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Armando Durán / Laberintos: La reina ha muerto; viva la monarquía

   Escribo estas líneas el jueves 22 de septiembre. Atrás quedan 70 años del reinado de Isabel II y 11 días de unos funerales que pusieron en evidencia el afecto extraordinario que sentían los ciudadanos por su reina y la capacidad organizativa de la corona para orquestar los mayores funerales de la historia británica con absoluta precisión, aunque con pomposidad excesiva, más ajustada a los tiempos de un imperio que dejó de existir hace décadas que a las realidades del mundo actual. No todo, sin embargo, vuelve ahora, en el Reino Unido, a la normalidad.

   El fallecimiento de la reina estaba perfectamente previsto y sus funerales fueron perfectamente planificados en todos sus detalles. Lo único que alteró el desarrollo de estos funerales y su tránsito sin contratiempo alguno desde un sobrecogedor estado de duelo colectivo a la normalidad del día a día fue la crisis política provocada por los excesos festivos, el Partygate de Boris Johnson, su sustitución por Liz Truss, hasta ese instante ministra de Asuntos Exteriores, invitada formalmente por la reina a asumir la jefatura del Gobierno tres días antes de su muerte. Superadas la muerte de la reina y desalojado Johnson de su residencia oficial, Gran Bretaña inicia ahora un período de imprevista inestabilidad y dudas inquietantes.

    La primera y más perturbadora interrogante es la misma que oscurece el porvenir del resto del mundo por la agresión de Vladimir Putin en Ucrania. Según los planes de Moscú, la guerra debía de haber durado apenas una semana, pero ya lleva más de siete meses y no parece tener un fin próximo, tanto por la firme y muy capaz resistencia ucraniana, como por las evidentes insuficiencias del equipo y del personal militar ruso, hasta el extremo de que es Putin quien se encuentra acorralado en un auténtico callejón sin salida. ¿Se verá por las circunstancias a abandonar el poder, o la extrema debilidad de su jefatura lo hará caer en la tentación de recurrir al arsenal nuclear ruso, aunque ello signifique precipitar al mundo en un abismo de hondura inimaginable?

   Mientras un escalofrío de terror dispara todas las alarmas en los centros mundiales de poder, surgen otras dos amenazas, también aterradoras. Por una parte, el calor extremo que ha castigado este verano al hemisferio norte del planeta pone sobre el tapete el tema de un cambio climático que se pretendía pasar por alto pero que ahora se impone universalmente como un peligro inminente y muy real. Por otra parte, estos calores han hecho mucho más palpable la gravedad de una inflación que no se padecía en el mundo desarrollado desde hace muchos años, agravada cada semana por el alza creciente del precio de los combustibles, una circunstancia que aumenta considerablemente la angustia de una clase media que sencillamente no sabe en estos momentos de tensiones intensas qué cataclismo le depara el día de mañana.

   A todas estas, la proclamación de Carlos III como nuevo monarca del Reino Unido le insufla a la vida británica el ingrato ingrediente de la inestabilidad. No solo porque Isabel II había sabido imprimirle a la institución monárquica el valor inestimable de la estabilidad a pesar de todas las posibles perturbaciones, como la generada por la aparatosa derrota política y militar del gobierno de Anthony Eden en Egipto en otoño de 1956 para recuperar el control del canal de Suez, las turbulencias de la guerra fría y el temor al estallido de una nueva guerra mundial en Europa, o  los muchos escándalos familiares protagonizados por su hermana Margarita, la conducta impropia de su hijo mayor con Diana Spencer, desde su misma luna de miel hasta la noche del accidente mortal que le costó la vida la noche del 31 de agosto de 1977.  Una quietud en medio de todos los desastres gracias a su no hacer nada ni decir media palabra sobre nada, que resultó ser el arma más efectiva para blindar al reino, a pesar de hacer agua por todas sus costuras desde la segunda guerra mundial.

   Como quiera que sea, durante los 70 años que duró su reinado, Isabel estuvo a la altura de lo que se esperaba de ella y nada pudo contra ella. Ni las traumáticas independencias de Pakistán y la India, ni la desintegración del imperio, ni los desasosiegos de la guerra fría, ni los desórdenes que han acosado a la familia real hasta el día de hoy. ¿Podrá Carlos III seguir las huellas de su madre? ¿Podrá su reinado resistir las tendencias republicanas que crecen a diario en muchos países miembros de esa Mancomunidad Británica de Naciones, que desde 1949 agrupa en “asociación voluntaria” a las naciones súbditas del imperio que ´habían conquistado su independencia  en el Caribe, en Africa, en Asia, en Oceanía?

   Quizá por estas razones, y por esa mezcla de históricas inadaptaciones políticas y económicas de la monarquía y de la propia democracia británica, cuyas expresiones más explícitas ha sido los conflictos de Irlanda, la pulsión independentista de Escocia y la desigualdad social, en lugar de tomar como ejemplo el discreto y breve funeral de Jorge VI, padre de Isabel y monarca amado y admirado por el pueblo gracias al papel que desempeñó con firmeza heroica durante los años de guerra contra la Alemania nazi, los funerales de Isabel fueron todo lo contrario.

   No porque la monarquía británica corra peligro y estos excesos estuvieran motivados para distraer la atención y darle tiempo a recuperarse, una opción que el propio Carlos III insinuó al advertir que su coronación, prevista para el año que viene, sería una ceremonia sencilla, para nada parecida a la de grandiosidad de la coronación de Isabel. No creo que ni en las manos de este cuestionado Carlos III corra riesgos. Ni siquiera creo que la Casa Windsor vaya a desaparecer en un futuro próximo. Pero estos 11 días de funeral sin duda perseguían el propósito de ofrecerle a los ciudadanos británicos y al mundo el mensaje de que a pesar de todo la corona conserva su tradicional e inquebrantable majestad.

   En su edición del viernes 16 de septiembre, el diario español El País publicó un estupendo trabajo de la periodista venezolana Florantonia Singer, sobre la voraz deforestación que asola a Venezuela. Basta ver la foto que ilustra el texto para comprender cómo, durante los últimos 5 años, Venezuela ha perdido la misma superficie de bosque tropical perdido en los 15 años precedentes, equivalente “al arrase de más de 600 canchas de futbol por día.” Pero más allá de su magnitud, la descripción de esta suerte de voracidad incendiaria, también debemos entenderla como metáfora de la destrucción que vuelve cenizas a Venezuela, despiadadamente, desde hace 20 años. Una interpretación que me hace pensar que Gran Bretaña también ha recurrido a escenificar un desmesurado funeral como metáfora de una vacuna que fortalezca los fundamentos de la nación, y de la monarquía, y ayude a Carlos III, suerte de anciano objetado por muchos a ser el nuevo rey de Inglaterra, Irlanda de Norte, Escocia y Gales, a sobrevivir a sus enemigos y a sus propias e indiscutibles insuficiencias.

 

 

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