Armando Durán / Laberintos: Cuba ¿Cambio, continuidad, o todo lo contrario?
En su edición del pasado miércoles, el diario Granma, al referirse al inminente reemplazo de Raúl Castro en la Presidencia, advertía, para que nadie se hiciera ingenuas ilusiones, que la Asamblea Nacional del Poder Popular que se instalaba esa mañana lo hacía para instrumentar un cambio que “simboliza la continuidad del proceso emancipador que nos ha traído aquí.” Tenía razón el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba. Los 605 diputados recién “electos” de una lista de 605 candidatos seleccionados por el Buró Político del Comité Central, sencillamente se reunían para confirmar esa continuidad, eso sí, mediante la formalidad de un voto que no elige, que el único candidato designado por el propio Raúl Castro para sustituirlo, Miguel Díaz-Canel, típico funcionario del aparato del partido, sería a partir del día siguiente el nuevo presidente del Consejo de Estado. Es decir, el nuevo presidente de Cuba.
Era inevitable que ocurriera así. En el marco de la verticalidad totalitaria de los regímenes comunistas no cabe la menor posibilidad de cambios. La “unidad” de la población, falso argumento de una supuesta democracia directa, perfecta para impedir expresiones de disidencia, se justificaba en ese acto como lo que en realidad es, el implacable freno a cualquier tentación “individualista” de la población, típica de la despreciable democracia representativa. Esa es la cruda realidad que reconoció Díaz-Canel en su discurso del jueves al conocerse oficialmente que había sido elegido con el 99.83 por ciento de esos falsos votos. Un discurso, por otra parte, como debía ser, gris y aburrido, en el que se limitó a ofrecer la continuidad de un proceso que, como él insistió en destacar, seguirá siendo “encabezado” por Raúl Castro, quien al menos durante los próximos tres años, continuará siendo primer secretario del Partido Comunista de Cuba.
Por esta misma razón, en el larguísimo discurso con que Raúl clausuró el evento, tras resumir los méritos de su sucesor y de las principales autoridades de la Asamblea y del Consejo de Estado, se esmeró por señalar el camino que debe recorrer el nuevo gobierno, y destacó, como tarea legislativa primordial, la redacción de una nueva constitución cubana. De ahí que en aras de esa forzada y necesaria unidad del pueblo y de la continuidad del proceso, consignas que estos días repetía sin cesar la propaganda oficial, y tal como señaló el propio Díaz-Canel al asumir la Presidencia del Consejo de Estado, Raúl se apresuró a añadir que “no pretendemos modificar el carácter irrevocable del socialismo en nuestro sistema político y social, ni el papel dirigente del Partido Comunista de Cuba como vanguardia organizada y fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado, como establece el artículo 5 de la actual Constitución. En la próxima, defenderemos que se mantenga así.”
No es casual, pues, que Yoani Sánchez, cronista excepcional de la diaria realidad cubana, señalara en un tuit publicado este viernes que “La Habana despierta después del Día D. Nada parece haber cambiado: la gente sale al trabajo para ganar una miseria a fin de mes y la mayoría de mis vecinos asegura no haber visto la televisión en varios días. El nuevo presidente produce más apatía que entusiasmo.” Tanta apatía, que la percepción, tanto fuera como dentro de Cuba, es que su designación como nuevo presidente cubano no implica cambio alguno en el proceso político cubano, entre otras causas, porque el verdadero poder, como advertía Raúl y reconocía disciplinadamente Díaz-Canel, está en otro sitio. En ese artículo 5 de la Constitución actual y también de la que vendrá. Es decir, en el Partido. Esta es la razón por la cual, hasta este miércoles, una sola persona, Fidel primero y después Raúl, era presidente de la República y primer secretario del Partido. Una unidad de mando que, como en los demás gobiernos comunistas, constituye el ingrediente esencial del sistema político cubano. De ahí, a pesar de la apatía que transmite la personalidad del nuevo presidente, la gran incógnita que abre la designación de Díaz-Canel como sucesor de Raúl en la jefatura del Estado, aunque no en la del Partido. De ahí también que uno se pregunte si al romperse ahora esa identidad esencial también se rompe la necesaria unidad de mando en la cumbre del poder. Es decir, ¿seguirá Cuba avanzando por el mismo camino emprendido hace casi 60 años, o esta separación de poderes, aunque unos y otros insistan en destacar el valor de la unidad, introducirá elementos perturbadores en la continuidad política?
La historia nos demuestra que los sucesores a dedo suelen dar al principio la impresión de ser humildes y ciegos seguidores del rumbo fijado por sus mentores. Pero solo al principio. Un ejemplo que resulta fácil recordar es el de Francisco Franco, quien hasta el final de sus días se jactaba de dejar su mandato atado y bien atado. Precisamente con esa finalidad se llevó a Madrid al niño Juan Carlos de Borbón, para vigilar de muy cerca su formación y garantizar el tono de su sucesión, y con esa misma finalidad nombró ministro jefe del partido de gobierno a Adolfo Suárez, un falangista joven, que nada tuvo que ver con la guerra ni con los tiempos más duros de la dictadura, pero que contaba con toda su confianza. A la muerte del dictador, sin embargo, pasó todo lo contrario. Los dos jóvenes seleccionados por Franco, para sorpresa universal, acometieron de común acuerdo la inmensa tarea de motorizar la rápida transición de España hacia la democracia.
No creo que este sea el caso de Cuba. Mientras viva Raúl, desde la jefatura del Partido o más tarde desde su casa, y sea cual sea la visión real que tenga oculta Díaz-Canel en el fondo de su conciencia, en Cuba no se producirá ningún cambio al margen de la voluntad de Raúl. Y quizá en este detalle radique la esencia del cambio que sin la menor duda ocurra en Cuba: la aplicación, sin prisas pero a fondo, del doble sistema chino, cuya repetición exitosa en Vietnam deslumbra a propios y extraños, comenzando por la más alta jerarquía política cubana.
Vale la pena tener presente que los principales logros de Raúl en los 10 años de su presidencia apuntan en esa dirección. Por una parte, su impulso a una política de apertura económica, la autorización a emprender negocios modestos por cuenta propia, a todas luces excesivamente tímida, pero apertura al fin y al cabo; por la otra, su imprevista política orientada a normalizar las relaciones de la isla con el gobierno de Estados Unidos, sellada con su sorpresiva conversación telefónica con Barak Obama en diciembre de 2014, el cordial estrechón de mano de ambos presidentes en la VII Cumbre de las Américas en abril de 2015 y la visita de Obama y su familia a La Habana, adornada con desfile Chanel en el Prado habanero y concierto de los Rolling Stones. Con Donald Trump en la Casa Blanca el tono de las relaciones entre Washington y La Habana vuelve a ser hostil, pero lo que más le interesaba a Raúl, la eliminación de las barreras estadounidenses que en alguna medida todavía le cerraban el paso al entendimiento político y económico de Cuba con el resto del mundo, ya es un hecho irreversible.
Estos dos objetivos de su gestión presidencial ilustran lo que parece ser la preocupación principal del menor de los hermanos Castro: hacer del socialismo cubano un sistema tan eficiente como el chino, tal vez según el modelo vietnamita, nación con la que Cuba se siente muy identificada desde su guerra con Estados Unidos. Objetivo que además deja entrever en su discurso del jueves en el acto de entregarle el bastón de mando a su sucesor y puntualizar la importancia de redactar una nueva constitución, cuando destacó que en el nuevo texto constitucional se mantendría el carácter irrevocable “del socialismo en nuestro sistema político y social”, fórmula usual en estos mensajes, en la que falta un elemento clave, pues la retórica habitual incluye por derecho propio el aspecto económico de la ecuación. Vaya, que el sistema político y social de Cuba permanecerá intocable, pero que su sistema económico quedará abierto en ese futuro próximo a cambios más o menos substanciales. Y nadie mejor que un burócrata eficiente, callado y discreto como Díaz-Canel, sin demasiada personalidad y al parecer sin mucha imaginación, para velar y ejecutar desde la Presidencia del Consejo de Estado la implementación de los cambios que sólo puede introducir Raúl Castro desde el poder incuestionable que le confiere su apellido, su papel en la épica revolucionaria y su posición como jefe indiscutible del Partido y de la Revolución.