Aquel verano de 2020
O sea que lo del comité de expertos virólogos era mentira. O sea que vivimos bajo las ocurrencias de un estafador de la opinión pública
Hay demasiadas razones para pensar que este verano será de los que no se olvidan. Por los muertos, pero también por los vivos. Con ese ejercicio de prestidigitación a que nos someten un día sí y otro también no sabemos ni siquiera a qué número ascienden las víctimas del virus. Las cifras bailan, los fallecidos no. Cada autonomía elabora su propia lista de afectados, siempre a la baja. Aseguran que es para no asustar a la ciudadanía y la verdad es que provocan una inseguridad capaz de asustar hasta a los más crédulos entre los creyentes. Hemos llegado a un punto en el que nadie se cree nada y la diferencia entre quienes comulgan con ruedas de molino y los hartos de ser engañados ha dejado de tenerse en cuenta.
La única verdad incontrovertible es que estamos acojonados porque tenemos miedo al miedo y no hay persona ni institución que nos otorgue una mínima seguridad de dónde estamos y hacia dónde vamos. Tenemos conciencia de que el presidente se reúne con los suyos, su gabinete íntimo, y prepara la mentira de la jornada. Cada día una diferente pero entreverada con asuntos generales que sirven para salpimentar el plato. Hay que estar muy imbuido de tus propias mentiras para colar como argumento frente a los países que ponen cortapisas a la llegada a España de sus residentes, que ellos tienen más contagiados que nosotros. ¿Por qué nos ponen condiciones si están peor que nosotros? Una idiotez para niños de escuela; si cuentan con más infectados, razones tienen para hacer cuarentenas con los que están en la misma tesitura. El “¡Y tú más!” elevado a categoría de política de estado es la prueba de la infantilización de nuestra vida social.
Nos tratan como a niños y además tontos. Y el presidente se ríe. Hace chistes jaleado por los suyos. Si no viviéramos lo que estamos viviendo se diría que no va con ellos, que lo suyo es durar hasta el final de la legislatura, casi cuatro años, y a fe que van a conseguirlo. No hay nada que se lo impida a menos que una revuelta social en otoño barra con todo. No hay sociedad que pueda aguantar un paro del 50% mientras las instituciones se desmoronan.
Escuchar a Sánchez vanagloriarse de una victoria que él acaudilló resulta patético
Hay quien interpreta los fondos europeos como si fueran el maná en el desierto y, al margen de las hombradas de Sánchez sobre un supuesto Plan Marshall que él ha conseguido frente a la cicatería de los llamados “frugales”, la realidad es otra. Ni estamos al final de una gran guerra ni está la economía globalizada en condiciones de cubrir gastos a fondo perdido. Los empréstitos, sean del tipo que sean, han de pagarse, ya sea en dinero o en especies, y las especies entre estados se traducen en dependencias.
Escuchar a Sánchez vanagloriarse de una victoria que él acaudilló resulta patético, casi tanto como los aplausos de sus ministros y no digamos de la ovación de sus diputados, cual Procuradores en Cortes, reunidos para la ocasión en un pleno que tenía mucho de procaz. Una provocación para sus aliados -los de Podemos ya saben cómo se aplaude a quien les da de comer-, para la oposición y hasta para el común que, como yo mismo, no acabamos de entender el homenaje al hombre que no sabe cómo confinarnos, ponernos las mascarillas y rebozarnos en alcohol. ¡Y encima se ríe y hace chistes con los descerebrados de Vox y se cisca en la oposición!
No hay que negar que una de las razones para que la república no tenga largo recorrido no procede de las barrabasadas del Emérito, al que una democracia frágil concedió poderes que él usó al modo Borbón, como su abuelo y su bisabuelo. Lo que nos aterroriza sería una república con un presidente como Pedro Sánchez. Sería una pandemia histórica de tratamiento imposible. Pedro Sánchez I, el Mentiroso, o el Falaz, o el Soberbio. Hay para escoger.
Adoctrinados los medios de comunicación, poseedor de la bolsa de los fondos, con un gobierno de retales y un partido convertido en rebaño, no hay coronavirus capaz de ponerle en un aprieto. Por si fuera poco, cabe la máxima teresiana o ignaciana de que en tiempo de aflicción conviene no hacer mudanza, lo que aplicado a los ciudadanos es la garantía de que cualquiera puede hacerlo peor. Y sobre el campo de batalla en el que sólo destacan los muertos, esos cadáveres tan abandonados que ni siquiera son registrados por su número de serie, sobre ese panorama del que sólo se burlan los señores diputados del partido que dice gobernar, sobre eso está el miedo, ese fantasma ubicuo que se cuela por todos los resquicios.
El que lo sabe todo, incluso lo que jamás osaría decir porque no tiene ni idea, ha informado a la adormilada población española que conoceremos el número de muertos cuando termine la epidemia y él tenga a bien darlo a conocer. ¿Para qué antes? Quizá porque entonces la gente se haría tantas preguntas que ni los trileros que nos gobiernan serían capaces de abordarlas. El conocimiento se ha convertido en una ciencia al alcance de dos muñidores, Sánchez e Iván Redondo. El resto debemos conformarnos con los restos de borona, ese pan basto tan comido antaño en Asturias y que administra la chica de los recados, Adriana Lastra; asturiana, una vida entregada a servir al señorito de turno, con la fidelidad que concede muchos años de vasallaje. La servidumbre es todo un modo de hacer política, que no es mortal como el coronavirus, pero empaña la sociedad de tal modo que exige cura en cuidados intensivos. El verano de 2020 no ha hecho más que empezar, pero promete ser de los que dejan huella. Aunque sólo sea por eso, inolvidable… como nuestros muertos.