Armando Durán / Laberintos: El desenlace inevitable
¿Bastan 40 días de intensas marchas de protesta popular para producir el cambio político que 90 por ciento de los venezolanos anhelan con justificada indignación? ¿Se necesitarán otras 40 jornadas de enfrentamientos desiguales entre las fuerzas represivas del régimen y decenas de miles de ciudadanos para provocarlo? ¿O será imprescindible algo más para que esta heroica reiteración del compromiso de la gente con los valores esenciales de la democracia arroje el fruto deseado?
Tras estos 40 días de lucha ciudadana debemos destacar las siguientes y decisivas modificaciones en las coordenadas del actual proceso político venezolano.
Democracia o dictadura
En primer y muy destacado lugar debemos señalar el notable cambio en la percepción que se tiene en Venezuela y en la comunidad internacional de la verdadera naturaleza del régimen chavista. Durante muchos años, la estrategia oficialista de barnizar un proyecto político que por definición era de carácter unipersonal y hegemónico con leves capas de barniz democrático había servido para confundir a unos y otros. Poderes públicos que en la Constitución Nacional se definen como independientes del gobierno de turno pero que en la práctica son oficinas funcionales al servicio exclusivo del presidente de la República, elecciones cada dos por tres pero gestionadas por un árbitro electoral que sólo sirve a los intereses de Hugo Chávez antes y de Nicolás Maduro ahora, un sistema judicial fundamentado en la persecución, acoso y derribo de los adversarios políticos del régimen, la organización de fuerzas paramilitares, “círculos bolivarianos” antes y “colectivos” ahora encargados de realizar los trabajos más sucios contra la disidencia, la distribución selectiva de la asistencia del gobierno según el grado de sumisión de cada quien y pare usted de contar.
Esa visión distorsionada del proceso político venezolano por fin ha desaparecido. La aplastante derrota electoral del chavismo en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015 le angostó dramáticamente a Maduro el espacio para las habituales maniobras del régimen y lo obligaron a ir arrebatándole a su gobierno los velos que disimulaban el carácter totalitario de su gestión y del régimen. El resultado es sencillo y desolador para el chavismo más duro: ya nadie duda, en Venezuela o fuera de ella, en calificar lo que en verdad pasa en Venezuela de dictadura.
La calle o el diálogo y las urnas
Este sustantivo cambio en la percepción de la realidad política ha introducido en la ecuación política venezolana un ingrediente hasta ahora inédito. La Coordinadora Democrática en sus tiempos y hasta ahora la Mesa de la Unidad Democrática actuaban de acuerdo con la ficción de que en Venezuela existía una cierta normalidad democrática. Se aceptaba que el régimen era autoritario, a veces incluso autoritario en extremo, pero los principales dirigentes de la oposición sostenían que no se habían roto del todo los hilos de lo que se entiende por democracia. Vaya, que esta era sin duda una democracia muy heterodoxa, pero era democrática al fin y al cabo, de manera muy especial porque la supuesta vocación electoralista de sus dirigentes, al celebrar elecciones para todo y a cada rato, le daban a los 17 años del régimen una cierta legitimidad de origen.
Esta ha sido la razón que a su vez ha inducido a a la oposición más tradicional a seguirle el juego al régimen, aunque sólo fuese para no perder los pocos e insignificantes espacios que se les permitía alcanzar y conservar siempre que no se atrevieran a ir más allá de los rigurosos límites que la hegemonía chavista le fijaba a la vida política nacional. Si lo hacían les ocurriría lo que le pasó a Antonio Ledezma, reelecto alcalde metropolitano de Caracas con la mayor votación de la historia, despojado de su cargo sencillamente porque Hugo Chávez no podía tolerar que un adversario político encabezara el gobierno de la gran Caracas.
La victoria opositora del 6-D-15 echó por tierra todas esas expectativas hegemónicas del régimen. Por una parte, la existencia de una Asamblea Nacional con dos terceras partes de sus escaños en manos de la oposición constituía una circunstancia incompatible con el auténtico proyecto político del chavismo. Esta contrariedad determinó a su vez los dos errores capitales del régimen. Por una parte, utilizó al Tribunal Supremo de Justicia para neutralizar todas las acciones políticas y legislativas de la Asamblea Nacional; por la otra, el Consejo Nacional Electoral canceló de un solo plumazo la alternativa de celebrar un referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro, de acuerdo con el artículo 72 de la Constitución Nacional. Y como ninguna de estas acciones bastó para mantener a la oposición bajo control sino todo lo contrario, el CNE borró de su cronograma electoral la convocatoria de las elecciones para gobernador y alcalde previstas para el último trimestre del año pasado y el TSJ, por intermedio de su Sala Constitucional, sencillamente dictó dos sentencias mediante las cuales el máximo tribunal del país se adjudicó, ilegalmente, por supuesto, todas las funciones y competencias que le establece la Constitución Nacional al poder Legislativo.
La supresión del derecho ciudadano a votar, así fuera en elecciones amañadas, y la evaporación de la Asamblea Nacional colmaron la copa de la paciencia venezolana e internacional. Con sus decisiones, Maduro había dado un golpe de Estado, y ni su gobierno ni el régimen podían seguir disimulando su naturaleza dictatorial. Ante esta realidad, la oposición, por primera vez en todos estos años, asumió a plenitud las protestas de calle y proclamó que la rebelión popular es única alternativa posible del pueblo para restituir el roto hilo constitucional y el estado de Derecho.
Diálogo o confrontación
Con esta nueva caracterización del régimen como dictadura sin atenuantes, desaparecieron de golpe y porrazo las contradicciones internas que habían dividido a la oposición desde el sobresalto del 11 de abril de 2002 y del paro petrolero en dos facciones contrapuestas. Una oposición “moderada”, dispuesta a actuar como si en Venezuela existiera una relativa normalidad democrática, y la oposición desacreditada tanto por el gobierno como por la oposición moderada por ser “radical”, solo porque advertían que resultaba imposible sentarse a una mesa en la que los contrincantes jugaban con las cartas marcadas y el árbitro era cualquier cosa menos imparcial.
La principal expresión de esta discrepancia se produjo hace tres años, cuando ante la represión desatada contra los estudiantes de la Universidad de los Andes impulsó a tres importantes dirigentes de esa oposición supuestamente radical, Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado a respaldar las protestas de calles iniciadas por los estudiantes en todo el país y a convocar al pueblo a acompañarlos en lo que ellos llamaron La Salida.
El régimen reprimió estas manifestaciones de protesta sin piedad y la sangre derramada por la furia criminal del aparato represivo del régimen, con la Guardia Nacional a la cabeza, inundó las calles de Venezuela durante meses. Mientras tanto, la oposición moderada acudía al Palacio de Miraflores convocada por Maduro con el argumento de que juntos podrían encontrarle una salida política a la crisis. López, Ledezma y decenas de disidentes fueron y permanecen secuestrados desde entonces y el año pasado, por iniciativa del gobierno con el apoyo del Vaticano, representantes de la MUD comenzaron a “dialogar” con representantes del régimen con dos objetivos muy concretos. Anular la iniciativa de Luis Almagro en la OEA para discutir el “caso Venezuela” y atajar el compromiso contraído por la nueva Asamblea Nacional de aprobar una ley de amnistía para todos los presos políticos y acordar alguno de los cuatro mecanismos constitucionales que, como la convocatoria de un referéndum revocatorio, permitían ponerle fin anticipado a la Presidencia de Maduro.
Inexplicablemente, esa oposición cayó en la trampa de tantas otras veces. La primera consecuencia de la maniobra fue que la comunidad latinoamericana prefirió darle largas a la iniciativa Almagro a ver si José Luis Rodríguez Zapatero y su combo de ex presidentes latinoamericanos lograban “mediar” entre gobierno y oposición. Al final, la burla del régimen provocó que el Vaticano, el Departamento de Estado norteamericano y la MUD abandonaran esa falsa Mesa de Diálogo. A partir de ese instante se precipitaron los acontecimientos. Maduro terminó de apretar los cerrojos del TSJ y el CNE, asumió la dictadura sin pudor y las dos oposiciones, la supuestamente moderada y la supuestamente radical, finalmente se abrazaron, esta vez en las calles de toda Venezuela, a partir del pasado 2 de abril, y se comprometieron, todos al fin “radicales”, a no abandonar esas calles hasta que se produzca el ansiado cambio político y la transición hacia una régimen de libertades.
El desenlace
Mientras escribo estas líneas, los venezolanos siguen en las calles de toda Venezuela. Ya sabemos lo que ocurrirá. Multitudes indignadas reclamando la restauración del hilo constitucional y resistiendo los embates, en cada jornada de lucha embates más brutales, de las fuerzas represivas del régimen. Y así, sin descanso, durante días, semanas o lo que dure esta etapa del conflicto, proseguirán los ciudadanos esta larga marcha en pos de sus derechos a darse el gobierno y el régimen que decidan en libertad.
Lamentablemente, esta decisión, colectiva y unánime, a pesar de su intensidad creciente, no bastará. Las manifestaciones de repudio categórico a Maduro y compañía, la exigencia de defender la Constitución y la urgencia de generar un gobierno de transición para recomponer el maltrecho piso de la legalidad democrática y el estado de Derecho, erosionan ostensiblemente a Maduro y al régimen, pero se requiere que esa presión que hoy se siente a lo largo y ancho de toda la geografía nacional y en todos los corredores del poder hemisférico, se escuche con claridad en las filas civiles y militares del régimen, en las capitales de las dos Américas y en los cuarteles de Venezuela. No para propiciar un golpe militar, mucho menos una intervención extranjera, sino para hacerle comprender a Maduro y a los pocos factores nacionales e internacionales que todavía lo apoyan, que en este punto crucial del turbulento proceso político venezolano el cambio político ya no tiene vuelta atrás. Y que son ellos, fuerzas civiles y militares del régimen, y gobiernos que lo respaldan, como el de Cuba, por ejemplo, que hagan lo que hagan Maduro está perdido y que lo mejor y menos costoso para todos es que asuman cuanto antes la responsabilidad de no negar el desenlace inevitable de esta crisis sino todo lo contrario. Es decir, pasar a formar parte de la solución y contribuir a facilitar una transición pacífica y democrática desde este disparate llamado revolución bolivariana, que no es bolivariana, ni revolución ni nada, hacia un futuro de legalidad, libertad y progreso. Para eso es que sirve, y mucho, el conmovedor ejemplo que los venezolanos le brindan cada día al mundo desde estas calles en llamas en que la lucha por la libertad es el único norte que guía sus pasos. Lo quieran o no, eso es lo que hay. Y eso es lo que habrá.