Armando Durán / Laberintos: América Latina bajo el signo del coronavirus
El 2019 no fue precisamente un buen año para la región. Todo indica que este será peor. Según el Fondo Monetario Internacional y la CEPAL, la economía latinoamericana, comparada con sus resultados del año pasado, sufrirá muy dramáticamente los efectos devastadores que ocasiona el Covid-19. Y coinciden en señalar que el Producto Interno Bruto caerá más de 5 por ciento, el desempleo crecerá 15 por ciento y el número de pobres pasará, de alrededor de 180 millones, a más de 215 millones.
Para muchos analistas, sin embargo, estas previsiones son demasiado optimistas. Lo cierto es que nadie sabe cuáles serán las cifras que a final del año señalen con exactitud la magnitud del desastre. En primer lugar, porque mientras no se disponga de tratamientos y vacunas que le permitan a los habitantes del planeta navegar sin mayores contratiempos las turbulentas aguas de la plaga, el número de contagios y muertes provocados por el infame virus será cada día mayor. Tanto porque la velocidad con que reproduce el virus es vertiginosa, como porque el único remedio conocido para enfrentarlo, el distanciamiento social, es de cumplimiento prácticamente imposible de acatar a mediano plazo. Entretanto, la situación no mejorará por sí sola, sino todo lo contrario.
En América Latina, los estragos de la pandemia adquieren una magnitud mayor, en primer lugar, porque la región es extremadamente pobre en materia de recursos materiales y científicos para derrotar los feroces ataques de la pandemia y los efectos de la forzosa interrupción de la producción y el consumo de bienes y servicios. La crudeza de esta realidad incide con gran intensidad en toda América Latina, una región superpoblada y con un nivel de subdesarrollo tal, en la que buena parte de su población sobrevive día a día gracias a los más diversos trabajos informales, la mayoría de los cuales, como primera y más directa consecuencia de la cuarentena, han sido destruidos de la noche a la mañana. Esta implacable desmesura de un enemigo que parece poderlo todo, se ha ensañado trágicamente en países como Ecuador, pero nos amenaza a todos. A fin de cuentas, si en Estados Unidos y Europa, con países con un altísimo grado de desarrollo económico y científico, el Covid-19 ha hecho de las suyas, ¿cuáles no serán sus efectos cuando la propagación del virus tome en América Latina un impulso que hasta ahora no tiene?
Sin la menor duda, durante las próximas semanas, la realidad actualizará la aritmética de los economistas del FMI y la CEPAL de muy mala manera. Y resulta perfectamente válido suponer que la crisis económica y social que ya afecta a países como Argentina, México y Brasil, los tres grandes motores del desarrollo latinoamericano, se extenderá muy pronto al resto de la región. Sobre todo porque Brasil se ha convertido en un auténtico foco infeccioso por culpa de la errática actuación del presidente Jair Bolsonaro, que ya ha generado una indignación creciente en sociedad civil de ese país, en sus cuarteles y hasta en el seno de su propio gobierno, que pone en serio peligro la estabilidad democrática del gigante del sur y amenaza a sus vecinos.
En el marco de estas inocultables confrontaciones internas, hace una semana, en teleconferencia sostenida con los líderes del G20, Bolsonaro le echó gasolina al fuego al exhortar a sus interlocutores a suspender el “aislamiento social”, un cuestionamiento que ha obligado al vicepresidente de Brasil, Hamilton Mourao, general retirado del ejército con gran ascendencia en la gente de uniforme, a cuestionar públicamente las palabras de Bolsonaro con una sentencia enigmática, abierta a múltiples interpretraciones: el presidente se “ha expresado mal.”
Este martes esta amenaza se hizo mucho mayor cuando el ministro de Justicia, Sergio Moro, ex juez de la célebre causa del Lava Jato y por ello el político más popular del país, le advirtió al presidente que estaba dispuesto a renunciar. Según ha informado el influyente diario brasileño Folha de Sao Paulo en su edición de hoy jueves, Moro ha ido a más, y ahora exige la salida de Bolsonaro de la Presidencia de Brasil. Este llamado inesperado se suma a las voces de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, desde la izquierda, y a las de numerosos parlamentarios, muchos gobernadores de estado en una república federativa como es Brasil, a casi todos los jueces del país, a la inmensa mayoría de los medios de comunicación, incluyendo en el paquete al grupo y hasta gremios empresariales tan importantes como el de San Pablo, que hablan, cada vez más abiertamente, en la urgencia de someter a Bolsonaro a un juicio político.
En Venezuela, por ahora, ocurre todo lo contrario. A pesar de la desesperante crisis material y humanitaria que padecen sus ciudadanos desde hace años, agravada ahora con la presencia del Covid-19, se tiene la impresión de que Nicolás Maduro y sus lugartenientes, al menos por el momento, han sabido aprovechar el peligro de la pandemia para consolidar su poder autoritario. Las cifras que divulgan a diario el propio Maduro, su vicepresidenta Delcy Rodríguez y su hermano Jorge Rodríguez, ministro de Información, trazan las coordenadas de una realidad ilusoria al “informar”, en un país donde solo se escucha la versión oficial, que hasta el día de hoy se registran menos de 300 casos de contagios confirmados y apenas 10 muertes. Por supuesto, nadie se toma en serio estas cifras, pero como en Venezuela el régimen aplica desde hace mucho un estricto control informativo, tampoco nadie puede realmente desmentir unos anuncios que huelen a pura propaganda.
En otras palabras, ante el desafío que le presenta el microscópico coronavirus al mundo, lo que sí ha hecho el régimen, y lo ha hecho con indiscutible éxito, es emplear sus muy experimentados medios represivos para imponerle a los ciudadanos un aislamiento social más riguroso que en cualquier otro país del continente, pero a un costo político que puede terminar siendo excepcional.
Mientras en Europa y en Estados Unidos los gobiernos, con poquísimas excepciones, están sometidos a fuertes presiones de los más diversos factores de la sociedad por las consecuencias de la cuarentena, este indispensable aislamiento social le ha permitido al régimen venezolano apretar el torniquete y hacer aún más estricto el control social del país. Si bien la vida cotidiana del venezolano se ve cada día más comprometida por la continua y brutal depreciación de la moneda y una hiperinflación galopante, en el cada día más austero y oprimido escenario venezolano han comenzado a estallar las primeras reacciones populares, protestas, motines y saqueos exigiendo comida, agua y gasolina. Estas reacciones han sido muy pocas, todas ellas de escaso impacto, pero a todas luces irán cobrando importancia a medida que se agrave el drama de ese 60 por ciento de la población que ya no puede vivir de lo que haga y gane en el día a día.
Hasta ahora, a la cúpula “bolivariana” le ha bastado el despliegue exagerado de sus cuerpos represivos ordinarios y especiales para “contener” el virus y el malestar popular, pero incluso desde una perspectiva prudente es razonable que en cualquier momento la situación social se le puede ir irremediablemente de las manos a Maduro y compañía. A pesar de que con el paso del tiempo hasta la oposición encabezada Juan Guaidó, debilitada por mil y una razones, ha desapareciendo sin pena ni gloria en las penumbras de una historia muy pasada y sin porvenir alguno.
Mientras escribo estas líneas, jueves 24 de abril al mediodía, América Latina se desliza casi imperceptiblemente hacia un destino que depende de factores tan ajenos a sus poderes reales como la aparición de un tratamiento eficaz para desmantelar el ataque de la plaga o de una vacuna para impedir su propagación. Nadie puede por ahora aventurarse a vaticinar cuál será el desenlace de los conflictos que bullen en el seno de ambas naciones, pero uno si se percibe que lo que ya está pasando en Brasil y comienza a suceder en Venezuela, en ambos casos al margen de los poderes políticos tradicionales, puede terminar en bruscos cambios, políticos en Brasil y sociales en Venezuela. En otras ocasiones parece que al menos en Venezuela se produciría un imparable estallido popular que arrasaría con todo a su paso, pero eso nunca ha ocurrido. Sin embargo, hasta ahora, la tensión de la crisis venezolana no había alcanzado un carácter tan explosivo como el que se respira en cada equina del país. Perfecto caldo de cultivo para que el Covid-19 y otras epidemias sociales igual de mortíferas crezcan y se desarrollen como la mala yerba. ¿Irremediablemente?