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Armando Durán / Laberintos: Juan Guaidó ¿Borrón y cuenta nueva?

 

   “Vamos pa´dentro, aquí mandan los civiles, no los militares.”

Coreando esta suerte de grito de guerra, pocos minutos después de las 10 de la mañana del martes 8 de enero, Juan Guaidó, los 100 diputados que lo apoyan, un grupo de partidarios suyos y numerosos trabajadores de la prensa, rompieron a empujones y mucha voluntad la barrera de la Guardia Nacional Bolivariana que les impedía ingresar al Palacio Federal Legislativo. Luego, en tropel, se dirigieron al hemiciclo parlamentario y ocuparon el espacio que a la fuerza el régimen les había negado 48 horas antes, mientras por una puerta trasera los 53 diputados chavistas y los 17 tránsfugas de la oposición que trataban de violar una vez más la Constitución y usurpar las funciones de la Junta Directiva de la Asamblea Nacional, escapaban del lugar a toda prisa y corriendo.

De este modo azaroso, Guaidó, reelecto el domingo en la Presidencia de la Asamblea con el voto de la mayoría de los diputados en sesión extraordinaria celebrada en un espacio cedido por el perseguido diario El Nacional, recuperaba el control físico del Poder Legislativo. De inmediato se aprobó entonces el acta que protocolizaba la votación del domingo y, en consecuencia, de acuerdo con el artículo 233 de la Constitución Nacional, se juramentó a Guaidó por segunda vez como presidente interino de la República.

 

 

Estos fueron, en pocas palabras, los sucesos con que terminó la fallida intentona de Nicolás Maduro por neutralizar, con 12 meses de retraso, el desafiante funcionamiento de una Asamblea Nacional democrática, resuelta a actuar como gobierno interino con el reconocimiento oficial de 57 democracias del planeta. En definitiva, un nuevo paso en falso del chavismo que, más allá de su fracaso, puede que resulte la más costosa de las muchas torpezas cometidas por Maduro desde que Hugo Chávez, moribundo, lo nombró su sucesor a finales del año 2012.

Sin embargo, tras este lamentable espectáculo que le ofreció el régimen a un país cada vez más indignado por los desmanes del oficialismo y ante los ojos asombrados de una comunidad internacional que ya no cesa de condenarlos, quedan flotando en el espeso aire de la crisis venezolana tres preguntas inquietantes:

¿Por qué tomó Maduro esta decisión ahora y no antes?

¿Cuál ha sido el efecto inmediato de su fallido golpe de mano?

Y, por supuesto, ¿cuáles serán sus consecuencias a mediano plazo?

   El por qué

Este desencuentro de Maduro con la realidad con la finalidad de retomar el control de la Asamblea Nacional se inició hace años, exactamente el 5 de diciembre de 2015, cuando los candidatos del régimen sufrieron una aplastante derrota en las elecciones parlamentarias de aquel día. Desde el año 2000, las maniobras fraudulentas realizadas por el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Supremo de Justicia le habían permitido a Chávez primero y a Maduro después ejercer un dominio absoluto del Poder Legislativo, pieza clave del engranaje necesario para poder darle cierto lustre de formalidad democrática a un gobierno que no era para nada democrático.

Comprobar entonces que a pesar de los habituales abusos y manipulaciones de las autoridades electorales la magnitud de los votos ciudadanos era tal que anulaban los efectos habituales del ventajismo oficial, constituyó una verdad insoportable, pues ponía en manos de la oposición nada menos que las dos terceras partes de los escaños parlamentarios. Un hecho que le hizo comprender a Maduro que el futuro del proyecto astutamente diseñado y puesto en marcha por Chávez para reproducir en Venezuela la totalitaria experiencia cubana, pero “por otros medios”, corría ahora peligro de muerte.

El problema es que Maduro también comprendió ese día que aquella derrota lo colocaba en un callejón sin salida. De ninguna manera podría seguir gobernando despóticamente con una Asamblea Nacional independiente de su voluntad, pero tampoco podía recurrir al expediente de la fuerza para desconocer de hecho la victoria electoral de la oposición. De ahí que le imprimiera a su gestión de gobernante una tarea mucho más penosa, la de ir socavando poco a poco el poder del Parlamento. Primero, aprovechando la servidumbre de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia para invalidar “judicialmente” todas y cada una de las decisiones legislativas tomadas por la nueva y democrática Asamblea Nacional. Después, sofocando a sangre y fuego las masivas protestas populares que durante cuatro largos meses estremecieron al país y tiñeron las calles de Venezuela con la sangre de miles de ciudadanos heridos y 150 asesinados por las fuerzas represivas del régimen. Por último, en agosto de aquel difícil año 2017, sacándose de la manga un espurio poder legislativo paralelo a la Asamblea Nacional, la llamada Asamblea Nacional Constituyente, a la cual, en septiembre, migró toda la representación del chavismo en la legítima Asamblea Nacional.

De esta manera tan típica de actuar de los déspotas despojados por sorpresa de buena parte de su poder, Maduro había roto, irremediablemente, lo poco que quedaba en Venezuela de hilo constitucional. Para ello contaba, como siempre ha contado el régimen desde el fugaz derrocamiento de Chávez el 11 de abril de 2001, con la colaboración del sector más complaciente de la oposición. En este caso lograba desmovilizar la calle con la oferta que se le hizo a la Mesa de la Unidad Democrática de convocar las elecciones regionales y municipales que Maduro había ordenado no celebrar para así eludir la vergüenza de nuevas derrotas electorales. Sólo traicionado a quienes aún combatían al régimen en las calles de todo el país, podría la MUD inscribir a sus candidatos, sin tener en cuenta por supuesto las condiciones electorales, y si además aceptaba la alianza opositora reiniciar las conversaciones con el régimen para acordar los términos de la elección presidencial pautada por la Constitución para diciembre de 2018.

El fracaso de aquellas conversaciones fue rotundo. Ante la ciega arrogancia del régimen, a los cuatro principales partidos de la oposición no les quedó más remedio que levantarse de la mesa y anunciar que no participarían en esa futura elección. De ahí que Maduro adelantara su reelección para el 20 de mayo, ahora sin candidato opositor válido, y que esa misma noche el Consejo Nacional Electoral oficializara su fraudulenta su falsa victoria. Una decisión infeliz de los estrategas de régimen, que pretendían terminar de asfixiar a la Asamblea Nacional por la vía indirecta de un supuesto triunfo en las urnas trucadas del 10 de mayo. Un hecho, sin embargo, que solo consiguió profundizar la conflictividad política y provocar un hecho que nadie podía haber sospechado: la elección en enero de 2019 de Juan Guaidó como nuevo presidente de la Asamblea Nacional. Guaidó era entonces un simple y desconocido diputado de Voluntad Popular, el partido del encarcelado Leopoldo López, quien al jurar el cargo también declaró que asumía la responsabilidad de ponerle fin a la usurpación de la Presidencia de la República por parte de Nicolás Maduro, de conformar un gobierno de transición y celebrar elecciones libres y justas para devolverle su plena vigencia a la Constitución y al Estado de Derecho.

Una vez más, el remedio empleado por el régimen resultaba peor que la enfermedad.

   El efecto inmediato

Sin la menor duda, la sorpresiva aparición de Guaidó, diputado perfectamente desconocido hasta ese instante, desestabilizó al régimen, que se quedó sin opciones para enfrentar a su nuevo adversario. Pero ahí no terminó el desafío. Si bien la propuesta de Guaidó tuvo un efecto demoledor en el seno del régimen, lo peor apenas comenzaba, pues los diputados opositores, orgullosos de pronto por la hoja de ruta propuesta por Guaidó, a pesar de los ataques del Tribunal Supremo de Justicia y del entendimiento del régimen con una dirigencia política opositora incoherente, oportunista y sin auténtico compromiso con el anhelado cambio de presidente, gobierno y régimen en el menor plazo posible, contrajo la responsabilidad de apoyar a su presidente y hacer posible el resurgir de una renovada fuerza de oposición, ahora con súbita y al parecer formidable fuerza ciudadana y con un impresionante apoyo internacional. Hasta el extremo de desconocer de manera abierta y resuelta la legitimidad de Maduro como presidente de Venezuela y aprobar un estatuto con fuerza de ley que trazaba puntualmente el camino a seguir para hacer realidad el fin de la usurpación y la transición de Venezuela a la democracia. En virtud de esta nueva relación de fuerzas, el 23 de enero, ante una multitud de ciudadanos entusiasmados, Guaidó invocó el artículo 233 de la Constitución y se juramentó como presidente interino de la República.

Se trataba, sin duda, de un desafío inaudito. El régimen no solo tenía que vérselas con una Asamblea Nacional en plena rebeldía constitucional, sino que ahora también tendría que vérselas con un gobierno paralelo, cuyo presidente, además, recibía el reconocimiento oficial de las principales democracias de las dos Américas y de Europa. Y así, si tres años antes la instalación de una Asamblea Nacional con mayoría absoluta de la oposición había paralizado a un régimen que no podía convivir democráticamente con ella, pero que tampoco podía abolirla por la fuerza sin perder su leve pero valiosa legalidad democrática de origen, menos podía enfrentar ahora el reto que le presentaban una Presidencia paralela con amplio respaldo de la comunidad internacional.

La oposición dialogante, la de los beneficios compartidos con el régimen, de nuevo acudió entonces en ayuda de Maduro. La elección de Guaidó no le merecía a los jefes políticos de Acción Democrática, Primero Justicia y Un Nuevo Tiempo la menor confianza, entre otras razones porque además de su juventud y de su pasado como participante muy activo de las protestas callejeras de 2014 y 2017, él era militante de Voluntad Popular, el partido del encarcelado Leopoldo López, adversario de ellos hasta hacía muy poco. Razón suficiente para aceptar la elección del nuevo presidente con la condición expresa de nombrar a dos de sus hombres de mayor confianza, Edgar Zambrano y Stalin González, como vicepresidentes primero y segundo de Guaidó. No para ayudarlo en su empresa de lograr el “cese de la usurpación”, sino para darle a esa hoja de ruta un destino distinto, el de la negociación con Maduro, al cobijo de mediación internacional, en esta ocasión del respetable gobierno de Noruega, con la oferta de quitarle beligerancia a la conducta de Guaidó y buscar un acuerdo que desvaneciera el dichoso cese de la usurpación en las brumas de la eterna solución electoral.

Bajo ese signo nada rupturista se inició el 15 de mayo esta nueva ronda de negociaciones, en Oslo y en Barbados. Hasta que volvió a tomar cuerpo la celebración de elecciones, parlamentarias en diciembre de 2020 y presidenciales más adelante, aunque dos puntos esenciales obstaculizaban llegar a un acuerdo final. En primer lugar, la necesidad de recomponer el Consejo Nacional Electoral, desde el año 2003 bajo riguroso control chavista. El otro, la permanencia de Maduro en la Jefatura del Estado. Al final, los negociadores alcanzaron un punto de relativo equilibrio. Maduro seguiría siendo presidente de Venezuela, pero se accedía a conformar un nuevo CNE desde la Asamblea Nacional, como lo ordena la Constitución Nacional, para lo cual, sin embargo, debía superarse otro inconveniente. Desde septiembre de 2017 en la Asamblea Nacional sólo estaban presentes los diputados de la oposición electos en diciembre de 2015, y por ser monocolor no podía emprender debidamente la compleja tarea de designar un CNE “equilibrado.” Razón suficiente para hacer posible otro imposible, el regreso a la Asamblea Nacional de los cincuenta y tantos diputados del chavismo que en septiembre de 2017 habían renunciado a sus escaños para incorporarse a la espuria Asamblea Nacional Constituyente.

Solucionar todas estas contradicciones a espaldas de la opinión pública y sin mayores contratiempos, se tradujo en la devolución de sus escaños a los diputados chavistas que los habían abandonado y demostró que a fin de cuentas Guaidó era más de lo mismo, pero también trajo la tempestad de este 5 de enero.

En este momento, y por ahora, podría afirmarse que el efecto inmediato de este penoso episodio parlamentario, si bien en un primer momento se percibió como el fin político de Guaidó, que es desde enero del año pasado el imposible objetivo político de Maduro, lo cierto es que todo ese disparate también puede haberle hecho ver, para eso precisamente es que sirven las crisis, que la incoherencia sistemática de sus pasos durante los meses de incertidumbre creciente que se iniciaron en abril-mayo, generaba la necesidad de recuperar las banderas radicales que había enarbolado en enero del año pasado. Única alternativa para impedir que Maduro pudiera salirse con la suya. Un giro probable que experimentará ahora la lucha política en Venezuela, aunque sus verdaderos alcances sólo los veremos en el discurrir de los próximos días.

   Las consecuencias a mediano plazo

De este nuevo y posible cambio de rumbo dependerán las consecuencias de esta última y todavía inconclusa confrontación entre Guaidó y Maduro, y también, por supuesto, el futuro político y existencial del joven presidente parlamentario. Por el momento, dos hechos permiten pensar que sí, que gracias a los sucesos de este tumultuoso largo fin de semana, Guaidó ha decidido retomar el camino del cese de la usurpación y el fin de la dictadura. Al menos, ha dado dos importantes pasos. Por una parte, ha declarado que de ahora en adelante no se someterá a la disciplina de su partido, que en términos prácticos significa dejar de seguir los pasos a pies juntillas de Leopoldo López, algo que marcó negativamente su autoridad presidencial desde el 30 de abril. La otra, haber juramentado a dos nuevos vicepresidentes, Juan Pablo Guanipa y Carlos Berrizbeitia, de conducta pública notoriamente opuesta a las de Zambrano y Stalin González, quienes durante los críticos meses del año 2019, en lugar de apoyar a Guaidó, hicieron todo lo contrario al desempeñarse como estrictos defensores de la estrategia y los intereses de la moribunda Mesa de la Unidad Democrática.

Podrá decirse que estos son ingredientes insuficientes para despertar el optimismo de otros tiempos y creer que el presidente reelecto no volverá a caer en la trampa de los falsos entendimientos con el enemigo y en cambio hará un drástico borrón y cuenta nueva. No dudo que así sea y esta presunción resulta del todo prematura, pero para quienes viven y sufren en el abismo cada día más hondo y oscuro de la crisis venezolana, la esperanza, por infundada que sea, es un producto esencial de la dieta diaria.

 

 

 

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