Democracia y Política

Armando Durán / Laberintos: ¿Qué es lo que quiere Trump?

Trump comprará un Tesla a Musk para demostrarle su apoyo | Noticias  Telemundo

 

   Dos hechos, separados apenas por dos semanas, nos ayudan a comprender el sentido de las idas, las contramarchas y las incoherencias que marcan la irritante manera que tiene Donald Trump de ejercer el poder. De paso, quizá también nos faciliten despejar la ruta que nos lleve hasta el final del camino que Donald Trump pretende recorrer desde el pasado 20 de enero y podamos descubrir el significado de lo que fue seña de identidad absoluta de su tercera campaña electoral: “Hacer América (es decir, Estados Unidos en la estrechez del habla local) de nuevo grandiosa.”  

   El primero de estos hechos es la afirmación de que “América ha vuelto”, formulada el pasado 27 de febrero en su primer discurso ante sesión conjunta de las dos cámaras del Congreso estadounidense en el Capitolio de Washington. Luego se jactó de que en los 43 días que llevaba entonces como presidente de Estados Unidos por segunda vez, había hecho más que cualquier otro antecesor suyo en los cuatro o en los ocho años de sus mandatos. Concluyó su largo y ditirámbico discurso de 100 minutos con una severa advertencia, dirigida por supuesto a los senadores y representantes de ambos partidos que lo escuchaban, pero también al resto del mundo: “Y solo estamos empezando.”

   No especificó Trump, sin embargo, lo que al fin y al cabo ha logrado en este primer mes y medio de la nueva oportunidad que le habían concedido los electores el pasado mes de noviembre. Ni siquiera nos brindó esa noche un hilo del qué tirar para al menos suponer lo que en verdad se trae entre manos.

   ¿Creerá Trump que desde la cima de su desaforada autoestima y poder autocrático le basta expresar un deseo para hacerlo realidad? ¿Es decir, que nadie, absolutamente nadie, ni los jefes de gobiernos amigos o enemigos deben poner en tela de juicio la corporeidad de su visión de la grandeza imperial de Estados Unidos? ¿Aunque sus palabras y deseos no tengan asidero alguno en el universo de los hechos concretos? Y me hago estas preguntas, porque con la excepción de cambiarle el nombre a lo que todos siempre hemos llamado y seguiremos llamando golfo de México, y porque proclamar ahora, muy solemnemente por cierto, que la lengua inglesa es el idioma oficial de Estados Unidos, redundancia irremediablemente innecesaria y porque la incontenible avalancha de órdenes ejecutivas sobre esto, aquello y todo lo demás, que firma ante las cámaras de televisión en su despacho Oval de la Casa Blanca convertido en escenario de anuncios siempre según él extraordinarios y grandiosos, nada sobresaliente ocurre en el universo de los hechos concretos.  Aunque poco después cualquier juez de tercera prohíba que se cumpla esta o aquella, o que dentro de nada otras órdenes ejecutivas modifiquen o sencillamente la cancelen otra. Sin que nada, mnos la inestabilidad y el miedo, quede de esa suerte de incansable gimnasia gestual. No de gobernante, por cierto, sino de candidato presidencial en plena campaña electoral.

    El segundo hecho revela la esencia de lo que en China ya han comenzado a llamar “la ley de la selva de Trump”, y se produjo este martes 11 de marzo, cuando desdoblado en agresivo vendedor televisivo de automóviles convirtió los jardines de la Casa Blanca en la sala de exhibición de un concesionario de automóviles eléctricos Tesla, propiedad de Elon Musk, su Primer Amigo, a ver si la teatralidad del suceso rescataba la empresa de su quiebra anunciada por perder en pocas semanas su valor en bolsa, porque para muchísimos potenciales compradores de automóviles Tesla esa marca, Trump y la motosierra que emplea Musk sin piedad para despedir a decenas de miles de funcionarios y empleados del sector públicos son una misma y detestable cosa.

   ¿A esto se limita lo que según sostiene Trump, Estados Unidos ha vuelto a ser? A ser, ¿qué? Ruptura de todos los órdenes con ráfagas de disparos a diestra y siniestra, sin apuntar ni medir en ningún momento sus consecuencias, reparto de amenazas, sentencias, marchas en una dirección y en la contraria, inexplicables contradicciones, medidas punitivas canceladas, o aplicadas horas o días más tarde en otra versión. Cadenas de provocaciones y condicionamientos extremos para arrinconar y extorsionar a quien no se someta de inmediato a su voluntad y cuyo resultado real, por ahora, es la opción de una loca y suicida guerra comercial con México, Canadá, Gran Gretaña, la Unión Europea, China y pare usted de contar, de la que hasta ahora solo se salva Rusia, aunque solo si deja de masacrar  a Ucrania (ese fue el verbo que seleccionó Trump para amenazar a su “amigo” Putin en las redes sociales), acepta firmar el alto al fuego de 30 días impuesto por Washington a Kiev y se sienta con Zelenski a una mesa para negociar los términos de una paz permanente entre las dos naciones.

   Un movimiento continuo, frenético, inasible y cambiante a cada paso, que mantiene al mundo en vilo, que quizá podamos entender mejor si recurrimos a un viejo ensayo de Umberto Eco sobre Silvio Berlusconi, escrito en las postrimerías del ciclo del célebre empresario como gobernante controversial, titulado Berlusconi y la espectacularización de la política, en el que el célebre intelectual piamontés trata de explicar el éxito político del rico empresario gracias a su manejo de los medios, sobre todo de la televisión, para impactar a la opinión pública convirtiendo la política en un espectáculo. En su caso, como en el de Trump, un espectáculo unipersonal. En gran medida, señaló Eco, porque Berlusconi, “de forma voluntaria, presumía de reunir en su persona los estereotipos del italiano promedio, y fue capaz de desarrollar una política que prescinde de las instituciones y anunciar sus decisiones, por graves que fueran, en programas de televisión… Su persona y su omnipresencia televisiva contaban más que las instituciones y los canales de televisión sustituían al Parlamento.”

   Exactamente el caso de Donald Trump, quien como Berlusconi, además de sustituir los poderes legislativos y judicial por las redes sociales que no existían en tiempos del italiano, presume de tener un muy reducido y simple enfoque de lo ocurre más allá de su nariz, influjo de los límites espaciales que fijan las redes sociales, y recurre al vocabulario más elemental posible de la lengua inglesa para moverse en el mundo más sencillo posible, dividido en blancos y negros absolutos, sin grises ni matices, ni necesidad de demostrar lo que se dice, en el que los amigos son más que buenos, “grandiosos”, porque acatan sus órdenes al pie de la letra, y los otros, los que no marchan al son de sus deseos, son “horribles”, y punto. A no ser que reflexionen y corrijan su error.  Un mundo de cuentos para niños y adolescentes, sin que sus personajes se permitan el lujo de la más mínima de las dudas. Un todo o nada absolutos, que es como los autócratas de todos los tiempos piensan, sienten y hacen. Sin ningún estorbo que perturbe su certeza en sí mismo, en medio de un universo selvático, de miras escuetas, que solo apuntan, con fijeza empresarial, en este caso, en el usufructo del canal de Panamá, la riqueza de las “tierras raras” de Ucrania y Groenlandia, y la oportunidad de desarrolla un ambicioso proyecto inmobiliario sobre las ruinas de Gaza.

   ¿Será esto lo que en verdad explique lo que quiere Donald Trump?

 

 

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