas de opresión totalitaria”.

Pero Meri también quería dar una advertencia: la libertad en Estonia y en Europa pronto podría verse amenazada. El presidente ruso Boris Yeltsin y los círculos a su alrededor volvían al lenguaje del imperialismo, hablando de Rusia como primus inter pares —el primero entre iguales— en el antiguo imperio soviético. En 1994, Moscú ya se agitaba con el lenguaje del resentimiento, la agresión y la nostalgia imperial; el estado ruso estaba desarrollando una visión antiliberal del mundo, e incluso entonces se estaba preparando para imponerla. Meri hizo un llamado al mundo democrático para que lo rechazara: Occidente debería “dejar enfáticamente claro a los líderes rusos que no hay ninguna posibilidad para otra expansión imperialista”.

En ese instante, el teniente de alcalde de San Petersburgo, Vladimir Putin, se levantó y salió del salón .
Para entonces los temores de Meri eran compartidos por todas las naciones de Europa central y oriental, anteriormente cautivas d la URSS, y eran lo suficientemente fuertes como para persuadir a los gobiernos de Estonia, Polonia y otros lugares de hacer campaña para ingresar en la OTAN. Tuvieron éxito porque nadie en Washington, Londres o Berlín creía que los nuevos miembros importaban. La Unión Soviética había desaparecido, el teniente de alcalde de San Petersburgo no era una persona importante y Estonia nunca necesitaría ser defendida. Por eso ni Bill Clinton ni George W. Bush hicieron muchos intentos por armar o reforzar a los nuevos miembros de la OTAN. Solo en 2014 la administración Obama finalmente ubicó una pequeña cantidad de tropas estadounidenses en la región, en gran parte buscando tranquilizar a los aliados después de la primera invasión rusa de Ucrania.

Nadie más en ninguna parte del mundo occidental se sintió amenazado en absoluto. Durante 30 años, las compañías occidentales de petróleo y gas se presentaron en Rusia, asociándose con oligarcas de dicho país que habían robado abiertamente los activos que controlaban. Las instituciones financieras occidentales también hicieron negocios lucrativos en Rusia, estableciendo sistemas para permitir que esos mismos cleptócratas rusos exportaran su dinero robado y lo mantuvieran colocado, de forma anónima, en propiedades y bancos occidentales. Nos convencimos de que no había nada de malo en enriquecer a los dictadores y sus compinches. El comercio, imaginamos, transformaría a nuestros socios comerciales. La riqueza traería el liberalismo. El capitalismo traería la democracia, y la democracia traería la paz.

Después de todo, había sucedido antes. Después del cataclismo de 1939-1945, los europeos habían abandonado colectivamente las guerras de conquista imperial y territorial. Dejaron de soñar con eliminarse unos a otros. En cambio, el continente que había sido el origen de las dos peores guerras que el mundo había conocido jamás creó la Unión Europea, una organización diseñada para encontrar soluciones negociadas a los conflictos y promover la cooperación, los negocios y el comercio. Debido a la metamorfosis de Europa, y especialmente a causa de la extraordinaria transformación de Alemania de una dictadura nazi en el motor de la integración y la prosperidad del continente, tanto los europeos como los estadounidenses creían haber desarrollado un conjunto de reglas que preservarían la paz no solo en sus respectivos continentes, sino eventualmente en todo el mundo.

Este orden mundial liberal se basó en la siguiente consigna: “Nunca más”. Nunca más habría genocidio. Nunca más las naciones grandes borrarían del mapa a las naciones más pequeñas. Nunca más seríamos engañados por dictadores que usaran el lenguaje del asesinato en masa. Al menos en Europa, sabríamos cómo reaccionar cuando los sintiéramos.

Pero mientras vivíamos felices bajo la ilusión de que “Nunca más” significaba algo real, los líderes de Rusia, dueños del arsenal nuclear más grande del mundo, estaban reconstruyendo un ejército y una maquinaria de propaganda diseñados para facilitar el asesinato en masa, así como un Estado mafioso controlado por un pequeño número de hombres, en ada parecido al modelo capitalista occidental. Durante mucho tiempo, demasiado tiempo, los custodios del orden mundial liberal se negaron a comprender y asumir estos cambios. Apartaron la mirada cuando Rusia “pacificó” Chechenia asesinando a decenas de miles de personas. Cuando Rusia bombardeó escuelas y hospitales en Siria, los líderes occidentales decidieron que ese no era su problema. Cuando Rusia invadió Ucrania por primera vez, encontraron razones para no preocuparse. Seguramente Putin se quedaría satisfecho con la anexión de Crimea. Cuando Rusia invadió Ucrania por segunda vez, ocupando parte de Donbas, pensaron que Putin sería lo suficientemente sensato para detenerse.

Incluso cuando los rusos, habiéndose enriquecido con la cleptocracia que facilitamos, compraron a políticos occidentales, financiaron movimientos de extrema derecha y realizaron campañas de desinformación durante las elecciones democráticas estadounidenses y europeas, los líderes de América y Europa aún se negaron a tomarlos en serio. Fueron solo algunas publicaciones en Facebook; así ¿qué importa? No creíamos que estábamos en guerra con Rusia. Creímos, en cambio, que estábamos seguros y éramos libres, protegidos por tratados, por garantías fronterizas, y por las normas y reglas que rigen el orden mundial liberal.

Con la tercera invasión de Ucrania, la más brutal de todas, se demostró la vacuidad de esas creencias. El presidente ruso negó abiertamente la existencia de un Estado ucraniano legítimo: «Los rusos y los ucranianos», dijo, «eran un solo pueblo, un todo único». Su ejército atacó a civiles, hospitales y escuelas. Sus políticas tenían como objetivo generar refugiados para desestabilizar Europa occidental. “Nunca más” quedó expuesto como un eslogan vacío mientras un plan genocida se realizaba frente a nuestros ojos, justo a lo largo de la frontera este de la Unión Europea. Otras autocracias observaron para ver qué haríamos al respecto, porque Rusia no es la única nación en el mundo que codicia el territorio de sus vecinos, que busca destruir poblaciones enteras, que no tiene reparos en el uso de la violencia masiva. Corea del Norte puede atacar a Corea del Sur en cualquier momento y tiene armas nucleares que pueden atacar a Japón. China busca eliminar a los uigures como un grupo étnico distinto y tiene planes imperiales para Taiwán.

No podemos hacer retroceder el reloj a 1994 para ver qué habría pasado si hubiésemos hecho caso a la advertencia de Lennart Meri. Pero lo que sí podemos hacer es enfrentar el futuro con honestidad. Podemos definir los desafíos y prepararnos para enfrentarlos.

No existe un orden mundial liberal natural, y no hay reglas sin alguien que las haga cumplir. A menos que las democracias se defiendan juntas, las fuerzas de la autocracia las destruirán . Estoy usando la palabra fuerzas, en plural, con toda intención. Es comprensible que muchos políticos estadounidenses prefieran centrarse en la competencia a largo plazo con China. Pero mientras Rusia esté gobernada por Putin, entonces Rusia también estará en guerra con nosotros. También lo están Bielorrusia, Corea del Norte, Venezuela, Irán, Nicaragua, Hungría y potencialmente muchos otros países. Es posible que no queramos competir con ellos, o que ni siquiera nos interesemos mucho por ellos. Pero ellos sí se interesan por nosotros. Entienden que el lenguaje de la democracia, la anticorrupción y la justicia es peligroso para su forma de poder autocrático, y saben que ese lenguaje se origina en el mundo democrático, nuestro mundo.

Quizás podamos aprender algo de los ucranianos. Nos están mostrando cómo poseer patriotismo, así como valores liberales.

Esta lucha no es teórica. Requiere ejércitos, estrategias, armas y planes a largo plazo. Requiere una cooperación aliada mucho más estrecha, no solo en Europa sino también en el Pacífico, África y América Latina. La OTAN ya no puede operar como si algún día tuviera que defenderse; necesita comenzar a operar como lo hizo durante la Guerra Fría, asumiendo que una invasión podría ocurrir en cualquier momento. La decisión de Alemania de aumentar el gasto en defensa en 100.000 millones de euros es un buen comienzo; también lo es la declaración de Dinamarca de que también impulsará el gasto en defensa. Pero una coordinación militar y de inteligencia más profunda podría requerir nuevas instituciones, tal vez una Legión Europea Voluntaria, conectada a la Unión Europea, o una alianza báltica que incluya a Suecia y Finlandia, además de un pensamiento diferente sobre dónde y cómo invertimos en la defensa europea y del Pacífico.

Si no tenemos ningún medio para entregar nuestros mensajes al mundo autocrático, entonces nadie los escuchará. Así como creamos el Departamento de Seguridad Nacional a partir de agencias dispares después del 11 de septiembre, ahora necesitamos reunir las partes dispares del gobierno de EE. UU. que piensan en la comunicación, no para hacer propaganda, sino para llegar a más personas en todo el mundo con mejor información y con el fin de evitar que las autocracias distorsionen ese conocimiento. ¿Por qué no hemos construido una estación de televisión en ruso para competir con la propaganda de Putin? ¿Por qué no podemos producir más programación en mandarín o uigur? Nuestras emisoras en idiomas extranjeros—Radio Free Europe/Radio Liberty, Radio Free Asia, Radio Martí en Cuba—necesitan no solo dinero para la programación, sino también una gran inversión en investigación. Sabemos muy poco sobre las audiencias rusas: lo que leen, lo que podrían estar ansiosos en aprender.

La financiación de la educación y la cultura también necesita un replanteamiento. ¿No debería haber una universidad de lengua rusa, en Vilnius o Varsovia, para albergar a todos los intelectuales y pensadores que acaban de huir de Moscú? ¿No necesitamos gastar más en educación en árabe, hindi, persa? Mucho de lo que pasa por diplomacia cultural funciona en piloto automático. Los programas deben reformularse para una era diferente, una en la que, aunque el mundo es más cognoscible que nunca, las dictaduras buscan ocultar ese conocimiento a sus ciudadanos.

El comercio con autócratas promueve la autocracia, no la democracia. El Congreso ha logrado algunos avances en los últimos meses en la lucha contra la cleptocracia global, y la administración Biden hizo bien en poner la lucha contra la corrupción en el centro de su estrategia política. Pero podemos ir mucho más allá, porque no hay motivo para que ninguna empresa, propiedad o fideicomiso se mantenga en el anonimato. Todos los estados de EE. UU., y todos los países democráticos, deben hacer que toda propiedad sea transparente de inmediato. Los paraísos fiscales deberían ser ilegales. Las únicas personas que necesitan mantener sus casas, negocios e ingresos en secreto son los estafadores y los evasores de impuestos.

Necesitamos un cambio drástico y profundo en nuestro consumo de energía, y no solo por el cambio climático. Los miles de millones de dólares que hemos enviado a Rusia, Irán, Venezuela y Arabia Saudita han promovido algunos de los peores y más corruptos dictadores del mundo. La transición del petróleo y el gas a otras fuentes de energía debe ocurrir con mucha más rapidez y decisión. Cada dólar gastado en petróleo ruso ayuda a financiar la artillería que dispara contra civiles ucranianos.

Tomemos la democracia en serio. Enseñémosla, discutamos sobre ella, mejorémosla, defendámosla. Tal vez no exista un orden mundial liberal natural, pero existen sociedades liberales, países abiertos y libres que ofrecen una mejor oportunidad para que las personas vivan una vida útil que las dictaduras cerradas. Difícilmente son perfectos; el nuestro tiene profundas fallas, profundas divisiones, terribles cicatrices históricas. Pero esa es otra razón más para defenderlos y protegerlos. Pocos de ellos han existido a lo largo de la historia humana; muchos han existido por un tiempo y luego han fallado. Pueden ser destruidos desde fuera, pero también desde dentro, por divisiones y la acción de demagogos.

Quizás, después de esta crisis, podamos aprender algo de los ucranianos. Durante décadas, hemos estado librando una guerra cultural entre los valores liberales por un lado y las formas agresivas de patriotismo por el otro. Los ucranianos nos están mostrando una manera de tener ambos. Tan pronto como comenzaron los ataques, superaron sus muchas divisiones políticas, que no son menos amargas que las nuestras, y tomaron las armas para luchar por su soberanía y su democracia. Demostraron que es posible ser patriota y creyente en una sociedad abierta, que una democracia puede ser más fuerte y feroz que sus oponentes. Precisamente porque no existe un orden mundial liberal, ni normas ni reglas, debemos luchar ferozmente por los valores y las esperanzas del liberalismo si queremos que nuestras sociedades abiertas sigan existiendo.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The Atlantic

THERE IS NO LIBERAL WORLD ORDER

Unless democracies defend themselves, the forces of autocracy will destroy them.

 

In february 1994, in the grand ballroom of the town hall in Hamburg, Germany, the president of Estonia gave a remarkable speech. Standing before an audience in evening dress, Lennart Meri praised the values of the democratic world that Estonia then aspired to join. “The freedom of every individual, the freedom of the economy and trade, as well as the freedom of the mind, of culture and science, are inseparably interconnected,” he told the burghers of Hamburg. “They form the prerequisite of a viable democracy.” His country, having regained its independence from the Soviet Union three years earlier, believed in these values: “The Estonian people never abandoned their faith in this freedom during the decades of totalitarian oppression.”

But Meri had also come to deliver a warning: Freedom in Estonia, and in Europe, could soon be under threat. Russian President Boris Yeltsin and the circles around him were returning to the language of imperialism, speaking of Russia as primus inter pares—the first among equals—in the former Soviet empire. In 1994, Moscow was already seething with the language of resentment, aggression, and imperial nostalgia; the Russian state was developing an illiberal vision of the world, and even then was preparing to enforce it. Meri called on the democratic world to push back: The West should “make it emphatically clear to the Russian leadership that another imperialist expansion will not stand a chance.”

At that, the deputy mayor of St. Petersburg, Vladimir Putin, got up and walked out of the hall.

Meri’s fears were at that time shared in all of the formerly captive nations of Central and Eastern Europe, and they were strong enough to persuade governments in Estonia, Poland, and elsewhere to campaign for admission to NATO. They succeeded because nobody in Washington, London, or Berlin believed that the new members mattered. The Soviet Union was gone, the deputy mayor of St. Petersburg was not an important person, and Estonia would never need to be defended. That was why neither Bill Clinton nor George W. Bush made much attempt to arm or reinforce the new NATO members. Only in 2014 did the Obama administration finally place a small number of American troops in the region, largely in an effort to reassure allies after the first Russian invasion of Ukraine.

Nobody else anywhere in the Western world felt any threat at all. For 30 years, Western oil and gas companies piled into Russia, partnering with Russian oligarchs who had openly stolen the assets they controlled. Western financial institutions did lucrative business in Russia too, setting up systems to allow those same Russian kleptocrats to export their stolen money and keep it parked, anonymously, in Western property and banks. We convinced ourselves that there was no harm in enriching dictators and their cronies. Trade, we imagined, would transform our trading partners. Wealth would bring liberalism. Capitalism would bring democracy—and democracy would bring peace.

After all, it had happened before. Following the cataclysm of 1939–45, Europeans had indeed collectively abandoned wars of imperial, territorial conquest. They stopped dreaming of eliminating one another. Instead, the continent that had been the source of the two worst wars the world had ever known created the European Union, an organization designed to find negotiated solutions to conflicts and promote cooperation, commerce, and trade. Because of Europe’s metamorphosis—and especially because of the extraordinary transformation of Germany from a Nazi dictatorship into the engine of the continent’s integration and prosperity—Europeans and Americans alike believed that they had created a set of rules that would preserve peace not only on their own continents, but eventually in the whole world.

This liberal world order relied on the mantra of “Never again.” Never again would there be genocide. Never again would large nations erase smaller nations from the map. Never again would we be taken in by dictators who used the language of mass murder. At least in Europe, we would know how to react when we heard it.

But while we were happily living under the illusion that “Never again” meant something real, the leaders of Russia, owners of the world’s largest nuclear arsenal, were reconstructing an army and a propaganda machine designed to facilitate mass murder, as well as a mafia state controlled by a tiny number of men and bearing no resemblance to Western capitalism. For a long time—too long—the custodians of the liberal world order refused to understand these changes. They looked away when Russia “pacified” Chechnya by murdering tens of thousands of people. When Russia bombed schools and hospitals in Syria, Western leaders decided that that wasn’t their problem. When Russia invaded Ukraine the first time, they found reasons not to worry. Surely Putin would be satisfied by the annexation of Crimea. When Russia invaded Ukraine the second time, occupying part of the Donbas, they were sure he would be sensible enough to stop.

Even when the Russians, having grown rich on the kleptocracy we facilitated, bought Western politicians, funded far-right extremist movements, and ran disinformation campaigns during American and European democratic elections, the leaders of America and Europe still refused to take them seriously. It was just some posts on Facebook; so what? We didn’t believe that we were at war with Russia. We believed, instead, that we were safe and free, protected by treaties, by border guarantees, and by the norms and rules of the liberal world order.

With the third, more brutal invasion of Ukraine, the vacuity of those beliefs was revealed. The Russian president openly denied the existence of a legitimate Ukrainian state: “Russians and Ukrainians,” he said, “were one people—a single whole.” His army targeted civilians, hospitals, and schools. His policies aimed to create refugees so as to destabilize Western Europe. “Never again” was exposed as an empty slogan while a genocidal plan took shape in front of our eyes, right along the European Union’s eastern border. Other autocracies watched to see what we would do about it, for Russia is not the only nation in the world that covets its neighbors’ territory, that seeks to destroy entire populations, that has no qualms about the use of mass violence. North Korea can attack South Korea at any time, and has nuclear weapons that can hit Japan. China seeks to eliminate the Uyghurs as a distinct ethnic group, and has imperial designs on Taiwan.

We can’t turn the clock back to 1994, to see what would have happened had we heeded Lennart Meri’s warning. But we can face the future with honesty. We can name the challenges and prepare to meet them.

There is no natural liberal world order, and there are no rules without someone to enforce them. Unless democracies defend themselves togetherthe forces of autocracy will destroy them. I am using the word forces, in the plural, deliberately. Many American politicians would understandably prefer to focus on the long-term competition with China. But as long as Russia is ruled by Putin, then Russia is at war with us too. So are Belarus, North Korea, Venezuela, Iran, Nicaragua, Hungary, and potentially many others. We might not want to compete with them, or even care very much about them. But they care about us. They understand that the language of democracy, anti-corruption, and justice is dangerous to their form of autocratic power—and they know that that language originates in the democratic world, our world.

This fight is not theoretical. It requires armies, strategies, weapons, and long-term plans. It requires much closer allied cooperation, not only in Europe but in the Pacific, Africa, and Latin America. NATO can no longer operate as if it might someday be required to defend itself; it needs to start operating as it did during the Cold War, on the assumption that an invasion could happen at any time. Germany’s decision to raise defense spending by 100 billion euros is a good start; so is Denmark’s declaration that it too will boost defense spending. But deeper military and intelligence coordination might require new institutions—perhaps a voluntary European Legion, connected to the European Union, or a Baltic alliance that includes Sweden and Finland—and different thinking about where and how we invest in European and Pacific defense.

If we don’t have any means to deliver our messages to the autocratic world, then no one will hear them. Much as we assembled the Department of Homeland Security out of disparate agencies after 9/11, we now need to pull together the disparate parts of the U.S. government that think about communication, not to do propaganda but to reach more people around the world with better information and to stop autocracies from distorting that knowledge. Why haven’t we built a Russian-language television station to compete with Putin’s propaganda? Why can’t we produce more programming in Mandarin—or Uyghur? Our foreign-language broadcasters—Radio Free Europe/Radio Liberty, Radio Free Asia, Radio Martí in Cuba—need not only money for programming but a major investment in research. We know very little about Russian audiences—what they read, what they might be eager to learn.

Funding for education and culture needs rethinking too. Shouldn’t there be a Russian-language university, in Vilnius or Warsaw, to house all the intellectuals and thinkers who have just left Moscow? Don’t we need to spend more on education in Arabic, Hindi, Persian? So much of what passes for cultural diplomacy runs on autopilot. Programs should be recast for a different era, one in which, though the world is more knowable than ever before, dictatorships seek to hide that knowledge from their citizens.

Trading with autocrats promotes autocracy, not democracy. Congress has made some progress in recent months in the fight against global kleptocracy, and the Biden administration was right to put the fight against corruption at the heart of its political strategy. But we can go much further, because there is no reason for any company, property, or trust ever to be held anonymously. Every U.S. state, and every democratic country, should immediately make all ownership transparent. Tax havens should be illegal. The only people who need to keep their houses, businesses, and income secret are crooks and tax cheats.

We need a dramatic and profound shift in our energy consumption, and not only because of climate change. The billions of dollars we have sent to Russia, Iran, Venezuela, and Saudi Arabia have promoted some of the worst and most corrupt dictators in the world. The transition from oil and gas to other energy sources needs to happen with far greater speed and decisiveness. Every dollar spent on Russian oil helps fund the artillery that fires on Ukrainian civilians.

Take democracy seriously. Teach it, debate it, improve it, defend it. Maybe there is no natural liberal world order, but there are liberal societies, open and free countries that offer a better chance for people to live useful lives than closed dictatorships do. They are hardly perfect; our own has deep flaws, profound divisions, terrible historical scars. But that’s all the more reason to defend and protect them. Few of them have existed across human history; many have existed for a time and then failed. They can be destroyed from the outside, but from the inside, too, by divisions and demagogues.

Perhaps, in the aftermath of this crisis, we can learn something from the Ukrainians. For decades now, we’ve been fighting a culture war between liberal values on the one hand and muscular forms of patriotism on the other. The Ukrainians are showing us a way to have both. As soon as the attacks began, they overcame their many political divisions, which are no less bitter than ours, and they picked up weapons to fight for their sovereignty and their democracy. They demonstrated that it is possible to be a patriot and a believer in an open society, that a democracy can be stronger and fiercer than its opponents. Precisely because there is no liberal world order, no norms and no rules, we must fight ferociously for the values and the hopes of liberalism if we want our open societies to continue to exist.


This article appears in the May 2022 print edition with the headline “There Is No Liberal World Order.”

Anne Applebaumis a staff writer at The Atlantic, a fellow at the SNF Agora Institute at Johns Hopkins University, and the author of Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism.
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