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Armando Durán / Laberintos: El fin de la ilusión socialista en América Latina ( 1 de 2)

 

   El triunfo de Jair Bolsonaro abre una decisiva interrogante política en el cada día más confuso proceso político latinoamericano. ¿Cómo es posible, resulta inevitable preguntarse, que un ex capitán del ejército, político de segundo o tercer nivel, para más señas jactancioso defensor de las dictaduras militares que se impusieron a sangre y fuego en su país, en Uruguay, Argentina y Chile, que tuvo la audacia de enarbolar durante su excéntrica campaña electoral mensajes tan políticamente “incorrectos” como su advertencia al mundo de que en el Brasil del día de mañana los “rojos” sólo tendrán la opción del “exilio o la cárcel”, haya derrotado sin ninguna duda al sucesor de Luiz Inácio Lula da Silva, quien hasta hace muy poco despertaba el entusiasmo delirante de las masas y dirigía al poderoso Partido de los Trabajadores, única agrupación política de carácter nacional en la historia electoral de Brasil?

   Esta inquietud nos lleva a hacernos otra pregunta igual de turbadora: ¿Tendrá algo que ver esta rotunda victoria de Bolsonaro, impensable hace apenas tres meses, con las recientes victorias electorales de Lenin Moreno en Ecuador, Sebastián Piñera en Chile, Mauricio Macri en Argentina y hace pocas semanas de Iván Duque en Colombia? ¿Y si es así, qué conexión tienen todas ellas con el ascenso vertiginoso y también sorprendente de un personaje tan controversial como el que ha protagonizado Donald Trump en el escenario político mundial? ¿O será que este brusco cambio de rumbo político en América Latina sencillamente forma parte de esa crisis radical de la izquierda regional, que como muy acertadamente señala Javier Lafuente en las páginas de El País de España este primer domingo de noviembre, “está directamente relacionada con la muerte de Hugo Chávez, de Fidel Castro y con el colapso de Venezuela?”  

   El origen de la crisis

   Al analizar la convulsa década de los años cincuenta, el colombiano Germán Arciniegas llegó a la penosa conclusión de que los latinoamericanos de su tiempo estaban condenados a vivir precariamente entre la libertad y el miedo. Se refería, por supuesto, a la palpable contradicción existente entre las dos únicas opciones políticas posibles y reales del momento, democracia o dictadura. De un lado, el modelo representado por militares con entorchados de opereta y una concepción cuartelaría y vulgar del poder; del otro, movimientos políticos más o menos modernos, vagamente nacionalistas, algunos de ellos con fundamentos ideológicos que hundían sus raíces en un nostálgico socialismo utópico, pero cuyos objetivos se limitaban a proponer el establecimiento de regímenes formalmente democráticos. Hasta ahí, y sólo hasta ahí, llegaba la romántica impaciencia rebelde del hombre de acción latinoamericano. Derrocar a Trujillo, a Batista, a Somoza, a Pérez Jiménez, a Odría, a Stroessner. Derrocarlos y reemplazarlos por gobiernos civiles de origen electoral, con sufragio universal, libertad de prensa y una justicia social retóricamente igualitaria pero nunca muy bien definida, que en ningún caso iba más allá de una simple declaración de buenas intenciones.

   Puede decirse, pues, que al producirse la victoria política y militar de Fidel Castro en la Cuba del primero de enero de 1959, la opción de generar un auténtico cambio revolucionario en América Latina seguía siendo una ilusión para algunos, pero en el mundo real había terminado por diluirse casi por completo en el vago pero posible objetivo de sustituir los gobiernos militares que asfixiaban a la región por la sobriedad ideológica de gobiernos que se limitaran a defender los derechos políticos del hombre. Si tenemos en cuenta la intensidad con la que surgieron radicales movimientos revolucionarios en Asia y África a partir de 1945, el estallido de la Guerra Fría y el temor cierto al estallido en cualquier momento de una catástrofe nuclear, debemos admitir que aquella aspiración regional era exageradamente tímida, aunque perfectamente válida y suficiente para la inmensa mayoría de los latinoamericanos, sumidos, sin remedio aparente, en la oscuridad de atroces dictaduras militares.

   Es decir, que si bien en 1950 América Latina era esa vasta geografía de opresión política y miedo que describía Arciniegas, de acuerdo con la propuesta que el presidente James Monroe le presentó en 1823 al Congreso de los Estados Unidos, llamada desde entonces Doctrina Monroe a pesar de haber sido elaborada en gran medida por John Quincy Adams con el argumento de que América le pertenecía a los americanos, las naciones del sur del continente, todavía constituían una zona de influencia exclusiva de Estados Unidos. En el marco de esta realidad política abiertamente imperial resultaba imposible pasar por alto que el modesto deseo de adaptar en el universo latinoamericano los principios democráticos más básicos engendrados por la independencia de Estados Unidos y la revolución francesa representaba un salto cualitativo tan enorme, que muchos latinoamericanos temían que de asomarse la región a esas expresiones de innovación política, América Latina saltaría por los aires hecha pedazos.

   En todo caso, a principios de 1959, la Guerra Fría ya había agravado la situación al transformar el escueto orden personalista de caudillos y dictadores militares típicos del siglo XIX y primera mitad del XX que describía Arciniegas, en un orden político muchísimo más problemático, dirigido como siempre desde Washington, pero ahora con la vista clavada en Moscú. A su vez, los gobiernos latinoamericanos que prorrumpían en el marco de este nuevo orden mundial entendían que ellos pasaban ahora a representar un papel mucho más complejo y exigente. Aún no se recurría al argumento de la Seguridad Nacional tal como ocurriría años más tarde en América Central y el sur del continente para justificar el uso del terror como política de Estado, pero muy pronto la represión violenta del adversario que de algún modo no defendiera los intereses políticos, ideológicos y económicos de los Estados Unidos en la región comenzó a marcar los pasos. Poco importaba que desde los años 30 América Latina era escenario de vehemente debates ideológicos, muchos de ellos bajo el estímulo intelectual de Lenin y el tentador mensaje redentor que ofrecía la revolución bolchevique en sus inicios. Menos aún pesaba el hecho de que casi todos compartían una cierta inclinación hacia el socialismo y algunos, incluso, dejaban de lado la concepción jeffersoniana de la libertad individual como única meta de la lucha democrática. En todo caso, la mayoría de esos nuevos partidos políticos adornaban la irreductible urgencia de ser libres a toda costa con cambios sociales que en mayor o menor grado combinaran, y en algunos casos hasta subordinaran los derechos del individuo a la necesidad revolucionaria de modificar la estructura política y económica de la sociedad. Sin embargo, todavía resultaba exageradamente prematuro plantearse objetivos tan excesivamente ambiciosos y estas aspiraciones maximalistas tuvieron muy poca trascendencia real en el desarrollo político de la región. Una contradicción, insalvable por el momento, entre los pequeños partidos latinoamericanos de izquierda y el inmenso poder de Estados Unidos, tamizada ahora por la política de buena vecindad de Franklin Delano Roosevelt.

Rómulo Betancourt junto Victor Raúl Haya de la Torre, líder peruano del APRA y Felipe Gonzalez, Primer Ministro de España. Caracas. Febrero de 1978. Fotografía de Fundación Rómulo Betancourt.

   Al final de esta disparidad asimétrica, desteñidos por la especificidad del enfrentamiento y por la quimera rooseveltiana de la buena vecindad, muchos de aquellos primeros movimientos políticos latinoamericanos con auténtica preocupación social -el APRA en Perú y Acción Democrática en Venezuela son buenos ejemplos del fenómeno- iniciaron un acelerado proceso de reconversión ideológica. De esta sinuosa manera, al atenuar considerablemente sus originales proyectos transgresores y reducir sus actividades a organizar a la población en partidos políticos, gremios profesionales y sindicatos de trabajadores según el modelo aceptado y promovido por los gobiernos de Estados Unidos, se le hizo saber a todos los factores involucrados en el proceso político regional que la lucha de esos nuevos partidos políticos se ceñirían a partir de entonces a lograr fines mucho más moderados y siempre por vías exclusivamente electorales y pacíficas. Un mensaje tranquilizador que descartaba por imposible la tentación de agitar las aguas sociales de América Latina más allá de los límites permitidos por Washington, y planteaba en cambio la opción de promover una democracia discretamente reformista, con la aquiescencia de Estados Unidos. No contaban, sin embargo, con que los extremismos generados por la Guerra Fría harían que incluso el humilde espejismo de creer posible componer en América Latina una nueva correlación de fuerzas políticas democráticas con el visto bueno de la Casa Blanca resultaba exagerado. La confrontación de Estados Unidos y la Unión Soviética obligaba a eliminar del menú de opciones regional la posibilidad de impulsar una auténtica apertura democrática en América Latina.

   ¡Viva la revolución!

   Por esta simple razón, al iniciarse el año 1959, nadie podía incluir en sus cálculos sobre el porvenir continental las traumáticas consecuencias, muchas de ellas irreversibles, que produciría en Cuba y en el resto de América Latina el triunfo político y militar de la guerrilla del Movimiento 26 de Julio. Dentro del marco teórico que comenzaba a concebirse en Washington, los barbudos de la Sierra Maestra, transmutados de la noche a la mañana en gobierno revolucionario, apenas constituían una expresión más o menos folklórica de la subdesarrollada cultura política latinoamericana y nadie los percibía como un serio riesgo para la naciente estabilidad política regional. Por otra parte, como tres importantes dirigentes democráticos latinoamericanos acababan de conquistar electoralmente la Presidencia de sus países, Rómulo Betancourt en Venezuela, Arturo Frondizi en Argentina y Alberto Lleras Camargo en Colombia, y otros tres parecían estar en condiciones de lograrlo a muy corto plazo, Janio Quadros en Brasil, Fernando Belaúnde Terry en Perú y Eduardo Frei Montalva en Chile, resultaba fácil para el gobierno de Estados Unidos incluir a Fidel Castro, a pesar de los recelos que desde el primer momento engendraban sus excentricidades y la aplicación sumaria de una justicia “revolucionaria” entendida como exterminio físico del enemigo, en esa nómina de dirigentes democráticos “reformistas” políticamente aceptables para Washington.

   Por otra parte, me parece oportuno resaltar en este punto, que si bien la insurrección triunfante en Cuba anunciaba grandes cambios políticos y sociales, América Latina, incluyendo a Cuba, estaba curada de espantos y ahora se miraba resignadamente en el espejo de una contención política que orientaba sus figuraciones hacia formas de cambio que no tenían por qué avisar de peligro alguno. Un conformismo que, no obstante, le concedía a los latinoamericanos el poder pensar en un futuro político diferente, todo lo mediatizado que se quisiera, pero cambio, al fin y al cabo, factible.

   Muy pronto, sin embargo, el derrocamiento del dictador Fulgencio Batista les haría comprobar a unos y otros la magnitud de este error. En lugar de dar nacimiento a una democracia negociada, como sucedía en otras naciones del continente, el derrocamiento de la dictadura en Cuba se convirtió de repente en una revolución que dejaba muy atrás sus simpáticas características de estallido popular con aires de romanticismo garibaldino y le presentaba a los cubanos y al gobierno de Estados Unidos, a sólo 90 millas de distancia, el desafío de una revolución socialista y antiimperialista, que además, desde el primer día, se entregó de lleno a la tarea subversiva de exportar su ideología y la tesis guevarista del “foquismo” como método de acción revolucionaria para abolir a punta de pistola la dogmática exigencia leninista de las condiciones objetivas, quemar en ese atajo heterodoxo largas etapas del proceso insurreccional y acelerar al máximo la toma del poder por la vía fulminante de la lucha armada, todo ello basado exclusivamente en condiciones subjetivas, una propuesta que incendió desde 1959 la vasta pradera latinoamericana.

   En esta encrucijada excepcional del proceso político regional, aquel dilema con que Arciniegas resumía las angustias de la región antes de 1959, democracia o dictadura, pasaba a ser de pronto otra disyuntiva, mucho más inquietante y peligrosa: democracia burguesa o revolución socialista. Desde entonces, ha hecho de América Latina otra. Y que a lo largo de 60 años ha dado lugar a una crisis política continua, de magnitudes tan inmensas que incluye la única amenaza real de un holocausto nuclear desde el fin de la II Guerra Mundial. Dentro de ese proceso, y en lugar muy destacado, debemos incluir lo que hoy sucede en la región, incluyendo por supuesto el colapso del proyecto chavista en Venezuela y el sostenido giro de la región a la derecha, como acaba de convalidar la sorprendente victoria electoral de Bolsonaro. Estos hechos constituyen un capítulo esencial de esta historia con desenlace aún indefinido, de la que nos ocuparemos, la semana que viene, en este mismo espacio.

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