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Armando Durán / Laberintos: 18 días de cuarentena en Venezuela

 

Mientras escribo estas líneas cumplo 18 días de encierro preventivo en mi apartamento. No tengo síntomas de estar contagiado del infame virus, pero durante estos días solo he pisado la calle dos veces. En ambas ocasiones brevemente, para hacer la compra en un pequeño supermercado vecino al que voy cada jueves, día en que reponen la mercancía. Con esto quiero decir que desde el sábado 14 de marzo acato disciplinadamente la parte que me corresponde en esta tremenda lucha mundial contra un enemigo microscópico que ha puesto en jaque al planeta y en peligro de muerte a sus miles de millones de habitantes.

Este confinamiento forzoso es un severo castigo para la mayoría de la población. Sobre todo para los más jóvenes. Para mí no lo es tanto por la edad y porque desde hace años las circunstancias me han obligado a vivir solo y trabajar desde casa. Un auténtico entrenamiento que no tienen los miembros de familias numerosas con niños menores y naturalmente inquietos, sobre todo aquí en Venezuela, donde la crisis que agobia al país desde ni se sabe desde cuándo le añade a esta amenaza terrible del coronavirus un ingrediente perverso. Mucho más para ese 60 por ciento de venezolanos condenados a acomodar sus necesidades básicas a la irregularidad de un empleo informal que ahora, precisamente por culpa del inevitable distanciamiento social, imprescindible para eludir el contagio, hace aún más informal y miserable. Todo ello en medio de una hiperinflación galopante, del colapso de todos los servicios públicos, incluyendo los de salud y educación, sin medicamentos en las farmacias y con creciente escasez de alimentos en los supermercados porque en el país con mayores reservas petroleras del mundo no hay gasolina y, como bien se sabe, sin combustible los camiones que lo transportan todo no pueden transportar nada.

Sufro, eso sí, las consecuencias psicológicas y emocionales de una brusca falta de contacto social. Aún no siento la ansiedad que acosa a muchos, en especial a la población más joven, pero sí resiento el hecho de ver reducida mi relación con los demás a la comunicación virtual, aunque para eso también tengo cierto adiestramiento.

Hasta el año 2014, cuando las diarias y masivas manifestaciones de protesta, convertido el ir y venir en Caracas en una auténtica carrera de obstáculos, iba tres veces por semana a El Nacional, periódico del que era columnista y asesor editorial, y dos veces al gimnasio. Dos o tres veces por semana almorzaba con amigos en algún restaurante y una vez al año viajaba a España, donde viven dos hijos míos. En medio de la crisis política todavía en proceso de transformarse en asfixiante crisis humanitaria, tenía lo que para cualquier profesional de clase media en la etapa final de su vida podríamos llamar una existencia normal. A partir de entonces, gradual pero inexorablemente, como a tantos otros, esa tranquila rutina se fue haciendo muchísimo más insoportable.

El proyecto chavista, desde su primer día de existencia, se ha dedicado a destruir el pasado del país, comenzando por sus instituciones y poderes públicos, y por el aparato productivo nacional, privado y público. Ello, sumado a la mezcla explosiva de la suprema incapacidad del gobierno para gestionar el monstruo creado por el resentimiento social y la corrupción como motores del ejercicio del poder, se encargaron de completar la tarea. De manera muy especial tras la derrota aplastante de los candidatos del oficialismo en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015. A pesar del grosero y ya habitual ventajismo oficial, aquel episodio fue una catástrofe política de tal magnitud para Nicolás Maduro, que arrinconó a su gobierno y le presentó a él, su jefe supuestamente revolucionario, un dilema extenuante: o reconocía su error y rectificaba, o apretaba el torniquete represivo de su gobierno para no ser expulsado del terreno de juego por un país indignado e impaciente.

Por su parte, los ciudadanos, acorralados por los cuatro jinetes del apocalipsis nacional, tomaron las calles del país en abril de 2017. Durante cuatro interminables meses de violentos enfrentamientos entre una población resuelta a cambiar de presidente, gobierno y régimen en el menor plazo posible, pero abrumadoramente indefensa, y fuerzas militares y paramilitares sin ningún escrúpulo para sofocar las protestas a sangre y fuego, el país terminó por colapsar.

Comenzó entonces el penoso éxodo de una población que sin remedio a la vista sencillamente se moría de mengua. Por ahora entre 4 y 5 millones de hombres, mujeres y niños que han huido de Venezuela en busca de otros y más humanos horizontes al otro lado de nuestras fronteras terrestres con Brasil y Colombia. En mi caso, El Nacional, como otros muchos medios de comunicación independientes, se vio obligado por el régimen a cerrar sus puertas. Las escapadas con los amigos a algún restaurante y la mensualidad del gimnasio se hicieron tentaciones y necesidades inalcanzables. Poco a poco, como le ocurrió a buena parte de los venezolanos que decidimos permanecer en Venezuela, el mundo se nos fue haciendo cada día más pequeño. Hasta que cada quien tuvo que acostumbrarse a vivir en los muy reducidos espacios de una cotidianidad hecha a la medida de tener muy poco de nada. Una experiencia que ciertamente nos preparó para el encierro a cal y canto que vivimos que millones de venezolanos desde hace dos semanas y medias.

En este universo de miseria y orfandad sin precedentes, un país del que ya queda poco de su pasado moderno y democrático, ha hecho su siniestra aparición el Covid-19. Basta ver sus efectos devastadores en sociedades tan desarrolladas material y científicamente como Estados Unidos, Italia y España para comprender la naturaleza categóricamente implacable de este virus y nos obliga a pensar en la peste que arrasó a Europa en sus años medievales. Por fortuna, el notorio aislamiento internacional de Venezuela durante estos años de crisis ha ralentizado el progreso del contagio y limitado la velocidad vertiginosa con que el coronavirus se ha extendido en otras naciones, pero ese es sin duda una esperanza muy pasajera. Ya han ocurrido las primeras muertes en Venezuela, todavía muy pocas, pero es de suponer que esta realidad cambiará muy pronto para mal.

Mientras esos días terribles llegan, el régimen venezolano, a sabiendas de sus muy limitada posibilidades para enfrentar la plaga con éxito, ha recurrido a su mejor recurso, la eficacia de sus mecanismos represivos, y mediante el empleo de ellos obligar a la población a encerrarse dentro de las cuatro paredes de sus viviendas y someterse a los deprimentes efectos que acarrea una cuarentena que hoy en día se presume indefinida. O sea, hasta que se produzca el milagro de la multiplicación de los panes y los peces al revés, o hasta que el virus finalmente comience a extenderse sin tregua ni medida.

Ante esta eventualidad, si no se produce el milagro, cabe preguntarse ¿qué pasará realmente entonces en esta Venezuela que ha pasado del desmesurado consumismo del “está barato, dame dos”, al no hay esto ni aquello y cuando lo hay no hay cómo pagarlo? ¿Qué podría hacer uno si el ensañamiento con que el virus se propaga en otras latitudes sigue ese patrón entre nosotros? En ese caso, ¿cuáles serían nuestras alternativas, salir a la calle como sea en busca de remedios y alimentos a riesgo tarde o temprano de contagiarnos, o refugiarnos en una cuarentena sin fin y morir de soledad, desesperación y falta de todo? Una encrucijada ante la cual, después de 21 años de revolución bolivariana, uno llega a la conclusión de que la vida de todos pende en Venezuela de la muy vaporosa ilusión de salvar la vida gracias a un simple golpe de dados, ¡ah, qué grande fuiste Mallarmé!, o resignarse a caer víctima de los estragos de estas dos atroces plagas que nos ha tocado sufrir.

¿Por qué decimos esto? Quizá porque después de 18 días de cuarentena, este es el mal pensamiento que cada tantos minutos de confinamiento nos asalta sin piedad.

 

 

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