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Armando Durán / Laberintos: A 25 años del 4 de febrero de 1992

 

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   El pasado sábado, 4 de febrero, se cumplieron 25 años de la fallida intentona golpista del entonces teniente coronel de paracaidistas Hugo Chávez Frías, quien ese día hizo su turbulenta aparición en el escenario político venezolano.

   En la introducción a mi libro Venezuela en llamas, publicado el año 2004 por Random House-Mondadori, señalaba yo que desde ese instante, la personalidad y las acciones de Chávez nunca dejaron de ser contradictorias y controversiales. Confusas en materia ideológica e inescrutables en cuanto a sus motivos y verdaderas intenciones. Esas complejidades del personaje y del proceso político que puso en marcha aquella medianoche sangrienta continúan siendo, a pesar de su muerte y de lo que ha significado la Presidencia de Nicolás Maduro, su sucesor, un reto sin precedentes en la historia nacional.

   Para entender qué ha pasado en Venezuela durante este crispado cuarto de siglo es preciso recordar que la democracia en Venezuela era una experiencia política muy reciente. Surgió, exactamente, el 23 de enero de 1958, día en que huyó del país el dictador Marcos Pérez Jiménez. A lo largo de las dos décadas siguientes, los mecanismos institucionales de la naciente democracia funcionaron satisfactoriamente, incluso para derrotar, política y militarmente, a sus enemigos de derecha y de izquierda. En esos años también se desarrolló en Venezuela una sólida clase media de profesionales, técnicos y pequeños comerciantes. Hasta la población de menores ingresos podía afrontar su futuro con relativa seguridad. La riqueza del petróleo, al parecer inagotable, financiaba el sueño de casi todos y garantizaba una notable movilidad social. A mediados de los años 70, Venezuela era el espejo en el que millones de latinoamericanos, acosados por la persecución política y los agobios económicos, trataban de mirarse con una mezcla de envidia y admiración.

   No obstante esta realidad, los gobernantes de la Venezuela moderna y democrática no pudieron deslastrarse de la tradición autoritaria de los viejos caudillos del siglo XIX. Sobre todo, porque a pesar de ser civiles, por ser más ricos, se sentían más poderosos. Pero tampoco podían los gobernados renunciar a sus irracionales manifestaciones de fe ciega en la protección paternalista de sus dirigentes. El petróleo daba pie, incluso, a las fantasías más extravagantes. La realidad, mientras tanto, se abría paso secretamente a medida que la renta petrolera dejaba de ser suficiente para satisfacer las demandas insaciables del Estado y de buena parte de la población. Hasta que un día, el viernes 18 de febrero, la brusca devaluación del bolívar puso fin al espejismo de la multiplicación de los panes y puso en evidencia la frágil situación de la economía, las finanzas y el futuro del país. El estallido inevitable de la crisis se produjo 6 años más tarde, el 27 de febrero de 1989, cuando los saqueos, el caos y la violencia se adueñaron de Caracas durante tres días. Venezuela no volvería a ser lo que había sido.

   En esa encrucijada decisiva de la historia venezolana, Chávez intuyó que había llegado su hora. Llevaba años conspirando y ahora lo invadía la certidumbre de que tras ese estallido social sin control ni conducción política se ocultaba la rabia de un sector importante de la sociedad, que ya no encontraba en los dispositivos tradicionales del sistema político venezolano esperanza alguna de salvación. Este sentimiento de furioso rechazo al presente y al pasado era la pieza que necesitaba Chávez para armar el rompecabezas de su ambicioso proyecto político.

   Ese fue el primer reto que le presentó Chávez a los venezolanos. La inmensa dificultad para entender que lo que a todas luces había sido un intento de golpe militar era en realidad una acción revolucionaria de izquierda. Hasta Fidel Castro, desde La Habana, condenó de inmediato la intentona golpista y le ofreció públicamente todo su respaldo al presidente Carlos Andrés Pérez. No sería hasta algún tiempo más tarde que se supo que grupos y personalidades de la izquierda insurrecta de los años 60 y 70 venían conspirando con Chávez desde hacía años. Después, cuando se fueron conociendo las ramificaciones y propósitos del putsch, comenzaron a incorporarse al movimiento comandado por Chávez importantes figuras del socialismo venezolano, como José Vicente Rangel, que luego sería canciller, ministro de la Defensa y vicepresidente del gobierno de Chávez, pero que el 4 de febrero había declarado a la prensa que “todo el pueblo condena el golpe.”

   En 1998, pocos meses antes de iniciar su campaña electoral por la Presidencia de la República, ya no era un secreto la ideología que había alimentado su malogrado golpe militar. “El 4 de febrero”, declaró en una entrevista publicada en el diario El Nacional, “es una fecha de esas que marcan el fin y al mismo tiempo el inicio de algo. Es una herida mortal al Pacto de Punto Fijo. Me refiero a esa farsa que llaman democracia y que es en realidad una dictadura con cara democrática. El Movimiento Quinta República (MVR) ofrece un proyecto. Mi propuesta es la Constitución. Convocar al pueblo a opinar, a echar los cimientos de un país con democracia verdadera.”

   Para quienes no entendieran el sentido exacto de sus palabras, Chávez desarrollaría los elementos esenciales de su plan para refundar la República en un follero titulado Cinco polos para una nueva República, resumen de su oferta política-electoral: convocar una Asamblea Constituyente para sustituir la democracia representativa por una democracia que él calificó de participativa; impulsar el equilibrio social para avanzar hacia una sociedad justa, sin ricos ni pobres; la promoción de una economía “humanista”, autogestionaria y competitiva para lograr ese equilibrio social; la creación de un equilibrio territorial mediante la desconcentración del poder y de las inversiones públicas; y, por supuesto, impulsar el desarrollo de un mundo multipolar para enfrentar la hegemonía unipolar de Estados Unidos y del neoliberalismo globalizador, concepto que en esa época tomo del sociólogo argentino neo nazi Norberto Ceresole, a quien había conocido gracias a la relación de ambos con los coroneles golpistas argentinos Aldo Rico, Raúl de Sagastizábal y Raúl Seinedín.

   El triunfo de Chávez en el convencional ruedo electoral profundizaba, al comenzar el año 1999, las incógnitas que se habían generado con su intentona golpista. ¿Seguía siendo Chávez ahora, como Presidente electo en los comicios del 6 de diciembre, el teniente coronel golpista del 4 de febrero? ¿Su ascenso al poder por la vía de los votos, no a tiros de cañón, lo obligaría a transitar, aunque fuese a regañadientes, por un camino democrático? Más allá de su estridente populismo, ¿cómo aproximarse a Chávez presidente? ¿Como derrotado comandante golpista del 92, o como presidente elegido por el voto mayoritario de los venezolanos? ¿Como demócrata más o menos excéntrico, pero demócrata al fin y al cabo, o como auténtico revolucionario, comprometido con la idea de lanzar a Venezuela, al precio que fuera, por el peligroso despeñadero del odio social rumbo a una transformación radical de las estructuras del Estado y la sociedad? En otras palabras, ¿bastaba el origen democrático de su Gobierno para calificarlo anticipadamente como Gobierno democrático?

   Estas grandes dudas han perturbado desde entonces la repuesta nacional e internacional a su desafío. A la casi certeza de que su discurso y sus acciones eran un gran engaño, se imponía, como obligación en unos casos, como pretexto para no hacer nada en otros, la opción de jugar su juego, sin saber nunca a ciencia cierta cuál sería su próximo movimiento, es decir, si en efecto mañana, pasado mañana, algún día, se atrevería a romper los pocos y tenues hilos que aún lo unían a la institucionalidad democrática. Pero mientras no se produjera ese punto de quiebre, la mayor parte de los dirigentes de la oposición decían no tener otra opción que agotar las fórmulas y los mecanismos de la negociación con la intención de llegar, por improbable que pareciera, a un acuerdo encaminado a darle a la crisis política venezolana una salida pacífica, democrática y constitucional. Y como en ningún momento Chávez cerró del todo las puertas de un eventual diálogo salvador, ni rechazó con un no rotundo la posibilidad de llegar a ese hipotético acuerdo, sino que no las abrió recurriendo a la astuta manipulación de los poderes públicos, la Constitución Nacional y las leyes, la oposición optó por permanecer a este lado de esa línea casi invisible pero muy cómoda para el régimen, de un supuesta buena conducta democrática. No hacerlo, han sostenido buena parte de los dirigentes de oposición para justificarse ante la opinión pública, equivaldría a darle la razón a Chávez y a sus sucesores cuando acusan a sus adversarios políticos de golpistas.

   Dentro de este marco dialéctico elaborado por Chávez y sus asesores cubanos, muchos venezolanos y la comunidad internacional todavía sostienen que han hecho lo único que dadas las circunstancias podían hacer. Armarse de paciencia, creer a medias o hacer que creían que las presiones obligarían al régimen a negociar una salida adecuada y mientras tanto aprovechar las treguas electorales del oficialismo para ocupar unos cuantos espacios burocráticos, nada más.

   Ahora, sin embargo, todo parece ahora estar cambiando con velocidad de vértigo. Al cumplirse 25 años de aquel pronunciamiento militar, el artificio montado por Chávez para no dejar de avanzar por el camino de reproducir en Venezuela la experiencia cubana, ha comenzado a deshacerse en manos de Nicolás Maduro, su sucesor. Ya no cabe hacerse las complejas preguntas que suscitaba la irrupción violenta de Chávez en la política venezolana. La interrogante ahora es mucho más directa. ¿Podrá el régimen volver a sus pasadas artimañas para engatusar a un país que sueña con los pajaritos preñados, o la magnitud de la crisis y las decisiones cada día más abiertamente totalitarias que ha venido tomando el régimen para impedir que su derrota en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 haya marcado el principio del final de la llamada “revolución bolivariana”, obliga a unos y otros a dejarse de disimulos y asumir, con todas sus consecuencias, el hecho de que ya resulta imposible seguir estirando la cuerda. Que Venezuela ya no da para más y que la actual situación política de Venezuela se reduce a una sola y terrible disyuntiva: democracia a como dé lugar o dictadura a secas. Nada más.        

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