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Armando Durán / Laberintos: Nicaragua y Venezuela, ¿abandonadas a su suerte?

 

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   Dos hechos marcan otra semana estremecedora en Nicaragua. Por una parte, el régimen que preside Daniel Ortega anunció una vez más que ya tiene controlada la situación, pero lo cierto es que la resistencia popular a su régimen sigue en sus trincheras de lucha. Por otra parte, el rechazo internacional a la brutal represión de las protestas ciudadanas ha profundizado aún más la indignación y el rechazo universal a la persecución feroz de los “otros” desatada por el sandinismo. “El uso letal de la fuerza del Estado y el número de muertes que ha provocado ya es totalmente inaceptable”, llegó a declarar este lunes en San José de Costa Rica António Guterres, secretario general de la ONU, durante la conmemoración del 40º aniversario de la fundación de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos.

   Para destacar la magnitud de esta matanza que no cesa, El País de España la comparó en su edición del pasado 17 de julio con la actuación del régimen chavista en Venezuela desde el 2 de abril hasta el primero de agosto del año pasado para neutralizar a sangre y fuego la avalancha de manifestaciones de protesta en las calles de toda la nación exigiendo un cambio urgente de presidente, gobierno y régimen. “Frente a las 159 muertes que dejó la represión en Venezuela”, informaba el diario español, “en Nicaragua se han registrado el doble de muertes en sólo tres meses.”

   El dato del periódico y la condena de Guterres son noticias impresionantes. A ello se incorporó el miércoles alguien tan alejado del “imperio” como Pepe Mujica, el ex presidente socialista de Uruguay, quien al referirse a la escandalosa situación nicaragüense sostuvo que “algo que fue un sueño se desvía, cae en autocracia y entiendo que quienes ayer fueron revolucionarios perdieron el sentido de que en la vida hay momentos en los que hay que decir me voy.”  

Se trata, por supuesto, de datos, declaraciones y gestos a tener muy en cuenta a la hora de analizar la tragedia nicaragüense, pero que lamentablemente sólo tienen un valor simbólico. Nada más. La experiencia del caso cubano en la década de los sesenta y de Venezuela desde hace cuando menos dos años, revelan la presencia de obstáculos que por ahora impiden la adopción de medidas de carácter colectivo en la OEA y otros foros regionales, que para ser aprobadas requieren, como ha venido ocurriendo con la aplicación de la Carta Democrática Interamericana, el voto favorable de al menos dos terceras partes de los países miembros del organismo.

   Hasta ahora, del diagnóstico y la condena no se ha podido pasar a la acción, en primer lugar, porque Venezuela antes y Nicaragua ahora cuentan con el respaldo absoluto de Cuba, Bolivia y con el de buena parte de las islas del Caribe, cuyos compromisos políticos con Cuba y económicos con Venezuela las atan en los foros internacionales a los intereses del eje cubano-venezolano. A esta realidad debemos añadir que si bien México, desde los tiempos de Vicente Fox, ha venido ignorando la Doctrina Estrada, que desde 1930 constituía la regla de oro en materia de política internacional mexicana, Andrés Manuel López Obrador, en su condición de presidente electo, ya anunció que a partir del próximo primero de diciembre, fecha de su toma de posesión, su gobierno le devolvería a la Doctrina Estrada su carácter de política de Estado. Venezuela y Nicaragua están al tanto de esta nueva realidad, y saben que después del primero de diciembre será prácticamente imposible que la OEA, el Grupo de Lima, Estados Unidos, Canadá o la Unión Europea puedan intentar acciones concretas en Venezuela o Nicaragua sin saltarse a las toreras estos obstáculos institucionales. De ahí que ahora, una voz de tanto peso en las relaciones entre la Unión Europea y las Américas como la del canciller español, el catalán no independista Josep Borrell, declarara el jueves en Bruselas que “el nuevo gobierno español va a poner mayor énfasis si cabe en la necesidad de encontrar soluciones políticas a la situación venezolana.” Es decir, más de lo mismo en el mejor estilo de Rodríguez Zapatero.

   La cuestión tiene gran importancia, porque en Venezuela, como se ha comprobado después de años de buscarle una solución exclusivamente política a la crisis general del país, es decir, después de muchas rondas de diálogo y numerosas convocatorias electorales, todas falsas y tramposas, ya no cabe la menor duda de que el abismo de miseria y opresión al que han sido arrojados millones de ciudadanos por una minoría sin escrúpulos políticos, exige tomar medidas no precisamente políticas, para propiciar un auténtico, profundo y rápido cambio de la realidad, paso previo imprescindible para abordar con seriedad la difícil tarea de sacar a Venezuela del caos y devolverle a los venezolanos su esperanza en el futuro.

   A Nicaragua le falta mucho para llegar a este punto, pero poco le falta para comenzar a padecer las consecuencias de digerir los amargos frutos de la soledad y la indefensión. Desde esta penosa perspectiva vale la pena recordar que acaban de cumplirse 12 meses exactos del plebiscito convocado por la Asamblea Nacional venezolana para que el pueblo respondiera, después de tres meses y medio de sangrientos enfrentamientos con las fuerzas represivas del régimen chavista en las calles de toda Venezuela, a tres preguntas que indicarían la ruta exacta a seguir para darle sentido y razón de ser a las luchas de los ciudadanos por recuperar la normalidad política. Esta consulta plebiscitaria se realizó el 16 de julio del año pasado y las tres preguntas que se le hicieron a los electores fueron las siguientes:

  1. “¿Rechaza y desconoce la realización de una Constituyente propuesta por Nicolás Maduro sin la aprobación previa del pueblo venezolano?
  2. “¿Demanda a la Fuerza Armada Nacional y a todo funcionario público obedecer y defender la Constitución del año 1999 y respaldar las decisiones de la Asamblea Nacional?
  3. “¿Aprueba que se proceda a la renovación de los poderes públicos de acuerdo a lo establecido en la Constitución y a la realización de elecciones libres y transparentes, así como la conformación de un gobierno de unidad nacional para restituir el orden constitucional?”

   Como estaba previsto, el régimen chavista se negó a reconocer el derecho de la Asamblea a convocar y del pueblo a votar, pero a pesar de todos los pesares, casi 8 millones de venezolanos acudieron al llamado democrático a pronunciarse y esos casi 8 millones de electores respondieron afirmativamente las tres preguntas que se le hacían. El problema es que ese claro y contundente mandato popular de nada sirvió. Ni siquiera para propiciar un cambio en la correlación de fuerzas dentro de la OEA y darle a su secretario general la herramienta legal necesaria para aplicarle al régimen venezolano todo el peso de la Carta Democrática.

   Tampoco se logró que la alianza opositora, cuyos dirigentes habían redactado las preguntas y formalizado la convocatoria, se tomara en serio los resultados de la consulta de aquel 16 de julio. Lo cierto es que hicieron todo lo contrario: los cuatro partidos más claudicantes de la oposición, que desde 2014 controlaban hegemónicamente los resortes del poder interno en la alianza llamada Mesa de la Unidad Democrática (MUD), en lugar de escuchar el mensaje que les transmitía un país desesperado, aceptaron tranquilamente la instalación de la ilegítima Asamblea Nacional Constituyente y luego, tan pronto como ella le ordenó al Consejo Nacional Electoral convocar a elecciones regionales y municipales, comicios que debían de haberse realizados el año anterior y que fueron cancelados como efecto directo de la aplastante derrota chavista en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, desmovilizaron las manifestaciones de calle con la que ellos habían acorralado al régimen, y corrieron a inscribir a sus candidatos para las elecciones y despacharon a sus fracasados negociadores de siempre a reanudar en República Dominicana las negociaciones con el régimen. Como si nada estuviera sucediendo, como si no hubieran muerto 159 asesinados por las fuerzas represivas del régimen, como si no hubieran miles de heridos y encarcelados, como si el país en pleno no le exigiera el cumplimiento inmediato de su mandato de cambio.

   El resultado de esta traición dejó a los venezolanos más huérfanos que nunca y al régimen le salvó la vida. Por otra parte, los muy importantes aliados internacionales de la causa democrática venezolana, o sea, Canadá, Estados Unidos y las 14 naciones agrupadas en el llamado Grupo de Lima, países cuyos líderes estaban comprometidos con la tarea de sacar a Maduro y compañía del poder político en Venezuela, y los millones de venezolanos tras cuatro muy duros meses de lucha en las calles de pronto se vieron abandonados a su suerte, porque la verdad evidente era que sus supuestos dirigentes en verdad no buscaban cambiar nada en Venezuela, sino apenas conservar unos pocos e insignificantes espacios burocráticos de origen electoral para seguir haciendo su triste papel de “oposición” oficial a un régimen, legitimado al fin por la decisión de la MUD a participar, muy activamente por cierto, en los planes elaborados probablemente en La Habana para que nada, absolutamente nada, cambiara en Venezuela.

   La combinación de estos factores, que han convertido al país en un auténtico desierto, es el patético desenlace que puede tener el día de mañana la lucha del pueblo de Nicaragua, si no resisten la tentación a sentarse a una mesa de diálogo tan tramposa como la que en Venezuela le ha servido al régimen para desactivar a sus adversarios en cada ocasión de peligro. Rocambolesca encrucijada en la que los nicaragüenses no deben dejarse llevar por el falso optimismo que tal vez produzca la solidaridad internacional, una ocurrencia a la que debemos incorporar, para no caer en ninguna trampa, la advertencia de López Obrador de que su primera decisión en materia de política exterior será devolverle a la Doctrina Estrada su perversa vigencia como argumento salvador, en la actualidad, de las dictaduras de Maduro y de Ortega. Queramos o no, para mayor gloria, al menos por ahora, de Maduro y Ortega, quienes a la vista de unos pueblos abandonados a su suerte, tal vez muy pronto puedan dormir tranquilos. Como si fueran inocentes. 

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