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Armando Durán – Laberintos: Venezuela, o el fracaso de la política

 

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   El gobierno de Nicolás Maduro no puede gobernar. La oposición tampoco parece estar en condiciones de sacarlo del Palacio de Miraflores, o sencillamente prefiere que no haya un cambio de gobierno por ahora. El resultado de esta confusa confrontación de intereses subalternos, ambiciones personales contrapuestas, estrategias divergentes, discursos que hoy desmienten lo que se dijo ayer y la incompetencia de unos y otros para adoptar una estrategia determinada y conducirla hasta su final feliz, ha sido la crisis global que hunde a Venezuela en el abismo de una auténtica negación institucional, económica y hasta humanitaria. Una crisis cuyo efecto más desolador es la ingobernabilidad actual del país, el caos como modelo político, económico y social que acorrala a los venezolanos en el callejón sin salida de la peor miseria física y moral de su historia republicana, y desespera a la mayoría de los ciudadanos, porque la oposición no acaba de constituirse en una solución real y convincente.

 

   No se trata de una situación que haya surgido de la noche a la mañana. Los problemas políticos y económicos de Venezuela son viejos y no cayeron del cielo por sorpresa. Sus últimas expresiones, las más notorias y escabrosas del período final de la democracia venezolana, fueron la defenestración de Carlos Andrés Pérez en mayo de 1992, a sólo pocas semanas del fin natural de su mandato presidencial, la ciega obsesión de Rafael Caldera por ser una vez más candidato presidencial en las elecciones de 1993, previa rebelión letal contra su propio partido, y la desintegración irreversible de Acción Democrática y de COPEI, cuyos dirigentes, sin imaginación ni capacidad para percibir lo que ocurría a su alrededor, decidieron participar en las elecciones de 1998 con dos candidatos imposibles, Luis Alfaro Ucero, oscuro jefe del aparato adeco y nada más, e Irene Sáez, quien en su hoja de vida apenas incluía el mérito de haber sido electa reina de la belleza universal en 1981. El funesto desenlace de este doble disparate fue la implosión del sistema político venezolano y el triunfo electoral del ex teniente coronel golpista Hugo Chávez en diciembre de 1998, con 56,2 por ciento de los votos emitidos.

 

   El resto de esta historia es harto conocida. Hecho pedazos el régimen bipartidista y representativo que había reinado en Venezuela desde 1958, Chávez entendió que llegaba su momento para tomar el poder, primero a cañonazos y 6 años después por el engorroso pero igualmente válido camino de la circunvalación electoral, en ambos casos con un mismo objetivo: darle un vuelco radical a las estructuras del Estado y de la sociedad. No sabemos qué habría ocurrido en Venezuela de no haber muerto Chávez en La Habana, según las versiones oficiosas el último día del año 2012 o según la historia oficial del régimen en Caracas en marzo del año siguiente, pero resulta evidente que fue él quien causó la catástrofe que ha expulsado a Venezuela del universo democrático y de la modernidad.

 

   En definitiva, la crisis actual de Venezuela pone de manifiesto el hecho de que el gobierno “bolivariano”, que desde la fallida intentona golpista de febrero del 92 presume de ser la otra cara de la circunstancia política venezolana, es en realidad el último gobierno del antiguo régimen con un guiño inesperado, la astucia de Chávez para imponerle al país un régimen personal y despótico recurriendo a los mecanismos formales del sistema democrático que deseaba destruir. Lo cierto es que Chávez fue el único dirigente político que en aquel momento comprendió que la desintegración sin remedio del bipartidismo adeco-copeyano abría un espacio que le permitiría transformar a fondo las reglas del juego, y convertir gradualmente a las fuerzas armadas en el único partido del nuevo régimen. Cometió, sin embargo, dos graves errores. Por una parte supuso que la riqueza petrolera de Venezuela era inagotable y por la otra que Nicolás Maduro, antiguo empleado del transporte público convertido en canciller de la república, tenía cualidades para ser su sucesor. Dos errores que fueron agravados dramáticamente por los efectos del colapso de los precios internacionales del petróleo y de la incapacidad del régimen para enfrentar las consecuencias económicas, financieras y sociales provocadas, precisamente, por la improvisación, el ordeno y mando típico de la vida en el cuartel, la demolición del sector privado de la economía, la hegemonía comunicacional para imponerle al país un pensamiento único, los abusos desmesurados del poder y el irrespeto sistemático y grosero de los derechos humanos.

 

   Este proceso de vertiginoso deterioro de la vida social en Venezuela ha determinado que la posición de Maduro en la Presidencia de la República, pero también la de su gobierno, después del descalabro electoral del chavismo en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, se hayan hecho insostenibles. Nada ni nadie, excepto desde la perspectiva de una defensa numantina que Maduro parecía estar dispuesto a armar con tal de no abandonar el poder a ningún precio civilizado, ha desembocado en la entrega de poderes extraordinarios al general en jefe Vladimir Padrino López, ministro de la Defensa, primer paso de lo que puede llegar a ser un período de transición hacia el tercer gobierno del régimen chavista, alternativa que sin duda desagrada profundamente a Maduro, pero que también altera seriamente los diversos planes que coexisten en el seno de la oposición para enfrentar a Maduro y derrotarlo electoralmente, en un referéndum revocatorio de sus mandato presidencial, en las elecciones regionales que de acuerdo con el cronograma del Consejo Nacional Electoral deben celebrarse el próximo mes de octubre y en la elección de un nuevo presidente dentro de los 30 días siguientes al referéndum revocatorio, si Maduro no lograra superar este desafío constitucional de la oposición.

 

   Ese hubiera sido un gran triunfo de la política. Y de la democracia. Los dados, sin embargo, no han rodado en la dirección tranquila de la negociación y los acuerdos, sino en el de la confrontación y la violencia. La iniciativa de Maduro, Enrique Samper y José Luis Rodríguez Zapatero de convocar un supuesto diálogo gobierno-oposición con la retorcida intención de desmovilizar la indignación ciudadana y dejar de lado tanto una condena colectiva de la OEA al gobierno Maduro como el referéndum revocatorio solicitado por la oposición de acuerdo con el artículo 72 de la constitución, es una trampa que no engaña a nadie y a estas alturas de la crisis no basta para correr la fea arruga política hasta febrero del año que viene, cuando la cesación de Maduro, bien por la vía del referéndum, bien por la menos costosa fórmula de su renuncia, ya no acarrearía el cambio inmediato de gobierno. En este caso, el vicepresidente asumiría la Presidencia, no provisionalmente, sino hasta las próximas elecciones generales, previstas para diciembre de 2019. ¿Es esta la verdadera razón de la inesperada opción Padrino López, posiblemente articulada en La Habana por los especialistas cubanos en Venezuela, con la disposición de sacrificar a Maduro con tal de salvar a Cuba y al régimen chavista, por lo menos tres años más?

 

   En gran medida, este es el trasfondo de la asfixiante crisis venezolana. Al final del interminable túnel venezolano no se vislumbra la más mínima esperanza en una exitosa acción política. El penoso y lamentable espectáculo de decenas de miles de venezolanos recorriendo a pie los pocos pero desde hace 11 meses inaccesibles metros que los separan de la frontera colombiana y de los comercios de la vecina ciudad de Cúcuta, impulsados porque allí se consiguen los alimentos y las medicinas que no se consiguen en Venezuela a ningún precio, permite medir la magnitud de esta impensable crisis de Venezuela. Y la gran distancia que aparta a ese pueblo exasperado del simbólico y sólo simbólico poder que presumen de tener los dirigentes políticos del gobierno y la oposición. Una realidad que ilustra el súbito e inquietante sentido de la aparición del general en jefe Vladimir Padrino López en el centro iluminado del escenario político. Como si desde las teóricas alturas del mando civil de la mal llamada revolución bolivariana se reconociera al fin que el proyecto chavista no puede seguir siendo un proyecto común de civiles y militares, y se admitiera al fin que a partir de ahora el presente y el porvenir de Venezuela reposa en las exclusivas manos del mundo militar. En otras palabras, esta sorprendente irrupción de Padrino López como único y más auténtico poder en la Venezuela fallida del chavismo civil, no sólo anuncia a los cuatros vientos el punto final del poder civil, sino que pone de relieve el rotundo fracaso de la política como recurso esencial de comunicación entre gobernantes y gobernados. Lo que en verdad se juega el país en estos días cruciales de su proceso político con el nombramiento de Padrino López como inesperado sucesor de Maduro es la posibilidad de eliminar del horizonte de Venezuela los valores esenciales de la democracia como sistema político y como forma de vida, o su restauración. Nada más y nada menos.

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