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Armando Durán / Laberintos: Democracia burguesa o revolución socialista en Cuba y Venezuela

 

 

La toma del poder por Fidel Castro le planteó a los cubanos y al resto de América Latina, inmediatamente después de derrotada la feroz dictadura de Fulgencio Batista el primero de enero de 1959, un dilema político y existencial que ha alterado, hasta el día de hoy, el proceso político de la isla, la región y las relaciones entre las dos Américas. ¿Democracia burguesa y liberal o revolución socialista y antinorteamericana? La misma trampa se la puso Hugo Chávez a los venezolanos cuarenta años después, y este sábado, con la reiterada complicidad de los representantes de sus presuntos opositores, Nicolás Maduro intentará repetir el engaño con la grosera reanudación en Ciudad de México de la misma fraudulenta mesa de negociación y acuerdos instalada por Chávez en Caracas hace dos décadas, pero que desde entonces, en sus múltiples versiones, le ha servido al régimen para escapar de las crisis peores y conservar el poder contra viento y marea.

El proyecto político secreto de Fidel Castro

La inmensa mayoría de los cubanos confiaba que el derrocamiento de la dictadura de Batista iba a propiciar una rápida restauración de la democracia en Cuba mediante dos acciones políticas perfectamente previsibles: devolverle su vigencia a la Constitución de 1940, abolida por el golpe militar del 10 de marzo de 1952, y la convocatoria a elecciones generales libres y transparentes en un plazo no mayor de 12 meses. Recuperar ese pasado de democracia liberal había sido el objetivo central del programa públicamente asumido por Castro y nadie tenía razón alguna para poner en duda a priori la sinceridad de su oferta. Sin embargo, el pensamiento político y los planes secretos de Castro apuntaban en una dirección muy distinta a la de una simple restauración de la democracia en Cuba.

Lo cierto es que la proeza de derrocar a la feroz dictadura de Batista, si bien había sido un paso de inmensa significación, para Castro solo fue el trampolín necesario para hacer realidad su proyecto de cambio revolucionario, un cambio que iba muchísimo más allá de la cosmética reivindicación formal de la democracia, tal como se concebía entonces en todo el continente, cuya meta, oculta para todos menos para un pequeño grupo de hombres de su mayor confianza, era la construcción, sobre los escombros de la dictadura batistiana, de una Cuba nueva, rigurosamente revolucionaria, socialista y antiimperialista.

Este ambicioso sueño probablemente lo había fraguado Castro en sus años de estudiante en la Universidad de La Habana, durante la segunda mitad de los años cuarenta, con la lectura de obras como El Estado y la Revolución, de Lenin, y discusiones políticas con otros estudiantes, todos militantes comunistas, como Lionel Soto y Alfredo Guevara. Por esa época, en la librería semi clandestina del Partido Socialista Popular (así es como se llamaba desde su fundación el partido comunista cubano), situada en la calle Zanja de La Habana, conoció a Flavio Gróbart, comunista polaco enviado a Cuba en los años veinte para impulsar la organización del partido en la isla. En ese lugar y entonces se inició una estrecha relación entre ambos personajes, que se prolongaría hasta la muerte de Gróbart, muchas décadas después, y que sin duda resultó para el joven Castro una privilegiada introducción al sugestivo mundo de las grandes conspiraciones internacionales, imprescindible para entender en todos sus matices la evolución del pensamiento político el desarrollo político del futuro del líder cubano.[1]

Por aquella época, Castro también tuvo dos experiencias personales decisivas. La primera, en 1947, como soldado insurrecto en la frustrada invasión a la República Dominicana desde el cayo cubano de Confites, en la que participaron decenas de latinoamericanos, principalmente cubanos y dominicanos, con la intención de derrocar por las armas al dictador Rafael Leónidas Trujillo. Auspiciada y financiada por el gobierno cubano, después de semanas de duro entrenamiento en el desolado paraje del islote, situado a pocas millas náuticas de la costa norte de Cuba, y pocas horas antes de zarpar rumbo a Dominicana,  el gobierno de Estados Unidos presionó al presidente cubano Ramón Grau San Martín y la operación fue abruptamente cancelada. La segunda, al año siguiente, fue encontrarse accidentalmente presente en Bogotá cuando estallaron los terribles acontecimientos conocidos como el Bogotazo. Muchos años más tarde, una madrugada habanera de 1991, Castro me reveló que la inútil inmensidad de los incendios que en aquel entonces arrasaron buena parte de la capital colombiana, los sangrientos disturbios callejeros y los combates irregulares que se producían en toda la ciudad, y en los que él llegó a tomar parte, le hicieron entender la futilidad de cualquier explosión de indignación popular, por grande que fuera, “si no contaba con organización y dirección revolucionaria.”

El estudio de la teoría leninista de la revolución y aquellas malogradas acciones de extrema heterodoxia política le sirvieron a Castro, primero, para imponerse la obligación de dotar de sólida organización a la lucha armada contra la dictadura cubana y después, como jefe máximo del nuevo régimen, para dirigir y salir airoso de su inevitable enfrentamiento con el Gobierno de Estados Unidos en plena guerra fría. Desde esta sediciosa perspectiva, sin embargo, su compromiso ideológico y político con el marxismo-leninismo y la Unión Soviética no parece que estaba todavía asentado del todo en su conciencia. En este sentido, vale la pena recordar que Castro, medio siglo después de su larga reunión privada con Richard Nixon en Washington el 19 de abril de 1959, confesó en una de sus Reflexiones, publicada el 8 de julio de 2007 en el diario Granma, que él “no era un militante clandestino del Partido Comunista, como Nixon, con su mirada pícara y escudriñadora llegó a pensar. Si algo puedo asegurar, y lo descubrí en la Universidad, es que fui primero un comunista utópico y después un socialista radical en virtud de mis propios análisis y estudios, dispuesto a luchar con estrategia y tácticas adecuadas.”

Esta secreta visión de socialista radical que tenía Castro de sí mismo y de su papel en el  futuro de Cuba ya la había dejado entrever, aunque todavía de manera muy prudente y disimulada, en las páginas de La historia me absolverá, libro manifiesto escrito a partir de su alegato en el juicio que se le siguió a él y a un grupo de sus seguidores por el asalto al cuartel Moncada, en las que además de justificar su acción recurriendo al derecho natural de los pueblos a la rebelión, trazó las líneas maestras de lo que habría sido un gobierno suyo en caso de haber logrado su propósito de tomar el poder por las armas, pero reducía los alcances de sus intenciones a la simple mención de las injusticias que corroían las entrañas de la sociedad cubana y las leyes revolucionarias que se habrían promulgado para enfrentar “el problema de la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo.” Es decir, que de manera muy evidente eludió la tentación de entrar en detalles que pudieran generar controversias prematuramente innecesarias. Lo que sí dejó en claro desde ese momento fue su implacable condena a toda la vieja clase política cubana.

Según advierte Castro en el libro, la penosa situación institucional de la isla y los graves males morales que aquejaban a la República jamás podrían ser superados por los políticos de siempre, “que sólo saben gastar, en sus campañas electorales, millones de pesos sobornando conciencias.” Por esa razón, “un puñado de cubanos tuvo que venir a afrontar la muerte en el cuartel Moncada con las manos vacías de recursos.” Destacaba así el abismo que ya lo separaba de los políticos del pasado cubano, cuya “insensibilidad social y falta de entereza ética” lo había obligado a asumir la inmensa responsabilidad de atacar la segunda guarnición militar en importancia del país, un regimiento de infantería entrenado y equipado para la guerra, con sólo 161 jóvenes sin suficiente entrenamiento militar y pobremente equipados con rifles calibre 22 y escopetas de caza.

Esta denuncia sobre la falta de apoyo político y material a sus acciones insurreccionales terminó siendo un lugar común de sus muy difíciles relaciones con la dirigencia de los partidos y las agrupaciones cívicas de oposición hasta que la importancia política y militar de su movimiento insurreccional obligó a todas las organizaciones de oposición a la dictadura a firmar en Venezuela un acuerdo llamado Pacto de Caracas, en el verano de 1958. En esa determinante alianza unitaria, los abajo firmantes manifestaban haber dejado atrás sus posiciones políticas y estratégicas particulares, reconocían el mando unipersonal de Castro y ofrecían su respaldo a la lucha armada como única opción válida para enfrentar la dictadura. Fue la victoria política que necesitaba Castro para garantizar, primero, el éxito militar de su movimiento guerrillero y, más adelante, una vez derrocada la dictadura, la posibilidad de poner en marcha el engranaje de su extremadamente ambicioso proyecto político.

 La alianza con los comunistas

El periodista norteamericano Tad Szulc, en su biografía del líder cubano, registra una importante conversación que sostuvo a finales de 1965 con Gróbart sobre los encuentros secretos que Castro, su hermano Raúl, Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Ramiro Valdés sostuvieron con un sector de la cúpula del Partido Socialista Popular (PSP) desde principios de 1959, cuyo propósito era encontrar la manera de conformar un gobierno revolucionario paralelo al oficial.[2]  En esa entrevista Gróbart le señaló a Szulc, que los líderes de la revolución no buscaban en aquel momento concertar con los comunistas un simple reparto de cuotas de poder, sino definir cómo un partido unificado de las diversas agrupaciones políticas cubanas podría ser organizado, al margen de sus hondas diferencias ideológicas, como fuerza marxista-leninista, y cómo, mientras ese día llegaba, algunos cuadros revolucionarios, “progresistas” o abiertamente comunistas, podrían ser usados en la administración del país para ir preparando el tránsito clandestino de la Cuba liberal a la Cuba socialista. Según añadió Szulc, esas conversaciones conducirían a la creación de Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) y más tarde del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS), cimientos del futuro nuevo Partido Comunista de Cuba (PCC), y le permitirían a Castro, obsesionado con la idea de la unidad como mecanismo estratégico necesario para consolidar su jefatura al frente de aquella gran fuerza revolucionaria en formación, exigirle al PSP renunciar a su autonomía y reconocer su autoridad política personal, aunque él ni siquiera era militante del partido, un hecho sin precedentes en la historia universal del comunismo.

Esa fue el más trascendente engaño político de Castro. Mientras el rostro oficial de la revolución parecía responder a la visión política habitual en América Latina, en las tinieblas de una nueva clandestinidad se tejían los verdaderos hilos de la trama revolucionaria y se ponía a punto la maquinaria que se encargaría de hacer realidad la construcción de una revolución socialista dentro de lo que parecía ser una revolución burguesa.

Naturalmente, Castro estaba consciente de las dificultades que engendraba su proyecto, porque era inevitable que el carácter eminentemente no comunista de las organizaciones políticas, cívicas y guerrilleras cubanas, incluyendo en el lote a su Movimiento 26 de Julio, tarde o temprano provocaría un grave cisma ideológico en las filas de la revolución. La difícil integración en una sola mesa de militantes comunistas y no comunistas, en algunos casos incluso con representantes de tendencias ferozmente anticomunistas, era, no obstante, un desafío que debía afrontarse cuanto antes, ya que la conflagración con Estados Unidos podría estallar en cualquier momento. Ante esta realidad, desde todo punto de vista ineludible, la certidumbre más o menos juvenil y aventurera de la lucha armada como mecanismo suficiente para derrocar la dictadura y tomar el poder por la fuerza, ya resultaba insuficiente.

Para llegar adonde él estaba resuelto a llegar se requería emprender una acción política y probablemente militar mucho más fuera de lo común de la que había hecho posible su victoria guerrillera. Lanzar la República por el despeñadero de una revolución socialista y enfrentar las reacciones del gobierno de Estados Unidos, que jamás aceptaría la consumación de un fenómeno social tan opuesto a sus principios ideológicos, a sus intereses estratégicos y a sus expectativas políticas y comerciales en el mundo azarosamente inestable de la Guerra Fría, y a sólo 90 millas de su territorio, exigía tomar iniciativas y entablar alianzas internacionales desde todo punto de vista inauditas, antes de que fuera demasiado tarde. Tarea que emprendería de inmediato.

La próxima semana examinaremos la reproducción en Venezuela de este gran fraude fidelista por parte de Hugo Chávez, tal como lo adelantarían Castro y el propio Chávez al insinuar ambos, durante los actos de la primera toma de posesión de Chávez como presidente de Venezuela, en febrero de 1989, que la revolución venezolana perseguía los mismos objetivos que la cubana, aunque por “otros medios.”

[1] El 3 de septiembre de 1980, Gróbart cumplió 75 años, oportunidad que aprovechó Castro para imponerle la orden José Martí, la más alta que concede el Gobierno cubano. En el acto, Carlos Rafael Rodríguez, viejo dirigente comunista y ya vicepresidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros, saludó a su camarada de toda la vida con las siguientes palabras: “En nombre de los miles de compañeros a quienes en sus inicios tú contribuiste a formar, te doy las gracias.” Alusión directa a la influencia que tuvo el polaco en Fidel Castro. Véase la biografía oficial de Gróbart, Un forjador, La Habana, 1985.

 

[2] Tad Szulc, Fidel, a Critical Portrait, New York, 1968, página 472 y siguientes.

 

 

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