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Armando Durán / Laberintos: Autoritarismo y Totalitarismo en América Latina (2 de 3)

Jeane Kirkpatrick (1926–2006) - JNS.org

JEANE KIRPATRICK

 

   En noviembre de 1979, Jeane Kirkpatrick, por aquellos días catedrática en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Georgetown, en Washington, publicó un ensayo, Dictatorship and Double Standard (Dictadura y doble moral), que le daría un vuelco a su vida y a la doctrina de los futuros gobiernos del partido Republicano. Una visión de la realidad política profundamente impactada en América Latina por la radical experiencia de la revolución cubana, muy distinta a la de Kirkpatrick en sus tiempos de estudiante, cuyos primeros pasos en la política de su país los dio según las convicciones ideológicas de un abuelo, cofundador del Partido Socialista en su natal Oklahoma, que la llevaría a militar en la rama juvenil del partido y a participar en diversas actividades en contra de la dictadura franquista. Luego, decepcionada porque los cambios sociales de tan enorme magnitud requieren de siglos y más siglos de lucha, se fue inclinando hacia el ala más liberal del Partido Demócrata, una deriva que la llevó incluso a trabajar en la campaña presidencial de Hubert Humphrey en 1968.  Por último, y en gran medida como reacción a la vacilante y errática gestión presidencial de Jimmy Carter, terminó adoptando las posiciones más radicales del anticomunismo más feroz.

   Esta conversión fue el punto de partida de su controversial “doctrina” sobre el carácter utilitario de la doble moral, gracias a la cual poder afirmar que “los tradicionales gobiernos autoritarios son menos represivos que las autocracias revolucionarias.” A partir de este falso argumento, desarrollado en su emblemático ensayo, Kirkpatrick justificó la conveniencia de colaborar con regímenes dictatoriales con la condición de que siempre tengan y defiendan contra viento y marea los mismos intereses políticos y estratégicos de Estados Unidos. Esta tesis llamó tan poderosamente la atención de Ronald Reagan que, al año siguiente, al iniciar su primera campaña como candidato presidencial, nombró a Kirkpatrick su asesora en materia de política exterior. Al conquistar la Presidencia en las elecciones de aquel año, la designó su representante permanente ante la Organización de las Naciones Unidas, primera mujer en ocupar ese importante cargo, que, en Estados Unidos, además, tiene rango ministerial.

      En este sentido vale recordar que al iniciar Kirkpatrick su carrera diplomática ya estaba en pleno desarrollo la siniestra Operación Cóndor, el plan auspiciado por la CIA y la dictadura de Augusto Pinochet, bajo la coordinación de Manuel Contreras, jefe de la Dirección de Inteligencia Militar creada por Pinochet nada más tomar el poder en septiembre de 1973. Graduado en 1969 del curso de dos años sobre la guerra antisubversiva que se impartía en Fort Benning, en noviembre de 1975, al regresar de una estancia de dos semanas en el cuartel general de la CIA, Contreras se reunió en Santiago de Chile con los directores de inteligencia de las dictaduras militares de Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia, en la que acodaron borrar las fronteras geográficas entre sus naciones con la finalidad de implementar una operación supranacional encargada de ejecutar las labores de inteligencia y represión, incluso el empleo sistemático de la tortura y los asesinatos del adversario político, para derrotar a un enemigo común, los movimientos subversivos de izquierda patrocinados por la Unión Soviética y la revolución cubana para extender la guerra fría y el comunismo a toda la región latinoamericana. En otras palabras, un plan de terrorismo de Estado orientado exclusivamente a la lucha por todos los medios necesarios contra quienes representaran un peligro para lo que en Washington se definía como “seguridad nacional.”

   No existe documentación que relacione directamente a Kirkpatrick con la Operación Cóndor, pero no es accidental la similitud de su pensamiento y los fundamentos y objetivos de aquella siniestra operación. En todo caso, la embajadora Kirkpatrick en ningún momento se anduvo con rodeos ni disimulos académicos. Ni siquiera a la hora de denunciar la decisión que tomó Carter,  antecesor de Reagan en la Casa Blanca, de romper las relaciones diplomáticas de Washington con la dictadura militar argentina, un gobierno aliado a muerte de Estados Unidos, esgrimiendo el tema, desde su punto de vista absolutamente baladí, de los derechos humanos. Por esta razón Reagan reanudó de inmediato las relaciones de la Casa Blanca con Buenos Aires, aunque muy pronto, el 2 de abril de 1982, el dictador argentino, general Leopoldo Galtieri, colocaría a Reagan entre la espada y la pared, es decir, entre Kirkpatrick y Margaret Thatcher, al desatar una guerra de 74 días contra Gran Bretaña, al invadir Malvinas, colonia británica desde hacía un siglo, y reivindicar el derecho argentino a la soberanía de las islas con la intención de excitar el apasionado sentimiento patriótico argentino para neutralizar el creciente malestar popular por la dictadura militar. Kirkpatrick le dio de inmediato todo su respaldo a la dictadura argentina, pero esta posición provocó a su vez una indignada réplica del gobierno británico y de su embajador ante las Naciones Unidas. Al cabo de mucho esfuerzo y del respaldo de George Shultz, su secretario de Estado, Reagan logró que esa incipiente crisis no llegara a más, al convencer a Kirkpatrick de limitarse a proclamar la neutralidad de Washington ante el conflicto armado entre Gran Bretaña, que contaba con total respaldo de la OTAN, y los militares argentinos, que no solo perdieron la guerra sino también el poder.

     Año y medio antes, el 2 de diciembre de 1980, la guerra que oscurecía el proceso político latinoamericano ya había puesto a prueba la posición de la embajadora Kirkpatrick. Ese día, cuatro monjas estadounidenses fueron secuestradas en El Salvador. Dos días después encontraron los cadáveres, con evidentes muestras de que las cuatro habían sido torturadas y violadas antes de ser asesinadas. Los autores del crimen, cinco soldados rasos de la Guardia Nacional, fueron juzgados y condenados, pero en la investigación no se involucró a ningún mando militar. La monstruosidad del crimen sacudió la conciencia de Estados Unidos, y Kirkpatrick, que se había apresurado a justificar el suceso al señalar que las víctimas, más que monjas, eran activistas políticas que colaboraban con el comunista Frente Farabundo Martí de Liberación, no tuvo más remedio que reconocer la atrocidad del crimen, pero sostuvo que de ningún modo se lo podía atribuir a las fuerzas armadas salvadoreñas.

   Poco después, en 1983, el Congreso de Estados Unidos redujo considerablemente la partida presupuestaria de la CIA destinada a financiar el ejército irregular que luchaba en Nicaragua “contra” el naciente régimen sandinista. Al tristemente célebre teniente coronel Oliver Stone se le ocurrió entonces una compleja operación financiera y militar que involucraba a funcionarios de los gobiernos de Estados Unidos e Israel en la venta clandestina de armas a Irán, entonces en guerra con Irak, para generar comisiones ilegales que permitieran reponer los fondos cancelados necesarios para seguir financiando la insurrección contra el gobierno sandinista. El escándalo, conocido como el Irangate, fue mayúsculo, pero en todo momento contó con el respaldo de la siempre muy activa embajadora Kirkpatrick.

      Como decíamos arriba, no existe documentación que relacione directamente a la embajadora Kirkpatrick con la Operación Cóndor, pero su “doctrina”, según la cual la única diferencia a tener en cuenta al comparar y enjuiciar a las dictaduras tradicionales, léase, dictaduras de derecha, y a las que ella llama autocracias revolucionarias, o sea, dictaduras de izquierda, es la ideología. Según esta visión del mundo, poco importan el origen, los resultados y las consecuencias de una gestión o de la otra, lo decisivo para determinar la verdadera naturaleza de un régimen determinado es saber si lo que hacen se identifica con los intereses políticos y estratégicos de Estados Unidos o con los de la Unión Soviética y la revolución cubana. Vaya, que a los unos se les permite todo, a los otros nada.

   El problema surgió, y conserva su vigencia, después del derrumbe del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética. Es decir, que una vez muertas y enterradas la guerra fría y las ideologías, ¿qué sentido tiene diferenciar entre regímenes autoritarios o totalitarios? De eso nos ocuparemos en la tercera y última parte de estas reflexiones.

 

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