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Armando Durán / Laberintos: Venezuela – ¡Viva la desigualdad!

 

En los primeros tiempos, el régimen chavista anunciaba el advenimiento de la revolución. Bolivariana, decían, socialista y antiimperialista. Sueños que el viento se llevó.

A estas alturas no parece que aquella fuera la ilusión que impulsó a Hugo Chávez a conspirar durante más de 10 años en los cuarteles y tratar de demoler a cañonazos, el 4 de febrero de 1992, la democracia venezolana, la “falsa democracia”, como la calificaba para explicar la presunta razón de ser de su fallida intentona golpista. Una visión radical y tremendista del futuro venezolano, que solo cobró cuerpo casi tres años después, para ser exactos, el 14 de diciembre de 1994, en el discurso de 37 minutos que pronunció Chávez en el Aula Magna de la Universidad de La Habana. Para sorpresa y estupefacción de Fidel Castro, su mentor desde ese mismísimo día.

La noche anterior Chávez había viajado por primera vez a la capital cubana por invitación personal de Eusebio Leal, responsable de la tarea de recuperar físicamente el casco histórico de la ciudad, y hombre de la máxima confianza política del máximo líder de la revolución cubana. La visión de Chávez que se tenía entonces en Cuba no era precisamente favorable. Sofocada en pocas horas la sublevación de los 15 batallones que lo secundaron aquella madrugada, comenzaron a llegar a manos de Carlos Andrés Pérez, presidente constitucional de Venezuela, docenas de mensajes de respaldo y solidaridad. El primero, de George H. W. Bush, desde la Casa Blanca, el segundo, de Fidel Castro. Para ese momento, Cuba había encontrado en Pérez, en los presidentes de Colombia y México, César Gaviria y Carlos Salinas de Gortari, y en un amigo de antaño cada día más distante, Felipe González, presidente del Gobierno español, una alternativa posible para superar la pavorosa crisis que había generado en la isla el derrumbe del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética.

A finales de 1991, es decir, pocos meses antes de la intentona golpista de Chávez, durante la celebración en Guadalajara de la Primer Cumbre Iberoamericana, el grupo aprovechó la circunstancia y el escenario para sostener una larga y prometedora reunión privada con Castro. En ella le ofrecieron asistir a la aislada Cuba a reincorporarse gradualmente al mundo hispanoamericano a cambio de iniciar una apertura, por ahora económica y después política. En aquel punto crucial de la historia cubana, Castro acogió de muy buen grado la propuesta, porque una cosa era negociar con Estados Unidos, les dijo, y otra muy distinta hacerlo con los hermanos latinoamericanos. En el marco de esta nueva situación, la desmesura chavista de tomar el poder en Venezuela por asalto constituía una amenaza que ponía en peligro la oportunidad de suplir la desaparecida cooperación soviética con el respaldo de América Latina.

Chávez había llegado por primera vez a Cuba la noche del 13 de diciembre. Y nada más bajar del avión, se llevó la mayor sorpresa de su vida. Al pie de la escalerilla lo esperaba Leal, pero junto a él, rompiendo las normas del protocolo diplomático de su gobierno, sonriente y a todas luces feliz, lo recibía con un cálido abrazo caribeño el propio Fidel Castro, quien de pronto tenía dos poderosos motivos para ver a Chávez con otros ojos. Por una parte, Leal, de visita en Venezuela semanas antes, había conocido a Chávez en una reunión con un grupo de dirigentes del Partido Comunista de Venezuela y quedó tan impresionado con quien hasta esas horas no pasaba de ser para él otro militar golpista latinoamericano, que a su regreso a La Habana le informó a Castro que Chávez no era lo que ellos pensaban, sino todo lo contrario. Por su parte, Caldera cometió por esos días el error de recibir en Caracas a Jorge Mas Canosa, empresario cubano de Miami y principal dirigente anticastrista en Estados Unidos, como fundador y líder de la Fundación Nacional Cubano-Americana, a quien recibió, con todos los honores, en su despacho presidencial del Palacio de Miraflores.

Estos dos hechos llevaron a Castro a invitar a Chávez por intermedio de Leal y recibirlo personalmente en el aeropuerto de La Habana, un claro mensaje a Caldera y al propio Chávez. El efecto de este recibimiento produjo al día siguiente otra sorpresa, en ese caso de Castro, visiblemente asombrado por el tema y el tono del discurso de Chávez, quien comenzó diciendo que si bien era la primera vez que pisaba suelo cubano, él, como miles de venezolanos, soñaba todos los días con Cuba, “bastión de la dignidad latinoamericana.” Castro, sonriente y atónito, no pudo reprimir su felicidad al escuchar aquellas palabras. Mucho menos cuando Chávez se dirigió a “mis compatriotas cubanos”, a la identificación de Bolívar y Martí, a la de su movimiento cívico militar con la revolución cubana, a su propósito de enfrentar y derrotar “la ilegal, ilegítima y falsa democracia venezolana” y al reiterar que para conseguirlo no renunciaría jamás al empleo de las armas. Un amor a primera vista entre los dos líderes, que se formalizaría con la firma, el 30 de octubre del año 2000, del Convenio Integral de Cooperación entre los gobiernos de Cuba y Venezuela, que sellaría la suerte conjunta y la estrategia de ambas naciones hasta el día de hoy, cuya síntesis fue el dramático dilema de “Socialismo o Muerte”, que Chávez convirtió en consigna esencial de su proyecto, ahora continental, financiado con los inmensos recursos petroleros de Venezuela, hasta que sus múltiples errores y finalmente su muerte lo borraron, ¿para siempre?, de la realidad política venezolana y de los labios de sus dirigentes.

¿Qué había ocurrido entre aquel 14 de diciembre de 1992 y la muerte de Chávez, según la versión oficial, ocurrida el 5 de marzo de 2013? Para esa fecha no era un secreto para nadie que lo anunciado por Chávez en La Habana sobre lo que se proponía hacer una vez conquistado el poder, ya era un fracaso. Tan absoluto, que Nicolás Maduro, su sucesor de facto, para “legitimar” electoralmente su Presidencia, no pudo derrotar en buena lid a Henrique Capriles, su desangelado opositor en la elección presidencial celebrada el 14 de abril de ese año para llenar el vacío presidencial creado por la muerte de Chávez. Un desastre que se profundizó, y mucho, con la gestión presidencial de Maduro, quien para ser reelegido en 2018 tuvo que adelantar al mes de mayo la jornada electoral prevista para diciembre y se presentó al evento prácticamente en solitario, sin un antagonista válido, razón por la cual su fraudulenta reelección fue desconocida por las principales democracias de las dos Américas y Europa, y a partir del 10 de enero de 2019, fecha oficial de su toma de posesión, causa de que reconocieron la legitimidad de Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, como legítimo presidente interino de Venezuela.

Los principales signos del fracaso provocado por los disparates económicos y financieros de Chávez fue el control de cambios impuesto al país en febrero de 2003 y la primera reconversión monetaria del régimen, cuatro años más tarde, cuando el bolívar pasó a llamarse “bolívar fuerte” y mil bolívares se convirtieron en un bolívar de los nuevos. Única manera de “frenar” la marcha irrefrenable de la economía rumbo a la hiperinflación que arrasaría a Venezuela sin remedio, y que en los años siguientes, Chávez y Maduro tendrían que quitarle al bolívar otros 11 ceros, 14 en total, en sucesivas “reconversiones monetarias”, condenando de esta pésima manera más de la mitad de los venezolanos a sobrevivir con un salario mínimo que, en la actualidad, equivale a 4 dólares estadounidenses, los mismos 4 dólares que reciben los ancianos venezolanos como pensión de vejez del Seguro Social. Si a eso le añadimos el colapso de la economía productora del país y el naufragio de los sistemas de asistencia médica y educación, tendremos una visión precisa del desamparo que sufre la inmensa mayoría de los ciudadanos, cataclismo social que ha dado lugar a que durante los últimos años un cuarto de la población del país haya escapado, incluso a pie, a las naciones vecinas, el mayor éxodo en la historia latinoamericana, y que la pobreza extrema se haya extendido a más de 80 por ciento de la familia venezolana.

Esta realidad, por supuesto, nada tiene que ver con el proyecto con que Chávez deslumbró a Fidel Castro el 14 de diciembre de 1994 en la Universidad de La Habana ni con la esperanza que su mensaje tremendista insufló en el ánimo de los venezolanos más excluidos desde su exitosa campaña electoral de 1998. A lo largo de estos últimos 23 años, los sueños de entonces se han transformados en la pesadilla que se manifiesta en la desoladora profundización de esa desigualdad social que Chávez prometía superar, que a su vez propició una desideologización extrema del proceso político venezolano. El socialismo, sin pena ni gloria, dejó así de ser el camino para llegar al mar de la felicidad de que hablaba Chávez y que nunca existió sino para sus privilegiados sucesores. En su lugar solo hay, para escándalo universal y humillación sin nombre de millones de venezolanos, los bodegones donde los miembros de una nueva burguesía nacional satisfacen sus gustos más costosos, los restaurantes de gran lujo que proliferan en ciertos sectores del este de Caracas, los Ferrari, los BMW, los Mustang y las camionetas gigantes que recorren las calles y avenidas de la ciudad, y hasta fiestones inauditos en paraísos tropicales como Los Roques o en los tepuyes protegidos del Parque Nacional de Canaima. Todo ello, al calor del capitalismo más salvaje y de la corrupción sin límites como expresiones cabales de aquella revolución que anunciaba Chávez,  de la que ya no a perduran ni la memoria retórica de sus tres legendarias raíces, las de Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora. Para mayor gloria de los pocos que al amparo del poder político gozan a manos llenas y sin ninguna mala conciencia los placeres que solo proporciona la riqueza, sobre todo si es rápida, ostentosa y mal habida.

Esta suerte de vínculo político, formalizado en octubre del año 2000 con la firma de Fidel Castro y Hugo Chávez en el llamado Convenio Integral de Cooperación entre Cuba y Venezuela, seña de identidad que ha marcado el desarrollo de la alianza estratégica de ambos gobiernos, tuvo su origen en la primera visita de Chávez a La Habana, el 13 de diciembre de 1994, nueve meses de haber recuperado la libertad gracias al sobreseimiento que le otorgó el entonces presidente Rafael Caldera.

 

 

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