Armando Durán / Laberintos: Petro presidente, pero…
A las 4 en punto de la tarde del domingo 19 de mayo se cerraron las urnas de la segunda vuelta de la elección presidencial de Colombia. Una hora y 5 minutos más tarde, contadas 94 por ciento de las papeletas de votación, la ventaja de Gustavo Petro sobre Rodolfo Hernández ya resultaba insuperable. A esa hora comenzó la fiesta popular en la gigantesca Movistar Arena bogotana y allí pronunciaría Petro su primer discurso como presidente electo de Colombia.
Su victoria no tomó a nadie por sorpresa. Todas las encuestas coincidían en señalar que Petro ganaría con una ventaja de alrededor de 2 por ciento. Al conocerse al final de la tarde las cifras finales de la votación, esa ventaja pasó a ser de muy poco más de 3 por ciento. Estrecho margen solo comparable al que permitió a Ernesto Samper aventajar a Andrés Pastrana en la segunda vuelta electoral de 1994, pero con una diferencia importante. Hace 28 años, la vida política colombiana se sostenía sobre el sólido piso de un histórico bipartidismo, liberales y conservadores, que más allá de algunas diferencias puntuales, compartían una misma visión del mundo y de la política colombiana.
La situación actual es otra muy distinta. Petro, quien dio sus primeros pasos políticos en las filas del M-19, movimiento de guerrilla urbana fundado en 1970 y dedicado al secuestro de dirigentes políticos y empresariales del país para financiar sus actividades, estaba en prisión cuando sus compañeros del M-19 asaltaron, en 1985, el Palacio de Justicia, en Bogotá. Tras varias horas de sangrienta lucha, aquella aventura dejó un pavoroso saldo de 98 muertos. Pacificado el M-19 tras la firma de un acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco cuatro años después, sus miembros, con la excepción de Carlos Pizarro, principal dirigente del movimiento asesinado apenas 40 días después de la firma del acuerdo, se incorporaron a la vida política colombiana, hasta el extremo de que Antonio Navarro Wolf, jefe negociador del M-19 durante la discusión del acuerdo, llegó a ser uno de los tres presidentes de la Asamblea Constituyente encargada de redactar un texto que sustituyera la constitución de 1886, todavía vigente en Colombia.
Petro nunca ha dejado de ser un hombre de izquierda, ni ha dejado de promover un profundo cambio político, económico, y como tal es el primer representante de izquierda que conquista electoralmente la presidencia del país. Tanto, que en su discurso del domingo destacó que para él lo primero es la paz, lo segundo la justicia social y lo tercero el equilibrio ambiental. No fue casual, que su elección para acompañarlo en la Vicepresidencia de Colombia fuera Francia Márquez, afrocolombiana, madre soltera de dos hijos y activista a tiempo completo en el universo de las organizaciones sociales que defienden y promueven los derechos de los colombianos más excluidos del sistema, los “Don Nadie”, como los llama ella. Precisamente por estos datos no disimulados en absoluto de la fórmula que se ha impuesto el domingo a fuerza de votos, la consigna de ambos era “el cambio imparable.” Por armar su campaña sobre esta advertencia, las encuestas señalaban que el resultado de esta segunda vuelta, al sumar Rodolfo Hernández los votos que se habían inclinado hacia los otros derrotados, haría que el resultado de la confrontación entre los adversarios de Petro y sus seguidores fuera muy parejo. A medida que se acercaba la fecha de la segunda vuelta y se mantenía esa suerte de empate técnico de los dos candidatos, la tensión política y social crecía en el ánimo nacional.
A pesar de estos temores, la jornada electoral del domingo transcurrió en perfecta paz, sin el menor contratiempo. Y, cuando esa noche Petro se dirigió al país desde el inmenso espacio del Movistar Arena de Bogotá, sus palabras se centraron en la necesidad urgente de zanjar las diferencias y tender puentes que tranquilizaran a sus adversarios políticos y a los ciudadanos en general. Sobre todo, para los días que faltan para el 7 de agosto, día en que tomará posesión de la Presidencia de la República, y para el 7 de septiembre, fecha señalada para que de conformidad con el llamado Estatutos de la Oposición los grupos parlamentarios deben declarar si son partidarios del gobierno, de la oposición o son independientes. Para entonces, Petro, que al igual que su rival ha basado su campaña electoral en la denuncia de la corrupción que contamina indeleblemente a los partidos políticos y a los políticos de oficio, tendrá que haber alcanzado suficientes acuerdos con el Senado y la Cámara de Diputados, fragmentados por la desintegración de los partidos políticos, y la ausencia de un dirigente de oposición y otro de gobierno capaces de aglutinar en torno suyo suficiente respaldo para apoyar o para enfrentarse a la gestión presidencial de Petro.
Téngase además en cuenta que el nuevo presidente no cuenta siquiera con los parlamentarios que representan a los diversos grupos y movimientos que integran la alianza político-electoral llamada Pacto Histórico, que se volcó en favor de su candidatura rupturista. Petro también tendrá ahora que negociar con ellos los consensos que le permitan poner en marcha su gobierno. Y el cambio prometido.
Por eso en su discurso de la noche del domingo no adelantó su posición sobre aspectos concretos de lo que será su gobierno. En esta ocasión se limitó a expresar su deseo de que “Colombia, en medio de su diversidad, sea una Colombia, no dos Colombias.” A sabiendas de que la mayoría de los votos que obtuvo Rodolfo Hernández fueron votos contra lo que Petro representa en el imaginario colectivo de Colombia. Y que su victoria del domingo carecería de auténtico valor, si antes del 7 de agosto no logra montar un “gran acuerdo nacional” que abarque una mayoría mucho más amplia que ese 50 por ciento de electores que votaron por él. De ahí su insistencia en ofrecer que como presidente de Colombia promoverá “una política del entendimiento, del diálogo, de comprendernos los unos a los otros… Que ni es el momento de los odios significa que nos perdonemos. Que la oposición que tendremos, bajo los liderazgos que quieran, sea el de Uribe, el de Federico, el de Rodolfo, el de todos serán siempre bienvenidos en el Palacio de Nariño, para dialogar sobre los problemas de Colombia… En este gobierno que se inicia ahora no habrá persecución política, solo habrá respeto y diálogo. Así es cómo podremos construir lo que desde hace unos días llamamos el gran acuerdo nacional.”
Sin duda, un mensaje que anuncia que el fundamento de su gobierno será la tolerancia para enfrentar y resolver los problemas, y para afrontar espinosos desafíos por venir y superar: su papel en el marco del giro hacia una “nueva” izquierda en América Latina que propician los presidentes Andrés Manuel López Obrador en México, Gabriel Boric en Chile, Alberto Fernández en Argentina y después de octubre, quizá Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil; las relaciones de su gobierno con Cuba y, de manera muy especial y difícil, con la vecina Venezuela; y la imprescindible necesidad de hacer que la cúpula militar colombiana acepte que él, un ex guerrillero del M-19, sea su comandante en jefe.
De estos y otros retos nos ocuparemos en próxima columna, cuando tengamos suficientes indicios para percibir la dirección real que emprenderá el nuevo presidente colombiano. Por ahora nos limitaremos a señalar un error, indiscutiblemente peligroso, que cometió en su particularmente conciliador discurso del domingo, probablemente inducido por alguien de su círculo más íntimo, al dirigirse directa y personalmente al fiscal general de la Nación:
“Le pido al fiscal”, dijo Petro, “que libere a nuestros jóvenes presos.”
Francisco Barbosa, el aludido, tardó menos de una hora en reaccionar, y lo hizo con una respuesta breve y tajante:
“Si el presidente electo quiere liberar a jóvenes que cometieron delitos, debe pedirle al Congreso el favor de cambiar la ley y no al fiscal general.”