Armando Durán / Laberintos: El fin de la historia (2 de 2)
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Lo esencial y lo que no lo es. Esta es la oposición conceptual que delimita el antes y el después del derrumbe del muro de Berlín, la desintegración de la Unión Soviética y el colapso de lo que desde el Kremlin llamaban Comunidad Socialista. Es decir, el punto de quiebre que marcó el fin de la guerra fría, y que más allá de haber sido una feroz lucha entre Washington y Moscú por el poder mundial, fue un conflicto entre posiciones ideológicas irreconciliables, lo esencial, a la espera de una nueva síntesis dialéctica que a su vez diera lugar a la aparición de otra contradicción y se iniciara así una nueva etapa de la sucesión de tesis, antítesis y síntesis sobre la que, según Hegel primero y Marx después, se asienta lo que conocemos como historia.
La novedad de este punto crucial de la historia fue que, del desenlace del conflicto, no surgió el eslabón necesario para impulsar el desarrollo de una nueva oposición de contrarios, componente esencial de esa cadena de sucesivas oposiciones de contrarios, sino que el inesperado y a todas luces irreversible desvanecimiento del socialismo marxista-leninista dejó sobre el campo de batalla planetario un solitario y absoluto vencedor, el capitalismo liberal, sin la más leve insinuación siquiera de la presencia de otro contrario que generara una nueva confrontación y una nueva futura nueva etapa histórica.
Consecuencia de este súbito vacío sin nada que completara los términos de la ecuación dialéctica fue que no se desencadenó el fin de la historia, como sentenció Fukuyama, sino que la desaparición del ingrediente filosófico que después de la Segunda Guerra Mundial había dado lugar al enfrentamiento Washington-Moscú desembocó en un radical proceso de desideologización, cuyo efecto más inmediato y significativo ha sido la globalización de un modelo de sociedad cada día más sujeta al dominio de fuerzas sociales apolíticas y al sometimiento del individuo y las naciones a la busca de la mejor manera de alcanzar objetivos de interés exclusivamente material. Y como quiera que todos coincidían ahora en el destino a conquistar y en la hoja de ruta para lograrlo, colorín colorao, este cuento, la historia, ha terminado. ¿O no?
En América Latina, el giro imprevisto de la realidad mundial contó con un ingrediente que nadie se esperaba, la conversión de la lucha cubana contra la feroz dictadura de Fulgencio Batista en una revolución de carácter radicalmente marxista-leninista, y a solo 90 millas náuticas de los Estados Unidos. El impacto que produjo aquella victoria popular, y el liderazgo carismático de su promotor, un joven y desconocido abogado de nombre Fidel Castro, le dio un brusco vuelco a la situación política de la pequeña isla de Cuba, pero también al proceso político latinoamericano y a las inevitablemente controversiales relaciones entre las dos Américas. Hasta aquel primero de enero de 1959, la historia de la región estuvo marcada por un dilema básico fundamental, dictadura militar o democracia representativa. Esta contradicción, sin embargo, no impedía que dentro de ella los ciudadanos soñaran diferentes formas de imaginar el futuro de sus naciones. En el caso de Venezuela, la Venezuela que soñaban quienes luchaban contra la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez respondía a los códigos políticos y morales de tres ideologías perfectamente diferenciadas: la del socialismo marxista-leninista, representado por el Partido Comunista de Venezuela (PCV); la de la socialdemocracia, que encarnaba el partido Acción Democrática (AD); y la de la doctrina socialcristiana, fundamento del partido Copei. Sin renunciar a sus convicciones ideológicas, los militantes de estas tres organizaciones políticas lucharon unidos para restaurar el proceso democrático interrumpido por el golpe militar del 24 de noviembre d 1948; pero una vez derrocada esa dictadura el 23 de enero de 1958, lo que para esa fecha ocurría en la vecina isla de Cuba propició un debate político completamente diferente, porque lo que ocurría en Cuba demostraba que además de poder enfrentar exitosamente las tradicionales dictaduras militares latinoamericanas, también era posible construir sobre sus escombros una república socialista, a pesar del dominio político y económico de Estados Unidos.
La profunda brecha abierta por la instalación en Cuba de un régimen marxista-leninista y antiimperialista rompió los diques de contención en el proceso político venezolano y provocó la primera división en el partido AD y la adopción de la lucha armada, no para enfrentar una dictadura, sino al gobierno democrático del presidente Rómulo Betancourt, acontecimiento que marcó indeleblemente la alineación de las corrientes políticas y sociales del país en función de la revolución cubana, a favor o en contra. Este factor metió a Venezuela, como al resto de América Latina, en el corazón de la guerra fría, un frente bélico que hasta entonces tenía para la región un valor tangencial y ahora pasaba a ser el centro del debate político regional y de los vínculos de América Latina con su poderoso vecino del norte. Hasta que muy pronto las diferencias partidistas internas de las naciones latinoamericanas las determinaron las posiciones que asumieran, en defensa de los principios de la democracia representativa o en favor de la opción de extender por América Latina la experiencia cubana.
En aquellos años tumultuosos, de guerras de guerrilla, terrorismo y dictaduras militares que ahora eran ideológicas, incluso después del fracaso y muerte de Ernesto Che Guevara en Bolivia, las identidades partidistas terminaron siendo sustituidas por esa nueva identidad, de simplificación muy elemental, que nos convirtió en una de dos macro categorías excluyentes de origen cubano: o éramos revolucionarios o éramos contrarrevolucionarios.
Luego, con la agonía y muerte por esfuerzo propio de la Unión Soviética, todo cambió dramáticamente. No solo el fracaso de la experiencia cubana en todos los órdenes quedó al descubierto, sino que los partidos políticos, al margen de sus doctrinas, se fueron diluyendo en ese maremoto en la medida que se hundían en un conflicto tan ajeno a sus principios como fuerzas políticas con personalidad propia, transformación que los fue dividiendo y subdividiendo, no por razones de carácter esencial sino por motivos cada vez más subalternos, hasta terminar, casi sin darse cuenta, convertidos en simples y muy groseras maquinarias electorales y nada más.
En términos reales, fue como si en toda América Latina, las fortificaciones partidistas fueran tan vulnerables como el muro de Berlín. En todo caso, corrieron la misma suerte. A la cabeza del grupo estaba Venezuela, donde gracias a la desintegración de sus partidos, en pleno apogeo del neoliberalismo triunfante y soberbio, presidido por los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, cada día más poderosos, Hugo Chávez, quien en 1992 había intentado tomar el poder a cañonazos, conquistó la Presidencia de Venezuela a punta de votos en las elecciones de 1998. Y pasó lo que tenía que pasar: lo no esencial, de golpe y porrazo, sumergió, en la insondable fosa del Caribe, lo esencial. En Venezuela y en el resto de América Latina. Pero esa es otra historia, y de ella nos ocuparemos la semana que viene.