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Armando Durán / Laberintos: Juan Guaidó, 6 meses después (II)

 

Durante los últimos 18 años de régimen chavista, la oposición venezolana se ha ido deshaciendo en el fragor de una amarga confrontación interna. Entre quienes tras los dramáticos sucesos del año 2002 decidieron entenderse y cohabitar con los gobiernos de Hugo Chávez primero y de Nicolás Maduro después, y quienes en cambio asumieron la disidencia y la ruptura con el régimen como requisito imprescindible para lograr la restauración de la democracia en Venezuela. Un largo camino pavimentado con muchas ilusiones rotas y muy penosos y costosos desencuentros. Hasta que un día, el pasado 6 de enero, la juramentación del diputado Juan Guaidó como nuevo presidente de la Asamblea Nacional impactó en el corazón de la sociedad venezolana como un torrente de viento fresco y los venezolanos sintieron de pronto que no todo estaba perdido del todo.

   Las primeras luces

Diversas circunstancias contribuyeron a hacer de aquel día un día inolvidable. La primera fue el contexto político del momento, un oscuro vacío desde el que entonces solo se vislumbraban nubes de tormenta. A la asombrosa falta de visión política de buena parte de la dirigencia de oposición para percibir el verdadero sentido del histórico triunfo alcanzado en las elecciones parlamentarias del 5 de diciembre de 2015, combinada con esa fuerte dosis de oportunismo y colaboracionismo que había guiado sus pasos desde la tristemente célebre Mesa de Negociación y Acuerdos de 2003, la alianza opositora había llegado a finales de julio a la traición que significó desmovilizar las impresionantes movilizaciones de protesta popular que finalmente parecían haber acorralado a Maduro, a cambio simplemente de la convocatoria a una nueva farsa electoral, en este caso, a las elecciones regionales y municipales canceladas un año antes mientras el régimen autoritario puesto en marcha por Chávez lo iba transformando Maduro y compañía en dictadura pura y simple.

El segundo ingrediente que facilitó la conversión de Guaidó en un súbito fenómeno político al asumir el sábado 5 de enero la Presidencia de la Asamblea Nacional, único poder público electo libre y democráticamente en Venezuela, fue que en lugar de limitar el discurso que pronunció al juramentarse a lo “políticamente correcto” según la habitual retórica del ladro pero no duermo prudente de la oposición venezolana más apegada a la adulación y a las componendas que a los principios, aprovechó la ocasión para sorprender al país y a la comunidad internacional con el anuncio de que a partir de ese día las cosas en Venezuela discurrirían por un camino diametralmente opuesto:

   “Colegas parlamentarios, pero en especial pueblo de Venezuela”, fueron sus primeras y desafiantes palabras aquel mediodía, “cantemos con brío, muera la opresión; compatriotas fieles, la fuerza es la unión.”

Fue una directa invocación a la unión de todos al grito de guerra, “muera la opresión” del himno nacional. Quienes escucharon sus palabras entendieron que ahora sí era posible emprender la tarea de devolverle a Venezuela la democracia y la civilidad como un objetivo real y creíble. De manera muy especial porque inmediatamente después, en lugar de disimular la perversa naturaleza del régimen chavista con los lugares comunes de las formalidades más ortodoxas y obvias, al resumir las terribles consecuencias de la crisis que asolaba al país, Guaidó añadió una tesis ajena por completo al discurso oficial de la oposición:

   “El origen de esta crisis, la peor de nuestra historia”, sostuvo, “es política y solo podrá solucionarse a partir del restablecimiento del orden constitucional y del Estado de Derecho… y la solución de la crisis pasa por un camino muy claro: lograr el cese de la usurpación de Nicolás Maduro, constituir un gobierno de transición que con el respaldo del pueblo, la comunidad internacional y la fuerza armada convoque a elecciones libres, y atender la urgencia humanitaria.”

En vista de ello Guaidó propuso dos acciones muy específicas. En primer lugar, que como la Presidencia de Maduro era ilegítima, se imponía la necesidad de desconocer que él fuera el presidente de Venezuela; en segundo lugar, que como además de su ilegitimidad Maduro usurpaba las funciones de la Presidencia, la Asamblea Nacional, de acuerdo con el artículo 233 de la Constitución, debía asumir esas funciones. Por último, Guaidó también puntualizó que “como Maduro es un dictador, no cederá el poder de manera voluntaria sino por exigencia que le haga el pueblo, la comunidad internacional y la Fuerza Armada Nacional.”

Lo cierto es que hasta ese mediodía los venezolanos no habían escuchado a un dirigente político que en nombre de toda la oposición definiera al régimen como dictadura, y que no disimulara esta perversa naturaleza del régimen, y descartara, también sin disimulo alguno, la posibilidad de salir de Maduro por las buenas. Es decir, que el camino de la negociación y el entendimiento con el régimen que la oposición transitaba desde 2003, no era de ningún modo el camino para superar la crisis. Para lograrlo se necesitaba algo más, que el pueblo, la comunidad internacional y la Fuerza Armada Nacional, aliados en el empeño restaurador del orden constitucional en Venezuela, por fin llamara las cosas por su nombre y conformaran una fuerza suficientemente poderosa y democrática que obligara a Maduro a abandonar el poder.

   Los pecados originales de la Presidencia interina

Gracias a estas palabras, cuya resonancia en la conciencia nacional fue mucho mayor que la literal porque se escucharon en el marco de una realidad desde todo pudo de vista desesperada, la conexión de Guaidó con la sociedad civil fue inmediata. Y así, de la noche a la mañana, aquel joven y desconocido diputado pasó a ser el líder indiscutido de un pueblo desesperado, portavoz de la única opción realista y categórica: el cese inmediato de la usurpación como primer paso de un necesario gobierno de transición que a su vez condujera al país a la celebración de elecciones “libres, justas y transparentes.”

A este camino que de pronto se le abría a la imaginación de los venezolanos se sumaban dos hechos a tener muy en cuenta. Por una parte, Guaidó, al ser un dirigente perfectamente desconocido por las masas, tenía la ventaja de encarnar una alternativa política no contaminada por los gérmenes de la impostura y el colaboracionismo; por otra parte, Guaidó subía a lo más alto de escenario político nacional en el momento en que las fuerzas políticas tradicionales de la oposición habían dejado de existir melancólicamente como solución real para enfrentar la dictadura.

La consecuencia de estos factores se hizo evidente. La inmensa mayoría de los gobiernos de las dos Américas y Europa comenzaron a expresar su apoyo a la hoja de ruta que Guaidó enarbolaba con pasión y en muy pocos días la presión desde dentro y fuera de Venezuela para que él asumiera la Presidencia interina se hizo irresistible. En un primer momento Guaidó había advertido que él estaba resuelto a aceptar esa responsabilidad, pero siempre y cuando contara con el respaldo del pueblo, de la comunidad internacional y de la Fuerza Armada venezolana. Ahora, quizá al darse cuenta de que no podría negarse indefinidamente a satisfacer ese reclamo, el 23 de enero, ante una multitud que lo aclamaba fervorosamente, consciente del apoyo popular e internacional que tenía, pasó por alto que la Fuerza Armada Nacional no le daba su respaldo y se juramentó como presidente interino de Venezuela según el artículo 233 de la Constitución.

Esta carencia de apoyo militar determinó que desde ese mismo día, mucho más a medida que casi 60 gobiernos democráticos del planeta desconocían a Maduro como presidente legítimo de Venezuela y en cambio sí reconocían a Guaidó, en Venezuela coexisten dos “presidentes”, uno sin el reconocimiento de más de 80 por ciento de la población ni de la comunidad democrática internacional pero con apoyo militar, y otro, legítimo de acuerdo con la constitución y con la voluntad de más de 80 por ciento de los ciudadanos pero sin el apoyo militar necesario para gobernar. Resultado, ninguno de los dos puede ejercer las funciones presidenciales a plenitud.

El segundo y muy grave pecado original de la Presidencia interina de Guaidó es que su Presidencia no es el resultado de una elección popular, sino de una decisión consensuada por los 109 diputados de una oposición dividida en 5 bancadas parlamentarias, cada una con visiones estratégicas y de propósitos muy diferentes. Un hecho que coloca a la Presidencia interina de Guaido, que en realidad no es más que el primero entre iguales, en una encrucijada cuya inestabilidad institucional la ha hecho hasta hora impracticable. Una incidencia, por cierto, que al menos en parte explica las contradicciones, la precipitación y el voluntarismo que algunos observadores nacionales y extranjeros le señalan a su gestión como Presidente interino de la República.

   Las primeras sombras

La primera prueba que debió enfrentar Guaidó para medir con exactitud los alcances de sus posibilidades como presidente interino de Venezuela se produjo un mes más tarde, el 23 de febrero, en la fronteriza ciudad colombiana de Cúcuta. Desde hacía tiempo la crisis económica y social se había convertido en pavorosa crisis humanitaria. Sin recursos materiales para mantenerse a flote, y sin alimentos y sin medicamentos, cientos de miles de venezolanos, condenados a morir o a emigrar, se veían obligados a huir despavoridos de Venezuela, generando la peor crisis migratoria de la historia regional. Sobre todo porque el régimen, para no negar la magnitud del problema, rechazaba la necesidad imperiosa de pedirle a la comunidad internacional la ayuda humanitaria necesaria para impedir una auténtica catástrofe.

El tema era prioritario y Guaidó le prometió al país que su “gobierno” se encargaría de hacer entrar a territorio venezolano la ayuda humanitaria que diversos gobiernos de las Américas y Europa venían almacenando en Cúcuta. Más aún, le puso fecha a ese ingreso, el 23 de febrero, y como si eso fuera poco, se comprometió a dirigir personalmente el operativo a pesar de que el Tribunal Supremo de Justicia había dictado una sentencia que le prohibía viajar fuera de Venezuela, y aseguró que ese día, “sí o sí”, él haría ingresar esos cientos de toneladas de alimentos y medicinas a Venezuela.

Allí y entonces comenzó una sombra de duda y desconfianza a opacar los brillos que iluminaban el liderazgo de Guaidó, pues a pesar de que en efecto logró viajar clandestinamente a Colombia y que los presidentes Iván Duque de Colombia y Sebastián Piñera de Chile se hicieron presentes en Cúcuta para demostrar el inconmensurable tamaño de su apoyo a Guaidó, la caravana de camiones que trató de cruzar la frontera colombo-venezolana por el puente Simón Bolívar no logró salir de territorio colombiano. Atacada en el puente por bandas paramilitares del régimen venezolano, la caravana de camiones, dos de ellos en llamas, tuvieron que dar media vuelta y regresar a Cúcuta. Ni un solo kilogramo de medicamentos o comida logró ingresar a Venezuela, y allí y entonces quedó demostrada la distancia que separa los deseos de la realidad. En este caso, la dura realidad que le impone a la Presidencia de Guaidó tanto la falta de apoyo militar como una muy peligrosa mezcla de improvisación y voluntarismo.

Fue, para algunos, una espesa sombra, aunque en realidad no lo fue tanto. Su visita como jefe de Estado a Bogotá, Brasilia, Asunción, Buenos Aires, Lima y Quito, y su regreso sin contratiempo alguno a Venezuela en vuelo comercial desde Panamá, disipó parte de la penumbra. No obstante, a partir de este penoso fracaso su liderazgo comenzó a debilitarse. Especialmente, con el paso de los días y las semanas sin que se diera señal alguna del dichoso cese de la usurpación, las multitudes que desde el primer día lo acompañaban en sus convocatorias a marchas y concentraciones de protesta, comenzaron a ser multitudes cada semana menores. Entre otras muchas razones, porque la gente se cansó de participar en actos de respaldo a Guaidó que nada le añadían al proceso restaurador ni contribuían en nada concreto a la salida de Maduro del poder. Una sensación de estancamiento que quizá lo impulsó a Guaidó a la precipitación del 30 de abril, cuando alrededor de las 6 de la mañana irrumpió en las pantallas de la televisión, esta vez rodeado de un grupo de militares fuertemente armados y acompañado por Leopoldo López, jefe de Voluntad Popular, el partido político en el que milita Guaidó, detenido en febrero de 2014 y hasta ese instante sometido a injusta prisión. Para mayor sorpresa de todos, Guaidó anunció en su mensaje el inminente cese de la usurpación y llamó a civiles y militares a unirse a él en lo que llamó “sublevación cívico-militar.” El pronunciamiento no pasó de ser una sorpresa, y tal como dos meses antes había ocurrido en Cúcuta, el episodio terminó sin ninguna novedad, excepto la liberación de López y su asilo, esa misma tarde, en la residencia del embajador de España, donde aún se encuentra en calidad de “huésped.”

Desde este controversial capítulo de los que algunos llaman “el ciclo Guaidó”, la calidad de su liderazgo comenzó a perder su luminosidad inicial. Sobre todo cuando en lugar de repetir hasta el cansancio las tres etapas de su hoja de ruta, destacados dirigentes de la oposición parlamentaria, incluyendo al diputado Stalin González, vicepresidente de la Asamblea, en lugar del “cese de la usurpación”, mencionaron la celebración a muy corto plazo de elecciones presidenciales, sin tener en cuenta que ese era el último paso de la hoja de ruta. Empezó entonces a circular un rumor inquietante. Representantes de la oposición, o para ser más preciso de Guaidó, porque en definitiva ese colectivo llamado “oposición” ya había dejado de existir, estaban a punto de reiniciar una nueva ronda de negociaciones con el régimen. Esta vez en la remota y gélida Noruega. ¿Sería posible?

Al iniciar su andadura como presidente de la Asamblea Nacional primero y poco después como presidente interino de Venezuela, Guaidó había expresado de manera muy tajante que él jamás se sentaría a negociar nada con la dictadura. Ahora, sin embargo, ni él ni nadie de su entorno desmintieron el rumor. Hasta que en la segunda semana de mayo se supo, que en efecto, algunos negociadores de una “oposición” no definida se encontraban en Oslo, donde el gobierno noruego trataba de mediar entre el régimen y la oposición. Después de un brevísimo período de sí, pero no, Guaidó admitió que dos representantes suyos habían viajado a Oslo a pedido del gobierno noruego y que él, con todas las herramientas posibles de un eventual cese de la usurpación sobre su mesa, continuaría explorando con esta mediación o con cualquier otro mecanismo la posibilidad de ponerle fin a la usurpación en una mesa de negociaciones.

Ya sabemos cuál ha sido el desenlace de esa confusa experiencia. La próxima semana, en la tercera y última parte de este ensayo por definir las coordenadas actuales del proceso político venezolano, trataremos de aproximarnos a lo ocurrido en el eje Oslo-Barbados, el desarrollo de esas fallidas conversaciones y el aparente final de unas negociaciones que a fin de cuentas nunca tuvieron la menor posibilidad de producir la imposible cuadratura de una culpa colectiva que al menos por ahora no tiene el consuelo del perdón, la gran recompensa de todo pecado.

 

 

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