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Aristizábal: Una palabra es un poema chiquito

Todavía recuerdo las veces que debía buscar una palabra para resolver alguna tarea de la escuela. Creyendo que mi padre era un diccionario por sí mismo, iba a su escritorio para preguntarle el significado de ebullición, lánguido soberano, palabras de las que en aquel entonces no tenía ni idea. Mi padre me escuchaba y apenas terminaba mi inventario lo único que me decía era: “Busca en el diccionario”.

Al principio, lo reconozco, no me gustaba hacerlo, me daba muchísima pereza cargar con ese libro enorme, tener que buscar el abecedario interno de cada palabra. En aquel tiempo tenía afán, quería terminar casi sin esfuerzo las tareas. Pero mi padre siempre estaba ahí para enseñarme con paciencia, para demostrarme que detrás de las palabras estaba la esencia del conocimiento. Muchas veces, después de pasar una y otra vez las mismas páginas en busca de una sola palabra, que misteriosamente desaparecía o no se dejaba encontrar, me daba por vencido creyendo que ese libro de miles de páginas era tan incompleto, tan pobre, que no podía darles respuesta a las dudas básicas de un niño.

Entonces me acercaba nuevamente a donde mi padre. Creía que al decirle que justo las palabras que buscaba no estaban, él procedería a iluminarme con su enorme sabiduría. Pero me equivocaba, lo único que hacía era tomar el diccionario y retarme antes de la búsqueda: “Te apuesto a que yo sí las encuentro”.

Mi padre nunca me dio los significados que yo buscaba, él me enseñó a encontrar las palabras perdidas, me incitó a que me dejara llevar por las enormes curiosidades que hay detrás de nuestra lengua. Me leía en voz alta lo que significaban respeto, carácter, honradez, como si a través de ellas quisiera enseñarme la esencia misma del hombre. Con el tiempo me apasioné por el diccionario. Ya no le preguntaba a mi padre qué significaba tal cosa, sino que en silencio yo buscaba el libro enorme y en silencio tomaba nota. Cada vez tardaba más buscando una sola palabra, costumbre que todavía conservo. Ya no me basta encontrar la que busco, me gusta echarle un vistazo a los alrededores. No me conformo con saber qué es zanguango, por ejemplo, sino que salto arriba y abajo y leo también zangamanga, zapalota y así me voy perdiendo un rato hasta descubrir lo que hay detrás de tantas palabras que nunca he escuchado en mi vida.

Ahora que mi padre ha vuelto a morir, después de 22 años, en esa fecha en la cual es ineludible sentir tristeza por culpa de la hora agónica, me gusta recordarlo con las palabras que él mismo me enseñó a querer. No hay nada más encantador que emocionarse con ellas. Descubrirlas, desnudarlas, aprenderlas de memoria. Una palabra, como me dijo él algún día, es un poema chiquito.

 

 

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