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Aristeguieta: La guerra existencial

“Nadie supo reconocer antes del 24 de febrero de 2022 la capacidad de cohesión y valentía que la amenaza existencial había provocado en la población y el ejército ucraniano; como tampoco nadie quiso aceptar entonces, que esta guerra por agresión es también existencial para Europa y para Occidente. Los desafíos por venir son múltiples y el equilibrio muy precario”.

 “Se nos dio a escoger entre deshonor y guerra. Tendremos el deshonor y también la guerra”
Winston Churchill

Se cumple el primer aniversario de la invasión ilegal a un Estado soberano europeo, como lo es Ucrania, por parte de Rusia, un país con capacidad nuclear que tiene una clara agenda expansionista. Lo que se había anunciado como una operación militar rápida, según el propio Vladímir Putin, para “liberar del genocidio” al pueblo del Donbás y “desnazificar” el país vecino, ha derivado, un año más tarde, en una “guerra global”, según las palabras de la vicepresidente de Estados Unidos, Kamala Harris, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, el evento internacional más relevante en materia de defensa a nivel mundial, en el que los países occidentales unieron sus voces una vez más en favor de la nación agredida.

En efecto, mientras China e Irán apoyan a Rusia, suministrando apoyo económico, armamento y drones, Estados Unidos, los países miembros de la Unión Europea y otras democracias del mundo han impuesto sanciones económicas (cuya efectividad es discutible) a Rusia, y han aportado apoyo financiero, humanitario, y militar en forma de municiones, armamento antimisil y tanques a Ucrania. Por los momentos América Latina ha optado, en general, por una “neutralidad preocupada” que hace votos por una pronta resolución del conflicto, pero mantiene sus estrechos lazos comerciales con Rusia y sus aliados.

 

“Una potencia nuclear ha decidido imponer su forma de ver el mundo al resto de los países y sepultar los códigos de entendimiento internacional que ella misma contribuyó a erigir después de la Segunda Guerra Mundial”

El mundo está en guerra, aunque aún no la quieran bautizar como una guerra mundial. En febrero de 2022 los analistas y dirigentes políticos pensaban que la superioridad militar rusa arrasaría con Ucrania, impondría un gobierno títere y, en el mejor de los casos, obligaría al país invadido a firmar una capitulación en la que cediera una parte de su territorio. Nadie supo reconocer antes del 24 de febrero de 2022 la capacidad de cohesión y valentía que la amenaza existencial había provocado en la población y el ejército ucraniano; como tampoco nadie quiso aceptar entonces, que esta guerra por agresión es también existencial para Europa y para Occidente, aunque la misma se desenvuelva en un espacio definido y sea Ucrania quien ponga los soldados y los muertos. Hoy en día, a un año del primer bombardeo, ya nadie lo duda.

Lo que está en juego no es poca cosa: una potencia nuclear ha decidido imponer su forma de ver el mundo al resto de los países y sepultar los códigos de entendimiento internacional que ella misma contribuyó a erigir después de la Segunda Guerra Mundial. Ha roto un equilibrio de casi 80 años. Permitir que Rusia triunfe en Ucrania, es permitir que siga avanzando hacia otros Estados y amenace los valores democráticos y los Derechos Humanos que definen a un continente entero. Pero atacarla directamente en una coalición dirigida por la OTAN, por ejemplo, es darle la excusa para hacer uso de su arsenal nuclear y ponernos a todos en riesgo. Lo escribo sentada a tres países de distancia del escenario de guerra, lo cual me da una perspectiva bastante aterradora de la fragilidad de la situación.

Si bien Rusia no pudo llevar a cabo una guerra rápida, y ha reformulado su amenaza, ya no contra “los nazis” de Ucrania sino contra el “decadente Occidente”, tampoco Europa, Estados Unidos y el resto de los aliados junto a Ucrania han podido neutralizar a Rusia. Hemos pasado de esa primera esperanza de guerra rápida en la que nadie pudo demostrar su superioridad, a una guerra de desgaste y de posiciones, que puede alargarse en el tiempo, como las que hemos visto en otros continentes, como Siria, envuelta en un conflicto sin salida desde hace doce años.

Esta perspectiva encierra no pocos desafíos. Uno de ellos, por ejemplo, es el tema de defensa. A la lentitud inicial europea en reaccionar, se le suma la falta de preparación para defenderse ante una escalada militar en su patio trasero. A la vuelta de estos 365 días, ha quedado evidenciado que la estrategia utilizada por Rusia, considerada no sin cierta sorna por algunos académicos europeos como “antigua” debido al despliegue de soldados y tanques en esta era de tecnologías, ha puesto en aprietos a Europa que, al no estar equipada para una confrontación terrestre sostenida, apenas si tiene municiones para compartir con Ucrania, y las que le quedan a algunos países, provienen de la industria de armamento de Suiza, cuyo principio de neutralidad prohíbe taxativamente la exportación o reexportación de armas y equipos a países en guerra, incluso a aquellos que han sido invadidos por otro país y por lo tanto actúan en defensa propia.

“Se cumple el primer aniversario de la invasión ilegal a un Estado soberano europeo, como lo es Ucrania, por parte de Rusia, un país con capacidad nuclear que tiene una clara agenda expansionista”

Del lado del armamento pesado, en los programas de opinión de Francia y Alemania se habla de las dificultades para lograr una rápida reposición (se estima que serán necesarios unos seis años) y la necesidad de llegar a acuerdos políticos internos para modificar leyes y redireccionar fondos, lo que también requiere tiempo. Mientras, en la referida Conferencia de Seguridad de Múnich, AlemaniaFrancia y Estados Unidos reiteraron ante los demás asistentes la necesidad de suministrar más arsenal y con mayor prontitud.

Leído como una noticia más, parece reiterativo y hasta parte de la estrategia de comunicación conjunta que ha desarrollado Occidente. Pero si se mira junto al anuncio de que Francia y otros países europeos planifican una ofensiva diplomática -como dijo hace unos días Dominique de Villepin, ex Primer Ministro francés, en un programa de opinión- para tratar de adquirir equipos militares en África y Asia que puedan trasladar a Ucrania, entonces se entiende mejor a quién iba dirigido el mensaje. Una operación diplomática de esta naturaleza es riesgosa, a juzgar por el poco éxito que tuvo un acercamiento similar realizado por la administración Biden a varios gobiernos de América Latina. Difícil de imaginar a un país asiático como Corea, por ejemplo, despojarse de sus equipos militares cuando tiene ante sí la gigante y expansionista China, que espera pacientemente para iniciar un movimiento oportunista propio. En definitiva, es sobre este telón de fondo que debemos proyectar y sopesar las probabilidades disuasivas de Occidente, ante una verdadera amenaza nuclear de corto, mediano, o largo alcance, antes de sucumbir al recurso verbal inflamado que intenta disimular la realidad.

Un segundo reto que se debe sortear, es la tentación de recurrir a un arreglo impuesto desde afuera desfavorable para Ucrania pero que permita una “salida honorable” a Putin.  Esto no es nuevo, y a menudo se ha abordado por académicos y analistas a lo largo de este año para comprender (y solapadamente justificar) el deseo de expansión de Putin. Se trata de utilizar la historia común de Ucrania y Rusia para convalidar la repartición del territorio, la autonomía de las regiones y el establecimiento de un Estado neutral, que no pueda formar parte de la OTAN ni de la UE.

Es cierto que ambos países están ligados desde el siglo IX en la Edad Media, cuando se creó la primera entidad política llamada Rus Kiev, que ocupa, desde el Mar Blanco en el norte hasta el Mar Negro en el sur, lo que a grandes rasgos es hoy el territorio de UcraniaBelarús, y Rusia, y que el producto de la mezcla de etnias que componían el territorio, aunado al intercambio cultural y la adopción de la religión cristiana ortodoxa hace que ucranianos, bielorrusos y rusos compartan raíces étnicas, culturales y religiosas.

Pero también es cierto que en 1991 Ucrania declaró su independencia, al igual que lo hicieron todas las repúblicas que se encontraban bajo la égida de la URSS y el Pacto de Varsovia, constituyéndose en Estados con control sobre su territorio y su población, con potestad para definir su forma de gobierno, y con capacidad jurídica internacional para ser reconocidos por el resto de los Estados del mundo, relacionarse con ellos, y pertenecer a los organismos y alianzas internacionales que deseen. Y en este punto, es importante destacar que el proceso independentista sucede luego del colapso o implosión de la Unión Soviética, sin que medie oposición ni resistencia por parte de Rusia.

“Existe mucha incertidumbre sobre el rumbo en el futuro inmediato y que, por encima de todo, la línea roja de la ofensiva nuclear no se debe cruzar”

Por lo tanto, argumento esgrimido por Putin para justificar que ambos Estados deben ser parte “de una sola gran nación” y que abre las compuertas de una nueva división territorial de Ucrania como solución al conflicto, es, por decir lo menos, sesgado y falaz al no tomar en cuenta ni la historia de Ucrania en su totalidad, ni principios básicos del derecho internacional.

A pesar de ello, existe un precedente con el que se han permitido coquetear políticos, analistas, mediadores y negociadores por igual, cuando, en el 2014, Rusia se anexó Crimea y estimuló el levantamiento de los grupos separatistas del Donbás que terminaron por declarar su autonomía, y a pesar de las flagrantes violaciones a su territorio, Ucrania tuvo que aceptar la imposición de los Protocolos de Minsk para salvar a su población.

Por suerte, Henry Kissinger, una de las voces más autorizadas en materia de política exterior, y de los más importantes exponentes de esta posición, ha cambiado su apreciación a la luz de la evolución del conflicto actual. Entre otras cosas, porque la OTAN ha estado, de facto, aportando apoyo a Ucrania. Esto ha llevado a que la tesis de los orígenes comunes, y todas sus consecuencias haya perdido fuerza por los momentos. Sin embargo, ante la perspectiva de una guerra larga, o de un Putin cada vez más impaciente, los aliados de Ucrania pueden traerla de nuevo a la mesa de negociación, con la esperanza de que, esta vez, sí logren apaciguarlo.

Antes de justificar la invasión de un país por otro, lo conveniente sería evaluar la congruencia o no de Tratados Internacionales que limiten la actuación soberana de un Estado como mecanismo para intentar apaciguar las ansias expansionistas de otro. La historia reciente de Rusia y Ucrania lo demuestra, y por si ello no fuese suficiente, la historia del siglo XX nos lo mostró cuando el Arthur Neville Chamberlain, ex Primer Ministro del Reino Unido, y Édouard Daladier, ex Primer Ministro de Francia, firmaron un acuerdo con Adolf Hitler en el que le permitían anexarse los Sudetes (territorios de Checoslovaquia donde habitaban ciudadanos de habla alemana) para de esta manera apaciguar al dictador. El resultado fue la Segunda Guerra Mundial.

“Antes de justificar la invasión de un país por otro, lo conveniente sería evaluar la congruencia o no de Tratados Internacionales que limiten la actuación soberana de un Estado como mecanismo para intentar apaciguar las ansias expansionistas de otro”

Por último, quizá un desafío menos obvio pero también a ser considerado en el contexto de una guerra larga, es el futuro mismo del sistema multilateral: la ONU. Ya varios analistas han hecho un balance bastante pobre de este entramado normativo que ha servido de base para llevar las relaciones internacionales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el presente, frente a la barbarie del poder sin contención. Según lo establecido en la Carta de las Naciones Unidas, la razón de ser de la ONU, sus propósitos principales son: mantener la paz y la seguridad internacional, fomentar relaciones de amistad entre las naciones, y promover el progreso social, la mejora del nivel de vida y los Derechos Humanos.

Ahora bien, tomando en cuenta que Rusia ha cometido crímenes de guerra, ha violado los Derechos Humanos, y ha violado el derecho internacional; sabiendo que, como miembro del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas puede bloquear cualquier votación en su contra, y que además se ha inmiscuido en asuntos internos de otros miembros de la ONU (al impedir, por ejemplo, la adhesión de Ucrania a la Unión Europea, o al exigir a la OTAN una franja de seguridad al lado de sus fronteras inmediatas para impedir que cualquiera de sus vecinos formen parte de dicha coalición); la función de la Organización queda bastante en entredicho. Su pertinencia y permanencia pueden estar en juego, y varios países miembros, incluyendo naciones emergentes como BrasilIndiaMéxicoIrán o Sudáfrica, pueden ver en esta coyuntura una oportunidad para crear una organización nueva, o exigir profundas reformas y una presencia permanente en el Consejo de Seguridad. En cualquiera de los casos, la vida del actual sistema basado en normas parece llegar a su final.

En suma, estamos ante dos realidades que todavía no hemos terminado de digerir: la primera es que estamos viviendo la tercera guerra mundial, o la primera guerra global, si queremos usar el término esgrimido por Estados Unidos. La segunda, es que al fracasar la guerra rápida, pasamos a una guerra de posiciones y de desgaste donde el juego parece trancado y puede resultar en una guerra larga. Los desafíos por venir son múltiples y el equilibrio muy precario.

Por lo tanto, al leer y escuchar el concierto de mensajes de aliento de los distintos líderes, incluso de Joe Biden con ocasión de su visita a Volodímir Zelenski para manifestar el apoyo irrestricto de los Estados Unidos a Ucrania y que proclaman la derrota de Rusia, es necesaria la cautela y la observación. Porque no sabemos lo que se puede estar definiendo tras bastidores, y porque más allá de no saberse nunca cómo y cuándo termina un conflicto armado, el tono y el volumen de declaraciones parecen denotar, por lo pronto, que existe mucha incertidumbre sobre el rumbo en el futuro inmediato y que, por encima de todo, la línea roja de la ofensiva nuclear no se debe cruzar.

Pase lo que pase hay una única certeza: Así como la Primera Guerra Mundial marcó el fin del período conocido en política internacional como el Equilibrio de Poder, y el final de la Segunda el inicio del mundo Bipolar y la Guerra Fría; la guerra de agresión contra Ucrania marca el inicio de un nuevo orden mundial que, por lo pronto, parece más una partida de Mikado que un espacio racional.


María Alejandra Aristeguieta: Internacionalista, ex Embajadora, Coordinadora de Iniciativa por Venezuela, Presidente y Fundadora de Vision 360 Multitrack Diplomacy.

 

 

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