Derechos humanosDictadura

Arribo a El Chipote viejo

La noche estaba instalada sobre Managua cuando llegaron a El Chipote, un centro de internamiento y torturas del que se han servido tres dictaduras: la de Somoza y las dos del FSLN. Era conocido como «La Loma» en tiempos de la dictadura somocista porque está situada en un montículo que domina la laguna de Tiscapa. El primer gobierno sandinista le cambió el nombre, no la función y en los años 80 pasó a llamarse El Chipote, en memoria del mítico cerro de Nueva Segovia donde Augusto C. Sandino tenía su campamento. Muchos presos políticos del sandinismo fueron a parar ahí.

Ahí estuvo en 1985 un grupo de revolucionarios guatemaltecos que por divergencias con la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) fueron apresados por la Seguridad del Estado y retenidos en sus celdas durante varios meses. Uno de esos cuatro infortunados –el escritor Mario Roberto Morales, entonces guerrillero, ahora doctor en literatura y profesor en la Universidad de Pittsburgh– describió el lugar y sus palabras coinciden sin apartase un ápice con El Chipote de 2018: «Examiné la celda: había dos literas a mi derecha y dos a mi izquierda. Frente a mí, un muro con respiraderos que permitían ver el piso del otro lado y, cerca de la puerta, una grada a la que había que subirse para acceder a una ducha que no era sino un tubo por donde salía el agua, las manecillas para activarlo y un agujero en el centro del piso para que los presos hicieran sus necesidades fisiológicas. Miré hacia el techo y un respiradero se elevaba dejando entrar el viento de afuera, que silbaba y hacía crujir las láminas de zinc.»”

El Chipote: monumento a la infamia con medio siglo de historia

Ni el decreto de Violeta Barrios en 1990 para convertirlo en parque nacional ni la iniciativa de ley de 2013, impulsada por algunos diputados de oposición, logró cancelar el uso policiaco de esas mazmorras. La resistencia a clausurar el histórico centro de torturas ha sido férrea. Aminta Granera, ex-Comisionada General de la Policía Nacional, eludió rendir cuentas sobre la actuación de la policía en El Chipote. Se escudó tras la negativa de los diputados sandinistas a pedirle explicaciones ante la Asamblea Nacional.

Ahí el gobierno de Ortega-Murillo internó durante más de una década a los cubanos que huyen del paraíso socialista y atraviesan el territorio nicaragüense para llegar a los Estados Unidos. Cuando “la migra nica” –en modo alguno más benévola que la gringa– los capturaba, los remitía una temporada a El Chipote antes de deportarlos. Quedaban privados de todos sus derechos: ni abogados, ni llamadas telefónicas, ni visitas.

Durante la revuelta de abril, el vetusto centro de confinamiento y vejaciones hormigueó de actividad. En El Chipote ondea la bandera del FSLN, la de las cuatro letras que ahí entraron con sangre en las cabezas de opositores de muy variado talante: periodistas, directores de medios de comunicación, estudiantes, obreros, campesinos… Ortega los mandó torturar en el mismo emplazamiento donde fue torturado.

Las celdas de El Chipote atraviesan más de medio siglo de historia, siete presidencias y al menos cuatro modelos de gobierno: dictadura dinástica, centralización estatal, neoliberalismo y populismo artillado que aspira a ser hereditario. Ahora los presos políticos hablan de El Chipote viejo y El Chipote nuevo, porque en febrero de 2019 el gobierno inauguró, haciendo alarde de infinita piedad, las nuevas instalaciones de la Dirección de Auxilio Judicial, que es el nombre oficial –pocas veces usado- de esa institución. El Chipote se presume remozado en sus nuevas instalaciones en el barrio Memorial Sandino. A inaugurarlo acudieron diputados y funcionarios de gobierno que entonaron loas ante los medios. Lo pintaron con tan enaltecidos elogios que uno los creyera dedicados a un nuevo resort de lujo.

La primera noche, el primer interrogatorio

El Cap y sus amigos, como la mayoría de los exreos políticos, pasaron por El Chipote viejo. Apenas llegar los metían en las celdas de prevención, donde los hicieron desnudarse frente a todos los policías, varones y mujeres. Había una celda para cada uno, todas diminutas y provistas de un banquito. Estando ahí, el Cap recibió una camisa vieja, empapada en orines y heces. Había tenido docenas de efímeros propietarios, víctimas pretéritas del sistema. En esa celda encontró tirado un bóxer y se lo puso. No era momento de hacerle ascos a lo ajeno y sucio. «Lo que importa es que te sirva», se dijo. Le devolvieron el pantalón y lo condujeron a la sala de interrogatorios.

«Entré y escuché una orden: Mirá contra la pared, no me veás. Era una mujer. Esto no me afecta mucho, pensé en ese momento. Mi mamá, para no aplicarme castigos físicos, me ponía parado frente a la pared y me dejaba así por media hora. Honestamente, le dije, no te voy a decir nada si tengo que estar así mirando a la pared, ni siquiera sé si sos policía. Ella reaccionó: Volteame a ver, pues. Entonces dijo mis dos nombres y dos apellidos, mi profesión y todos mis empleos. Sabía todo. Y continuó: Tenés una buena carrera, sos editor, sos productor, sabés hacer cámara, sos fotógrafo profesional. Qué lástima, añadió, ahora sos un vulgar delincuente. Mirate ahí, me dijo señalando el espejo reflector.»

Se miró. El espejo le devolvió la imagen de un Cap despeinado, sucio, harapiento y con las encías rotas, aunque todavía sin hematomas, que no habían tenido tiempo de aflorar. En el espejo se reflejaba apenas un atisbo del inmenso dolor y nada del hedor, que seguramente alcanzaba el olfato de la policía encargada de interrogarlo, una muchacha de treinta años entrenada para ver el dolor y convivir con el hedor. Una empleada que hacía turnos de veinticuatro horas en ese cuarto caliente por el sol diurno y el relente nocturno. Una nicaragüense prisionera en esa habitación recalentada por la agitación de los cuerpos que reparten patadas y blanden amansabolos y por las contracciones espasmódicas de las masas de carne que al recibirlos se ponen al rojo vivo.

Traidor y desertor

«Mirá tu currículum, de dijo, mirá todo lo que sos: hasta tenés una especialidad. Ahí tenían la lista de todos los estudios que me había pagado el Frente, los Ortega. Mirate, repitió, te ves como un delincuente, como un vago, por ser desagradecido, por desertor y por traidor. ¿Ya viste cómo estás?, insistió. Si, es cierto, le dije, me miro horrible, lo bueno es que puedo ver sus ojos. Y se puso a reír. ¿Qué hiciste, chavalo?, continuó bajándole el gas a la hostilidad, ¿qué hiciste: te desgraciaste la vida? Sí, no me tenés que contar eso, le respondí, pero no me la desgracié yo, me la desgraciaron ustedes, porque aunque me vaya mañana de aquí, ya voy desbaratado. Y ella: Pero no te vas a ir mañana, vas a enfrentar un proceso judicial y vas a pasar un montón de años preso, junto a un montón de delincuentes. ¿Sabés lo que significa eso?, me dijo, significa que la cárcel es horrible y que para allá vas vos, y ni yo ni la oposición ni todos esos grupos que te financian te vamos a ayudar. Me puse reír. ¿De qué te reís?, se sorprendió. A mí no me financia nadie, le dije. El MRS [Movimiento Renovador Sandinista] te paga, aseguró ella. ¿Quién?, dije yo casi entre carcajadas. No, repliqué, si me caen mal los comunistas.»

«Y en realidad no me caen mal. Yo soy comunista. Mire, le dije, júzgueme de lo que quiera, pero no piense que yo tenía jefes; a mí nadie me ayudó ni luché por toda esa gente, que usted sabe quiénes son, los de la Alianza o el MRS; yo luchaba por mi pueblo y por mi gente, por gente a la que ustedes mataron, por gente a la que yo miré cómo la mataron, por gente a la que vi cómo se le iba la sangre y cómo le sonaban los pulmones cuando se estaban ahogando; por eso estaba apoyando, no por andar buscando un puesto y por eso no me interesaba negociar con Ortega, no me interesaba el diálogo. Yo me autofinanciaba, continué, porque tengo un buen currículum, me dieron una buena liquidación y monté mi propia empresa, y lo que hice fue agarrar mis ahorros y los invertí en la gente. Y no había manera de que eso le entrara en la cabeza. Hasta que llegó un momento en que dije: Mirá, vos querés que diga algo que no es; si querés la verdad, aquí está la verdad: yo soy responsable de los actos que ustedes llaman terrorismo, de llevarles a los que estaban en los tranques alimentos, medicinas y pólvora para que se defiendan de ustedes, de eso soy culpable. Pero no me vas a imponer que te diga que me financiaba alguien. Estás equivocada. Yo soy quien vos sabés y, ya sabés cuál es mi currículum: soy periodista y desertor del Frente Sandinista, y me fui porque empezaron a asesinar chavalos; acusame de lo que querrás, menos de ser la pieza de ajedrez de alguien. Incluso me caen mal muchos de la oposición, porque teniendo la capacidad económica que tienen, no la usan para volarle verga a Daniel. Con sus millones de dólares, yo le hubiera hecho una guerra a Ortega y lo hubiera sacado a verga por asesino.»

«Sorprendentemente me dijo: Tenés bien claras tus convicciones, pero traicionaste al socialismo del que proviene tu familia. Ella sabía lo que decía, porque mi mama fue guerrillera y mi papa fue cachorro, aunque reclutado a verga. En todo caso, contraataqué, los traidores fueron la Rosario y Daniel, que son más capitalistas que Arnoldo Alemán. Se sonrió, curiosa: ¿Por qué son traidores? Porque son multimillonarios; yo leí los tres tomos de El Capital de Carlos Marx, donde habla de la socialización de los medios de producción, y cuando trabajé para los Ortega lo que ahí vi fue una capitalización para sí mismos, por eso son traidores: nada de lo que dice el comunismo tiene que ver con ellos. Leé Marxismo para principiantes de Ríus para que valorés si tu gobierno es socialista, le recomendé.»

«Así que te autofinanciaste, dijo buscando cambiar el tema, ¿y ahora cómo te sentís con eso? Con la conciencia tranquila, respondí. También yo, replicó, porque no he matado a nadie. Vos no, pero tu institución sí. Ustedes no tienen la conciencia tranquila. Vi que Avellán anda colgada una granada de fragmentación. ¿Sabés por qué, me dijo, el comisionada anda esa granada? La anda para matarse antes de que lo agarren ustedes. A eso nos han hecho llegar ustedes. Sí, le dije, pero la cagada es que ustedes dejaron trescientos muertos en las calles, y eran gante trabajadora, algunos estudiantes y un montón de campesinos. En Estelí mataron que dio miedo, seguí argumentando: la gente huyo a los cerros y ustedes los siguieron, los mataron y ahí dejaron tirados sus cuerpos.»

El interrogatorio tomó visos de debate, a veces más tenso, a veces más relajado. Se convirtió en un intercambio de opiniones civilizado sobre la fortuna de los Ortega, los falsos comunistas y el compromiso político. Hasta que ella evadió la esgrima. Pero el paso estaba dado: ese diálogo escapó al guion establecido. Fue una pequeña victoria, un rayo de luz que surcó un cielo teñido de tormenta. Atisbando una fisura propicia en ese giro, el Cap le pidió que le soltara las esposas.

«Le dije: Haceme un favor, que te voy a pedir no como policía que sos ni como el tranquero y delincuente que decís que soy, sino como ser humano: soltame las chachas y ponémelas hacia adelante porque ya no siento las manos. Hacelo, por favor, se mira que no sos tan mala como los que andan matando gente, porque sos de oficina, ni siquiera tenés el cinturón para cargar el arma. No has andado matando. Te lo pido como un ser humano, insistí, ya viste mi currículum: no soy un delincuente, no te voy a hacer nada. Se levantó y pidió que me desenchacharan y me enchacharan con las manos adelante.»

Tenía las manos de un morado tendiente a negro, las muñecas llagadas, las uñas blancas y los brazos adoloridos y entumidos.

«Intenté mover las manos y no pude. Ayudalo suavecito, le dijo ella al policía que me había quitado las chachas. Mis brazos sonaron con un craaaaac prolongado, y la maje solo cerró los ojos y arrugó la cara. Mirá lo que le hicieron, dijo la muchacha. Ya sabés cómo mandan siempre los de Masaya a la gente, le dijo él. Sabían que los de Masaya se ensañan y son unos hijos de puta con P mayúscula. Pasé cuatro meses sin poder sostener nada con mis manos. Ella me quedó viendo las manos y me comenzó a tocar. ¿Sentís?, quiso saber. No, le dije. Porque en realidad no sentía. Le di lástima, le caí en gracia. No sé cómo decirlo. ¿Cuántas horas estuviste así?, me preguntó. Desde las cuatro de la tarde.»

Era la 1:30 de la mañana. El interrogatorio continuó esa noche. Hubo otros dos más con la misma investigadora y también otros con investigadores. Las sesiones tenían lugar a cualquier hora del día o de la noche y duraban alrededor de tres horas. Las preguntas eran invariablemente las mismas: contame tu día, ¿qué andabas haciendo?, ¿quién los patrocina?, ¿cuáles son los vínculos con el MRS? Esta última pregunta se la hicieron decenas de veces a cada uno de los detenidos, sin excepción. Se la habrían hecho a Arnoldo Alemán, al obispo auxiliar Silvio Báez y al mismísimo Carlos Slim. El motivo de esta obsesión me lo dio una frase popular del ex mayor del Ejército Popular Sandinista y también exreo político Tomás Maldonado: «Cuando uno de pelea con su mama, se va donde su abuela.» El FSLN tenía muy claro que una gran parte de los rebeldes, como era el caso del Cap, provenía de sus propias filas.

La versión nica del abate Faria

A las 2 am lo enviaron a su celda. Atravesó el pasillo oscuro escuchando los murmullos de los presos y el crujir de su propia incertidumbre. El Chipote es un caracol, dicen todos los presos y presas que por sus celdas pasaron. Tiene galerones con capacidad para albergar alrededor de cuarenta personas y entre cuarenta y cincuenta celdas para encerrar de uno a cuatro capturados. Según el ex Comisionado General de la Policía René Vivas, que lo recibió bajo su férula en 1990, El Chipote tenía entonces –y probablemente sigue teniendo- las instalaciones con mejores condiciones técnicas para filmar y grabar interrogatorios. El Cap las acaba de conocer, aunque nunca supo si quedó un video de sus sesiones.

Compartió celda con otro recluso. Era otro reo político, pero uno con experiencia carcelaria previa, a todas luces como reo común. Fue para el Cap como Faria, el abate que instruyó en ciencias y lenguas a Edmundo Dantès, el futuro Conde de Montecristo en la novela de Alejandro Dumas. La versión nica del abate lo instruyó en ciencias de la prisión: en ciencias político-criminalísticas y en técnicas, es decir, en cómo entender la lógica policial y en cómo –manipulando los escasos y humildes materiales permitidos- fabricar utensilios imprescindibles para hacer más cómoda la vida en la prisión.

«¿Por qué estás aquí, chatel?, curioseó el preso. Dicen que por terrorista, respondí. Andás jediondo, me dijo el maje, ahí hay agua. Te metieron enchachado, añadió, estos hijueputas son caballos. Vio que yo no podía echarme agua y dijo: Te voy a echar agua, chatel, porque jedés, y si querés cagar, ahí está el hoyo…ya vi que te desturcaron, ¿te ayudo? La onda es que el maje me ayudó a bajarme al bóxer y a desnudarme, y me echó agua, un agua hedionda que estaba estancada en la pileta. Sujetándola con los dientes y tirando con ambas manos, había deformado una pichinga de plástico hasta transformarla en pana. Después defequé y me salió un montón de sangre. Y el maje me dijo: Te reventaron por dentro, chatel, deciles que te atiendan. Y comenzó a aporrear la puerta con todas sus ganas: ¡Médico, médico, médico! Llegó un oficial y gritó, abriendo una ventanilla: ¿Qué es la verga? El chavalo está cagando sangre, dijo él. ¿Quién?, preguntaron. Este maje que está aquí, un gordito, respondió. Que se muera ese hijueputa, dijo el oficial y cerró de golpe la ventanilla. ¿Y ahora, chatel?, dijo. Ahí déjalos a esos majes, son mierda, le dije; qué importa, si me muero, mejor. No hombre, me animó, tenés que soportar. El maje era un joven en riesgo, por decirlo de alguna manera. En realidad era una persona mayor, como de unos treintaisiete años, pero se miraba joven, como de veintiocho años. Había estado ya como tres veces preso.»

«No, hombre, chatel, me dijo, vos vas a soportar la cárcel, no te ahuevés, no te desmoralicés, lo que pasa es que estos hijueputas dan miedo. ¿Te patearon los huevos?, preguntó. Lo quedé viendo y respondí: Sí. Eso hacen, me dijo, eso es para que te sintás como mierda, para que sintás que no sos hombre. Me limpió, me ayudó a ponerme el bóxer, otro bóxer que estaba limpio y que él con sus mañas de gato había conseguido meter a la celda. Mirá, me dijo, este lo estaba ocupando yo como almohada, pero a vos te queda porque sos gordo.»

Después de verse en el espejo de la sala de interrogatorios, el Cap se había visto en los ojos de Faria ‘el nica’. Se vio desturcado, pero no reducible. Desde el mundo del lumpemproletariado le vino una vaharada de ánimo para soportar los siguientes días en El Chipote. Encontró ahí la semilla de una resistencia que no lo había abandonado totalmente, pero que solo experimentaría en plenitud después de meses en cárcel Modelo.

La misma noche, segundo interrogatorio

En el siguiente interrogatorio le sirvieron un enorme vaso de agua. «¿No me estarás drogando?, le pregunté a la investigadora. Ay, pipito, si quisiera drogarte no lo haría con agua; te inyectaríamos, así es como funciona. Bebétela tranquilo, me dijo. Me la bebí y sentí un dolor intenso, como si estuviera bebiendo ácido. Hice una pausa. Bebé poquito a poquito, dijo, porque debés tener el esófago cerrado por tantos golpes. Y pedí un cigarro.»

Ignoro si la agente se esperaba esa petición, atrevida debido a las circunstancias, pero yo sabía que esa frase caería en cualquier momento porque el Cap fumó sin darle tregua a sus pulmones durante las seis horas que duraron nuestras pláticas. Aunque la solicitud fue denegada, logró que florecieran una vez más palabras cariñosas en boca de la policía: Ay, pipito, si no hubiera nadie atrás, te lo diera. El Cap tiene el don de la persuasión. No sabría precisar dónde reside su don: si en los gestos suaves, la mirada en lontananza o el verbo pausado y directo. Algo de eso, sin quitarle mérito a la triste figura que en ese momento tenía, suavizó a la policía.

«Me llevó para un tercer interrogatorio. Quería saber sobre las armas y el dinero. Ya no sé en qué idioma decírtelo, yo hacía estoy porque me picaba el culo –así se lo terminé diciendo-, porque estoy loco, porque perdí la cabeza. Me quedó viendo: Tus compañeros dicen lo mismito que vos, ¿será que se articularon para venir a mentirnos? Claro, le dije, como teníamos planificado que nos agarraran, nos pusimos de acuerdo. Si no te financiaba nadie, me dijo, vos mismo te sepultaste… por llevar ayuda humanitaria. ¿A dónde la llevabas? A Granada, a Carazo, a Masaya, a Jinotega, a Estelí, a La Trinidad. Hasta te puedo conseguir la factura de los fármacos, le dije. ¿Y armas no llevabas?, preguntó. Y me puso a reír: Ya viste las chanchadas que nos pusieron, esos tiros sarrosos, ¿vos creés que si me dedicara a trasegar armas tendría esos tiros sarrosos y unos magazines quebrados, que seguro ni sirven?»

«Y así siguió la conversación, hasta que ella concluyó: Mirá, chavalo, vos no sos un delincuente, pero vas a pagar como uno y no puedo hacer nada para ayudarte, porque queremos demostrar lo que pasa cuando quieren apoyar a todo este montón de delincuentes que están en las calles. ¿Cuáles?, pregunté yo, ¿los que se defienden de los disparos de la policía o te referís a los delincuentes policías, a los francotiradores? Bueno, siguió ella, el caso es que nadie puede ayudarte porque hay orden de que te juzguemos y que lo hagamos de la peor manera: o sea, que te pongamos todos los cargos necesarios para demostrarle a la gente lo que pasa cuando se ponen en contra del gobierno; y peor con vos, que sos un desertor, con el que vamos a mostrar lo que pasa con un traidor. Yo soy comunista, le dije, pero no sandinista, nunca tuve ningún carnet, no pertenecí al partido, solo le trabajaba a la familia Ortega y es cierto que me capacitaron y me entrenaron hasta en sistemas de contingencia, pero eso no me convierte en desertor.»

La investigadora orientaba sus parlamentos por el principio que Arthur Koestler[2] -sin duda uno de los más grandes desertores por rechazo al stalinismo- formuló en El cero y el infinito: «El Partido no conocía más que un delito: apartarse del camino señalado.» Y el Cap se había apartado demasiado. La investigadora, si hubiera tenido ánimo polemizar, apartándose un poco más del protocolo, habría repetido las palabras de Ivanov, el interrogador en la novela de Koestler: «…tú dices, en consecuencia, que ‘nosotros’, es decir, el Partido y el Estado, ya no representamos los intereses de la Revolución, ni de las masas, o, si quieres, el progreso de la humanidad.» Y habría podido añadir, siendo consecuente con la renuncia de sus líderes a todo vestigio de conciencia: «Venderse por treinta dineros es una transacción honrada, pero venderse a la propia conciencia de uno es abandonar el género humano. La historia es, a priori, amoral: no tiene conciencia. Pretender conducir la historia con arreglo a las máximas de una escuela dominical, es lo mismo que dejarla ir al garete…»

Cambio de interrogador

Los interrogatorios continuaron con su monótona reiteración de las mismas preguntas. Continuaron también las visitas de los familiares, no para encontrarse con los presos y presas, solo para llevar comida, a veces decomisada, siempre manoseada. Si faltaban las visitas y sus platillos de comida, ahí estaba «la chupeta», una bolsa plástica con gallopinto que por compasión de las cocineras de El Chipote tenía una sazón plausible.

«La investigadora finalmente me dio un cigarro, agua y me comenzó a interrogar sin las chachas. Recuerdo que en una de las sesiones llegó el comisionado de El Chipote. Me dio unas palmadas en la espalda y me llamó por mi nombre en diminutivo, y luego se dirigió a ella: ¿Por qué lo tenés sin chachas? Es que fíjese, comisionado, dijo ella, él tiene dañadas las muñecas. Él le dio a entender que tenía que seguir el protocolo y mantenerme enchachado. Entonces ella misma me enchachó y él le ordenó que me llevaran a la celda. Esa fue la última vez que ella me interrogó y pasé un día entero sin ser interrogado. Fue un día feliz porque dormí bastante. Miraron que ella tenía una especie de estima conmigo y eso no les gustó.»

«Me comenzó a interrogar un señor que se mantenía con su gorra de policía. Él me volvió a poner las chachas hacia atrás y le decía al otro oficial que me las socara duro. Le pedí que me las aflojara un poco y él dijo: Si aguantabas andar en los tranques, tenés que aguantar esto. Después de eso, lo primero que hizo fue darme un discurso, una prédica de treinta minutos sobre sandinismo: Mirame a mí, que era rojo sin mancha liberal, pero cambié porque el sandinismo hizo esto y lo otro, hizo aquí e hizo allá, hizo prosperar el país y nos ayudó a nosotros porque mejoró el salario de todos los trabajadores públicos. Lo quedé viendo y le dije: Le dieron casa, ¿verdad? Eso lo exasperó y golpeó la mesa: No seás atrevido ni irrespetuoso; aquí el único que pregunta soy yo.»

Y lo hizo. No con preguntas abiertas como las que había lanzado la investigadora, sino con fórmulas que forzaban a elegir ante una bifurcación entre dos posibles culpas: « ¿Vos pertenecés a los que tienen salarios fijos del MRS o el MRS solo te paga por llevar municiones y armas a los tranques?» Quería saber si el Cap estaba en planilla o trabajaba a destajo. Y el Cap era, si tenemos que definirlo en esos términos contractuales, un cuentapropista autogestionario y con clientela propia, una especie muy abundante en los alzamientos que aspiran a movilizar energías variadas y a beber en el impredecible pozo de la espontaneidad.

«Me reí y él golpeó la mesa por segunda vez. A veces pensaba: agarro a este maje, lo ahorco y corro. Loqueras. Me sentía desesperado, como en una pesadilla y pensaba: voy a despertar, voy a despertar… Miré que este interrogador tenía conductas agresivas y me dije: este maje me va a golpear bien feo si yo sigo de respondón, o si me estoy riendo mucho o si me burlo de las estupideces que dice. Así que decidí no burlarme por más estúpidas que fueran sus afirmaciones. No voy a hacer nada, me dije, voy a reprimirme, porque me va a agarrar así, bien enchachado, va a meter a otro y me van a reventar de nuevo, y ya tuve esa experiencia y no quiero repetirla. Calmé mis ánimos. Él siguió con aseveraciones de ese tipo y yo le expliqué lo mismo que a la investigadora: que yo trabajaba con mis recursos. Ah, sí, dijo él, sos autoconvocado, entonces, la palabra de moda. No me convoqué, le dije yo, la verdad es que fui porque sentí la necesidad: no fue una convocatoria porque no es fiesta. Fui para apoyar la resistencia civil, porque simple y sencillamente son personas civiles y desarmadas a las que ustedes están matando, y pensé que tiene que haber una manera de defender a esa gente.»

La endeble evidencia y la firme sentencia

«Él se puso a reír y dijo: Hay fotografías tuyas en la UNAN [Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua], hay videos y fotografías tuyas en la UPOLI [Universidad Politécnica de Nicaragua] y hay fotografías y videos de vos en Monimbó. Ah, ¿sí?, le dije, ¿y salgo haciendo algo malo?, ¿me las muestra? No, me dijo, no te las puedo mostrar, y no salís haciendo nada, pero salís ahí, y si estás con delincuentes, ¿qué sos?, ¿no sos un delincuente? No necesariamente, dije yo: ahorita estoy con policías orteguistas y no soy un policía orteguista. ¿Comprende la analogía?, rematé. Sí, me dijo, pero vos sí vas a ir preso por eso, porque tu compañero ya habló y dijo que vos planificabas todo esto y buscabas los recursos y las armas, las AKs y las pistolas que han llevado a los tranques. ¿Eso le dijo?, pregunté. Sí, ya habló y te echó de cabeza para agarrar algún acuerdo y solo vos vas a quedar ensartado. Mándele a mi amigo una razón, le pedí, dígale que si tenía AKs por qué putas no me avisó para haber podido volarles verga. Yo sabía que eso no era cierto y que ninguno de mis amigos diría eso para salvar su pellejo. Ah, bueno pues, me dijo, si no me creés, no me creás, de todas maneras tenemos una foto de cuando él quemó la Radio Ya y yo sé que vos y el otro lo apoyaron, y por eso van a ser condenados.»

«Yo conocía esa foto, que circuló mucho en las redes sociales. La quema fue un 28 de mayo y yo estuve ahí cerca dos días antes porque unos chavalos querían tomarse la UNI [Universidad Nacional de Ingeniería] y les dije que esa era una misión suicida porque la UNI tiene puntos débiles por todos lados. Pero ellos estaban empeñados y se la tomaron. Y le dije a uno de mis amigos: No los vamos a dejar solos, les vamos a mandar recursos. Y aquel 28 de mayo les mandamos como cuatro sacos de morteros y un montón de medicinas para dar primeros auxilios. Mi amigo les llevó todo en una camionetita roja y ahí, cuando estaba doblando el semáforo, fue que le tomaron la foto. Y esa era la prueba firme y evidente de que él había quemado la Radio Ya.»

Terminó la sesión sin novedades, salvo la noticia que le había anticipado la que sería su sentencia definitiva y que el tribunal solo confirmaría. La suerte estaba echada. Transcurrieron los días y se interrumpió la rutina de los interrogatorios. Desde su celda, la número doce, el Cap le hablaba a gritos a sus amigos, que estaban distantes, en las celdas veintiocho y uno. Se colgaban de las ventanas y hablaban a grandes voces, preguntándose unos a otros si habían sido torturados y cómo estaban. El de la primera celda, que por eso tenía el número uno, lograba ver la recepción de los alimentos que llevaban los familiares y les advertía: «Nos están escupiendo la comida, no se la coman.» Esa novedad alborotó a todos los reos en un griterío caótico.

«El Chipote es un caracol»

«Escuché un golpe en el portón y luego abrieron mi celda. ¿Querés que te mande al caracol?, preguntó un oficial. No, respondí. Lo dije sin saber qué era ese caracol pero imaginando que era una cosa muy fea. Es que esto es un caracol, me dijo el otro recluso, entre más bajás, las celdas son más pequeñas, no hay luz y te ahogás, y las que están al fondo están conectadas con el agua del lago y el agua te tapa, y no podés dormir porque si te dormís, te ahogás. Por suerte no me llevaron al caracol. A mi amigo lo movieron dela celda uno a la tres para que no pudiera ver lo que le hacían a la comida: escupitajos por pura maldad y manoseadas a mano pelada y sin lavarse, además de tenerla cinco horas guardada para que nos llegara en estado de descomposición.»

«En esos días sacaron a un chavalo al que le decían Moreno. Se lo llevaron para golpearlo muy rudo. Cuando lo regresaron, vomitaba sangre. Entonces comenzamos una revuelta dentro de El Chipote: golpeamos los portones y todo lo que podíamos. Ahí esntí que había perdido el miedo o la conciencia, o el amor a la vida misma. Ya estoy en lo que estoy, pensaba. Esa frase la ocupan mucho los presos: Estás en lo que estás. Estábamos reducidos y a merced de ellos, que pueden matarnos cuando quieran. Lo único que quedaba era resistir. Y si nos matan, nada más adelantaríamos el proceso.»

La burla final

«Días después de ese bochinche, nos sacaron. A mí me tenían enchachado con las manos hacia atrás y me flanqueban dos guardias enormes, engordados con purina. Me pusieron una ropa vieja de a saber de quién diablos. También sacaron a mis amigos y los pusieron junto a mí. Bueno, aquí vamos, me dije, sin saber qué iban a hacer con nosotros. Uno de mis amigos se reía y los colochos se le agitaban. Y era que afuera estaba la gente protestando: la Irlanda Jerez, mi familia y un montón de amistades de Masaya, de Nindirí, de Monimbó, chavalos que habían estado en la UNAN y la UPOLI… El comisionado nos llamó, recitó nuestros nombres en diminutivo y dijo: Ahí está esa gente haciendo bulla por ustedes… fíjense que estábamos pensando dejarlos ir. ¿De verdad?, pregunté ansioso. Estábamos, enfatizó el comisionado, pero ya viendo eso mejor no lo hacemos porque ustedes van a salir a levantar más gente. Y nos mandó de regreso a nuestras celdas. Solo nos sacó para burlarse. Nos volvieron a desnudar y nos metieron de nuevo. Solo quiso humillarnos un momento, como diciendo: Ahí están sus amigos afuera, creen que los vienen a liberar y lo que están haciendo es joderlos más.»

Así fueron los ocho días en El Chipote: con un hostigamiento constante, mezcla de crueles burlas y maltrato. Los investigadores se esmeraron en acrecentar la aspereza. El último entre ellos, que ocultaba su calvicie prematura bajo una gorra, emulando a su máximo líder, tal vez algún día querrá suscribir las palabras que un arrepentido Rubashov anotó en su diario: «…concentramos todo nuestro esfuerzo en prevenir los errores, arrancando hasta su última raíz y destrozando la semilla. …Cada idea equivocada que seguimos es un crimen contra las futuras generaciones. Por lo tanto, tuvimos necesidad de castigar las ideas equivocadas con la misma pena con que otros castigan los crímenes: con la muerte.»

 

 

 

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