Armando Durán – Laberintos: Venezuela, ¿Está servida la mesa electoral?
En el momento actual del proceso político venezolano, cuando falta un mes exacto para el 28 de julio, fecha de la elección presidencial más decisiva y controversial de las que se han celebrado durante los 25 años de régimen chavista, la tensión política y la incertidumbre han terminado por trasmitirle a buena parte de la población una sensación térmica cada día más sofocante. ¿Qué va a pasar?, es la pregunta que ocupa la cabeza de los venezolanos.
La impresión que se tiene en este nuevo episodio de nuestra historia electoral es que en esta ocasión los electores no se enfrentarán a la simple disyuntiva de votar por uno u otro candidato, razón de ser de todas las elecciones que se realizan en el marco de las democracias representativas, sino la clave para despejar la agobiante incógnita sobre qué sucederá este 28 de julio y los días y años por venir. Es decir, que la votación del próximo 28 de julio, incluso si se pospone la convocatoria o si el régimen cae en la suicida tentación de cancelar el evento o de sacar del tablero de juego a González Urrutia, determinará si tendremos muchos más años de Maduro como presidente de la República o si ese día se iniciará un cambio profundo, encaminado a desmantelar el desastre provocado por los gobiernos de Hugo Chávez primero y de Maduro después. O sea, si después del 28 de julio tendremos más de lo mismo que hemos tenido durante el último cuarto de siglo, o nos adentraremos en un período más o menos largo de transición hacia una Venezuela que será radicalmente contraria a la que hemos conocido y sufrido desde febrero de 1999.
Esta incertidumbre no es nueva. Hace casi 20 años, a mediados de noviembre de 2006, apenas tres semanas antes de que Hugo Chávez y Manuel Rosales se disputaran la Presidencia de Venezuela, en artículo publicado en El Nacional con el título “La mesa electoral está servida”, advertía que estaba claro que en ese momento, bajo una superficie de aparente normalidad, bullían muy serias amenazas y tensiones. La primera señal de que la realidad política no era lo que parecía ser la ofreció el propio Chávez el 8 de noviembre, en rueda de prensa con los corresponsales extranjeros presentes en Venezuela, al declarar sentirse obligado a repetir su compromiso de reconocer la victoria de Rosales “en el supuesto negado” de que la suerte electoral le fuera adversa.
“Lo mismo”, añadía yo en mi análisis de aquel punto crucial punto del proceso que había puesto Chávez en marcha con su fallida intentona golpista del 4 de febrero de 1992, “ha manifestado Rosales en varias ocasiones. Si Chávez gana, el aceptará su derrota y aquí, caballeros, no ha pasado nada. Ahora bien, ¿por qué tanta y tan innecesaria insistencia en eso de acatar la decisión del árbitro? Cualquier observador desprevenido, al examinar estas actitudes de categórica servidumbre a los principios y valores democráticos por parte de los dos candidatos podría pensar que, tras ocho años de incertidumbres, al fin se despejaba el horizonte político venezolano. ¿O no?”
Sin la menor duda, aquella reflexión la podríamos renovar ahora, cuando a petición de Nicolás Maduro, el Consejo Nacional Electoral convocó a los candidatos presidenciales a un acto oficial del organismo para firmar y asumir el compromiso de acatar sin chistar el boletín del organismo informando del resultado de la elección del 28 de julio. En teoría, un compromiso tan innecesario ahora como en vísperas de la elección presidencial del 3 de diciembre de 2006, porque, a fin de cuentas, como señalaba en ese artículo, “en todas las elecciones, por definición y por sentido común, se gana o se pierde. Sólo se trata de cumplir con ciertas reglas de equilibrio elemental y más tarde contar los votos emitidos. Una circunstancia que nada tiene de espectacular y ante la cual los candidatos no necesitan pronunciarse de antemano, a no ser porque las reglas del juego pudieran favorecer a uno de los jugadores, a que el árbitro esté parcializado o a que se haya perdido la confianza en el desarrollo de la partida. En ese caso extremo, el jugador que se sienta en injusta desventaja y sin opción de modificar las condiciones de su participación en el juego, sencillamente se retira de la mesa.”
Esto último había ocurrido un año antes, cuando poco antes de instalarse las urnas de las elecciones parlamentarias de diciembre de 2005, los partidos de la oposición se abstuvieron masivamente de participar en la votación. Lo mismo ocurrió con la elección presidencial realizada anticipada y fraudulentamente en mayo de 2018, causa tanto del desconocimiento casi universal de Maduro como presidente legítimo de Venezuela como de las sanciones económicas aplicadas a su gobierno por Estados Unidos y la Unión Europea, y razón de las negociaciones que culminaron el pasado mes de octubre en Barbados con la firma de un acuerdo según el cual el régimen venezolano y sus opositores aceptaban participar en una elección presidencial legitimadora del régimen, pero al fin sujeta a nuevas y precisas condiciones de transparencia y equidad. En función de aquel compromiso, la oposición, unificada primero en la candidatura de María Corina Machado y, después de su inhabilitación, por la de Edmundo González, decidió volver a contarse en las mesas electorales y no apartarse del contenido de aquel Acuerdo a pesar de que el régimen lo ha repudiado oficialmente.
En ese repudio y en la actuación crudamente ventajista sostenida por el régimen para obstaculizar por todos los medios la opción electoral de la oposición, tiene validez renovar nuestros temores de noviembre de 2006. “Nadie se imagina”, escribí entonces, “a Tibisay Lucena (presidenta en aquellos tiempos del CNE) en esa medianoche decisiva del 3 de diciembre anunciando en cadena de radio y televisión la victoria de Rosales. Tremenda contradicción, porque el pueblo opositor percibe que la avalancha azul (el color que identificaba la candidatura de Rosales) es incontenible, pero que con este CNE no hay sorpresa posible.” Concluía mi artículo con la siguiente reflexión:
“Por primera vez en la etapa democrática que se inició en 1958 vamos a participar en unas elecciones cuyos resultados no son el fin de elegir un nuevo presidente o reelegir al que ya tenemos, sino un medio para alcanzar otros fines. En el caso de Chávez, para clausurar definitivamente una etapa, la de la vieja democracia según el modelo jeffersoniano, y comenzar a transitar por el rojo rojito camino del socialismo del siglo XXI. En el caso de Rosales, la restauración de la democracia, aunque uno presiente que es posible que ni el propio Rosales vea el propósito final de su candidatura con claridad. La relativa libertad del individuo que se respira en el marco de una tradicional concepción democrática de la vida le imprime a la conducta habitual de los hombres una saludable ambigüedad. Pero hasta eso tiene sus límites. Las elecciones, así sean como medio, están ahí, a la vuelta de la esquina. Y a quienes se preparan a asistir a este banquete se les ha agotado el tiempo para las dudas y las indecisiones. Sencillamente, ya no hay espacio donde cultivar y deshojar más margaritas. Mucho menos para emitir cheques en blanco y crear nuevas y terribles confusiones que conduzcan a Venezuela a nuevas y terribles desilusiones y desengaños.”
Un segundo y muy significativo elemento de la ecuación política en la Venezuela actual es que debemos examinar con extrema suspicacia los estudios de opinión que abundan en estos días electorales, pues sin información poblacional actualizada, sin medios de comunicación independientes y teniendo en cuenta la situación de inseguridad personal y control social que se vive en muchos sectores del país, resulta imposible realizar un trabajo de campo suficientemente confiable para que las encuestas, por serios y honestos que sean sus gestores, ofrezcan una imagen real de lo que piensan, sienten y desean los venezolanos. No obstante, las tendencias que registran los estudios de opinión más serios del país y la observación directa de las movilizaciones del oficialismo y la oposición, ponen en evidencia que Edmundo González Urrutia, el candidato unitario de la oposición, con el respaldo de María Corina Machado, se alzará con la victoria el próximo 28 de julio por amplísima margen.
Paradójicamente, esta circunstancia es a la vez, como sostenía Baudelaire en un poema, el puñal y la herida. En nuestro caso, porque mientras más se consolida la convicción de que “ya ganamos”, expresión de un triunfalismo de muy peligrosa ingenuidad provocado por la desesperación de una sociedad que mayoritariamente actúa impulsada por los efectos devastadores de una crisis cuya solución pasa forzosamente por el recambio urgente de quienes han gobernado a Venezuela desde hace 25 años, mucho más inquietante y peligrosa se hace la naturaleza absolutista de quienes desde la cúpula del poder hace mucho que han dejado en algún recoveco del camino las ilusiones que ofrecían la mal llamada revolución bolivariana y la apolillada consigna cubana de socialismo o muerte. En otras palabras, que en la medida en que la certeza en el triunfo crece en el ánimo de los venezolanos, más crece también el temor a que quienes controlan todos los órganos del Estado tomen la torcida decisión de conservar ese poder por las malas.
Esta es la dura verdad del crucial momento actual de Venezuela, cuyo desenlace, salga rana o salga sapo, como nos recuerda a menudo el dicho popular venezolano, se producirá, por acción o por omisión, este crítico 28 de julio. Durante las próximas cuatro semanas trataremos de ir desenredando esta espesa madeja y trataremos de analizar hasta qué extremos será realmente servida este 28 de julio la mesa electoral.