Armando Durán / Laberintos: El chavismo contrataca en América Latina
Hace pocos días, un buen amigo me hacía un comentario muy sugestivo: ¿Te fijas que mientras en Venezuela la oposición insiste en decir que Nicolás Maduro y el régimen chavista están a punto de caramelo, desde Ecuador, el presidente Lenin Moreno le atribuye a Maduro poder suficiente para promover desde Caracas la arremetida indígena de estos días contra su gobierno? ¿Otra paradoja de la indescifrable naturaleza de la crisis política venezolana y latinoamericana? A fin de cuentas, ¿será posible que aquella contradicción que en los años cincuenta planteaba Germán Arciniegas al sostener que América Latina parecía estar condenada a debatirse eternamente entre la libertad de breves democracias nacientes o deseadas y el miedo que generaban atroces dictaduras militares, ha pasado a ser en años recientes una despiadada confrontación entre populismos desmesurados y medidas macroeconómicas destinadas a corregir esas insensateces con excesos igual de devastadores?
Estas preguntas surgen, por supuesto, a raíz de los recientes y muy graves disturbios que han estallado en Quito como respuesta popular a las exigencias hechas por el Fondo Monetario Internacional al gobierno del presidente Lenin Moreno, quien se ha visto obligado a adoptarlas para no morir a manos de los heredados disparates populistas de Rafael Correa, su antecesor. Una reacción callejera que a su vez lo ha forzado a tomar dos decisiones desesperadas: trasladar el gobierno a Guayaquil y militarizar el país con toque de queda incluido. Hasta que la situación alcanzó tal grado de riesgo y emergencia, que este domingo Moreno comprendió que no le quedaba más remedio que aceptar las demandas indígenas y aceptar, suspender o modificar el recetario causante de las turbulencias que ponían en evidente peligro la estabilidad de su gobierno, pero al elevadísimo precio de reconocer la debilidad extrema de la actual democracia ecuatoriana.
Esta encrucijada lo lleva a uno a preguntarse si esta es una crisis aislada y pasajera, provocada por inevitables pero muy duras rectificaciones macroeconómicas, o forma parte de una amenaza mucho más amplia y duradera cuyo objetivo es volver a cercar las democracias liberales que han germinado en América Latina después de la crisis económica de 2008, la muerte de Hugo Chávez, la crisis económica-humanitaria de Venezuela y la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
Como quiera que sea, esta nueva realidad política regional anuncia que los cambios de estos últimos años quizá no han llegado para quedarse. En Argentina, por ejemplo, todas las encuestas señalan que el presidente Mauricio Macri será derrotado en las elecciones del domingo 27 de octubre por el peronismo, o más bien por la camuflada candidatura presidencial de Cristina Kirchner. ¿Recuerdan la maniobra que hizo posible la prácticamente imposible tercera Presidencia de Juan Domingo Perón gracias a la elección y renuncia inmediata de Héctor José Cámpora en 1973? ¿Es eso lo que se disimula tras la candidatura del peronista de Alberto Fernández? En todo caso, el empresario Macri ha fracasado en su intento por reproducir en la Argentina populista implantada por los Kirchner la exitosa experiencia política del empresario chileno Sebastián Piñera. En la práctica, una indiscutible y clara victoria de un chavismo que se creía agonizante en América Latina, que le añade un ingrediente explosivo a una eventual resurrección del socialismo del siglo XXI, a punto de resurgir estos días en Ecuador, entre llamas figuradas y reales.
Este fenómeno también parece que ocurrirá en Bolivia este domingo 20 de octubre, cuando Evo Morales sea sin duda el candidato más votado en las elecciones generales de ese día. Una victoria, por cierto, que no podrá contabilizar ese 50 por ciento de los votos necesarios para no ir a una segunda vuelta contra el segundo candidato más votado. El problema es que además de estas dos candidaturas, otros 7 ciudadanos también aspiran a la Presidencia de la República, una circunstancia que impide anticipar el resultado del balotaje, previsto para el 15 de diciembre.
En este punto vale la pena recordar, en primer lugar, que en el referéndum de 2016 los electores bolivianos aprobaron modificar la Constitución para prohibir la reelección indefinida que deseaba Morales, pero el Tribunal Electoral de Bolivia lo autorizó ilegalmente a participar en la elección del domingo. En segundo lugar, que al incierto desenlace de la elección presidencial, este próximo domingo se añade la también incierta elección de los 166 miembros del Congreso Nacional. Y así, debido a la tremenda fragmentación del voto, sea quien sea el próximo presidente del país no podrá controlar hegemónicamente el Parlamento, una escenario ajeno por completo al proyecto y los intereses de Morales, quedando así sobre la mesa la opción de pasar el hecho por alto, como se hizo a la hora de autorizar la candidatura de Morales en estas elecciones, a pesar de la modificación constitucional aprobada por la mayoría de los electores hace tres años.
Por su parte, los uruguayos también elegirán nuevo presidente el domingo 27 de octubre. Una votación imposible de vaticinar. Entre otras razones, porque en las elecciones de hace 5 años ninguna encuesta acertó siquiera a sugerir su resultado. Por culpa de ese descalabro de las empresas encuestadoras, en Uruguay nadie confía en los habituales sondeos de la opinión pública, que a tan pocos días de la votación indican que el ganador será Daniel Martínez, candidato del gobernante partido socialista Frente Amplio, aunque por poquísima diferencia sobre el ex presidente de la Cámara de Diputados y ex candidato presidencial en las elecciones de 2014, Luis Lacalle Pou, hijo del ex presidente Luis Alberto Lacalle. De este modo, tal como ocurrirá en Bolivia, el ganador en la segunda vuelta uruguaya también será producto de las alianzas que ya se tejen entre los muchos partidos que se disputan, ya no tanto la Presidencia, sino los escaños del Congreso. Aunque en Uruguay no existen razones para temer una maniobra como la que Morales puede intentar para salirse con la suya por las malas, la posible victoria de Martínez luce cierta y sería otro punto favorable a la creación y fortalecimiento de una renacida alianza chavista en América Latina. Que incluye en su proyecto el acoso que ha se ha iniciado de los presidentes Bolsonaro y Duque.
Durante los primeros años de este siglo, Chávez podía jactarse de desafiar a George W. Bush, presidente entonces de Estados Unidos, de igual a igual y hasta con desdén. La muerte de Chávez primero y el estallido de la compleja crisis venezolana después, reconfiguraron de pronto el mapa político de la región. Luis Inácio Lula da Silva fue condenado a prisión por corrupción, se produjeron las importantes victorias electorales de Moreno, Macri, Piñera, más recientemente la fórmula peruana y los triunfos electorales de Iván Duque en Colombia y de Jair Bolsonaro en Brasil. A todas luces, un brusco cambio del rumbo político de América Latina. Mucho más después de la elección de Trump hace tres años, quien de inmediato se dio a la tarea de sustituir los programas sociales y la política conciliadora de Barack Obama hacia Cuba, y por lo tanto, hacia la Venezuela de Maduro, por una agresividad sólo comparable con la de Estados Unidos en tiempos de la Guerra Fría.
En el marco de esta nueva realidad, la oposición venezolana logró una victoria histórica en las elecciones parlamentarias de diciembre 2015 y los venezolanos, de repente, recuperaron el aliento perdido después de que su dirigencia política negoció con Maduro la desmovilización de las protestas que tiñeron de sangre las calles de Venezuela la primavera del año anterior. Este repunte de la esperanza, sin embargo, volvió a perderse a medida que esa dirigencia opositora demostró su insuficiencia y su espíritu colaboracionista con el régimen a la hora de aprovechar el impulso que le dio esa victoria. Un raquitismo político que a su vez habilitó a Maduro para radicalizar su autoritaria y represiva manera de gobernar. Muerta y enterrada la alianza de partidos agrupados en la llamada Mesa de la Unión Democrática y diluida sin remedio aparente la fuerza que les había permitido conquistar electoralmente dos terceras partes de la Asamblea Nacional, opositora complaciente, sus diversas tendencias, huérfanas de padre y madre, se aglutinarse el pasado mes de enero en torno al nuevo y refrescante liderazgo de Juan Guaidó, desconocido diputado hasta entonces.
Faltan pocas semanas para conocer el destino final de la ruta que han emprendido las naciones latinoamericanas. Sobre todo, porque la retirada de las tropas estadounidenses de Siria ordenada por Trump sin consultar a nadie, deja a sus aliados kurdos a merced de Turquía, su más enconado enemigo. Decisión que pone en evidencia la imprevisibilidad de Trump. No obstante estas incertidumbres, en el futuro más próximo, todo lo que lucía firme y estable experimentará profundos cambios. Imposible saber en qué dirección soplarán estos vientos que comienzan a soplar sobre América Latina, pero sí podemos suponer que todo, o casi todo, para bien o para mal, está a punto de cambiar. Y cambiará.