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Armando Durán / Laberintos: El mito de la solución negociada (1 de 3)

 

El domingo 7 de febrero, mientras caía la noche sobre el horizonte venezolano, Nicolás Maduro dio la noticia. Horas antes, acompañado de Jorge Rodríguez, presidente de la Asamblea Nacional “recuperada” por el chavismo mediante las fraudulentas elecciones parlamentarias de diciembre, y desde hace años jefe de los negociadores del régimen con sus presuntos adversarios, le anunció al país que esa tarde se había reunido con una delegación del gobierno de Noruega, de visita en Caracas.

 

Según dijo, los temas tratados en el encuentro fueron “políticos y diplomáticos”, pero no entró en detalles. No hacía falta que lo hiciera. Para muy pocos venezolanos es un secreto que la presencia noruega en Caracas, inmediatamente después de asumir Joe Biden la Presidencia de Estados Unidos y coincidiendo con la renovada actividad apaciguadora de Josep Borrell, La Habana y Caracas, apunta directamente a la esperanza de quienes pretenden aprovechar lo que llaman “tercer gobierno de Obama” para revivir, en un futuro muy próximo, la difunta y sepultada estrategia chavista de ronda tramposa tras ronda tramposa de diálogos gobierno-oposición, la última de las cuales se instaló el 15 de mayo de 2019 en Oslo y se extinguió meses más tarde en Barbados.

 

En ninguno de esos escenarios el propósito fue acordar el procedimiento a seguir para hacer realidad el cese de la usurpación y la transición de la dictadura a la democracia, aspectos centrales de la “hoja de ruta” propuesta por Juan Guaidó, quien gracias a ella se había convertido de la noche a la mañana en líder de la oposición reconocido por la inmensa mayoría de los venezolanos y las principales democracias del planeta, sino las condiciones políticas y electorales mínimas para continuar esa inescrupulosa entente y evitarle así sobresaltos inesperados al proceso de fructíferos entendimientos, fundamento chavista para gobernar sin una verdadera oposición hasta el fin de los siglos.

 

En teoría, los acuerdos y las soluciones negociadas son la fórmula ideal para que partes que no se entienden resuelvan sus diferencias por las buenas. Sin embargo, en el caso venezolano, después de todos estos años de chavismo puro y duro, de falsos diálogos, acuerdos humillantes y traiciones, no cabe más que preguntarse cómo y por qué países miembros de la Unión Europea, asociados a algunos dirigentes de una supuesta oposición venezolana, vuelven a pasearse por la idea de proponerle al país caer una vez más en la misma trampa. Como si ahora sí, gracias a un inaudito acto de magia, el régimen y sus aliados no chavistas de aquí y de fuera finalmente estuvieran resueltos a poner a Venezuela de primera en sus listas de prioridades.

 

Se trata, por supuesto, del engaño caza bobos que protagonizan gobierno y “oposición” desde esa desafortunada primavera de 2001. ¿Lo recuerdan? Aquel 4 de febrero de 1992, Hugo Chávez fracasó en su intento de tomar el poder a cañonazos, pero ese paso en falso, producto de su vocación militarista entremezclada con nostalgias por los sueños guevaristas y la épica de la lucha armada revolucionaria, lo catapultó al centro del escenario político nacional y le permitió derrotar, en las elecciones de diciembre de 1998, a los raquíticos partidos políticos del momento, reducidos a simples cascarones vacíos a fuerza de sus divisiones internas, la indigencia moral de la mayoría de sus dirigentes y la corrupción como medio de vida. Una victoria que hizo cometer al nuevo caudillo venezolano dos graves errores. Primero, sentirse mucho más fuerte de lo que en verdad era. Segundo, creer que Venezuela era la réplica de uno de esos cuarteles que él conocía al derecho y al revés, habitada por una población condicionada por la tradición de siglo y medio de sucesivas dictaduras militares a obedecer ciegamente las órdenes del comandante de turno.

 

Este doble disparate llevó a Chávez, deseoso de reproducir en Venezuela la fracasada experiencia cubana, a imprimirle una velocidad vertiginosa al desarrollo de su “revolución bolivariana” con la redacción en secreto de cuatro docenas de decretos-leyes que modificaban a fondo la estructura del Estado y de la sociedad. No contaba, sin embargo, con la respuesta que le dio el país: si bien los partidos políticos agonizaban, tres instituciones de la sociedad civil, la iglesia católica, la principal central obrera y el sector privado de la economía, ocuparon el espacio abandonado por los inexistentes partidos del antiguo régimen y tomaron las calles para encabezar masivas manifestaciones de rechazo a las pretensiones políticas de Chávez antes de que fuera demasiado tarde. Semanas de tensión creciente que culminaron el 11 de abril con la impresionante marcha de más de medio millón de ciudadanos que recorrieron a pie 14 kilómetros de autopista hasta llegar a las puertas del palacio presidencial, en el centro de Caracas.

 

La represión sangrienta de aquella manifestación escandalizó al país y esa misma medianoche el ministro de la Defensa, general Lucas Rincón Romero, en nombre del Alto Mando Militar, le notificó al país por radio y televisión que ante los hechos ocurridos se le había exigido a Chávez su renuncia, “la cual él aceptó.” Horas después, Chávez se entregó a los generales rebeldes, quienes lamentablemente cayeron en la tentación de no atender las normas que dicta la Constitución Nacional para suplir las ausencias presidenciales de carácter permanente y nombraron por su cuenta un presidente y un gobierno provisional. Cuando dos días después Chávez recuperó la libertad y la Presidencia de la República, tenía plena consciencia de que a pesar de ello su situación era en extremo inestable. Recurrió entonces a la televisión, le pidió públicas disculpas al país por los errores cometidos y convocó a los agonizantes partidos políticos del país a un gran diálogo nacional. Poco después le presentó a sus adversarios un dramático dilema. O nos entendemos, les dijo, o nos matamos.

 

El objetivo de Chávez primero y de Maduro después no fue ni es resolver el conflicto por las buenas, sino darle largas y más largas al conflicto, para ganar tiempo y así conservar indefinidamente un poder que cada día se iría haciendo más absoluto. Una opción posible, porque los dirigentes de lo que quedaba de los partidos de oposición se sabían sin fuerza popular, no estaban dispuestos a pagar el alto precio de enfrentarse a Chávez por las malas y tampoco aspiraban a restaurar en Venezuela la democracia y el orden constitucional, sino a establecer con el régimen naciente un modus vivendi que les permitiera seguir políticamente vivos y ser socios, aunque muy minoritarios, de una gran empresa de beneficios compartidos.

 

A partir de ese instante crucial, institucionalizado meses después con el montaje de la llamada Mesa de Negociación y Acuerdos servida por dos mediadores de postín, César Gaviria, expresidente colombiano que entonces era secretario general de la OEA, y Jimmy Carter, expresidente estadounidense y promotor de muchas causas perdidas, emprendieron un camino jalonado de mesas de diálogos, engaños, traiciones y desencuentros como turbio mecanismo para impedir que uno y otros fueran expulsados del terreno de juego. De este sinuoso modo, sin que nadie lo presintiera entonces, comenzó a construirse la alianza colaboracionista que le ha permitido al régimen llegar adonde tristemente nos ha llevado.

 

Una historia muy poco ejemplar que continuaremos la próxima semana.

 

 

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