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Arturo Pérez-Reverte: El triste precio de la estupidez

La derecha radical y arrogante cuajó por un motivo aterradoramente sencillo: la izquierda de nuevo cuño dejó de ocuparse de los trabajadores para abrazar e imponer la ideología ‘woke’ nacida en EEUU

El triste precio de la estupidez
                                                            Patricia Bolinches

Arístides, según nos cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas, era un político ateniense. Sometido a una consulta popular para establecer si se le condenaba al destierro –ostracismo se llamaba a eso, pues se escribía el voto en conchas marinas, un ciego, que ignoraba quién era, le pidió que anotara por él su propio nombre. «¿Que te ha hecho de malo?«, preguntó Arístides mientras lo hacía. «Nada -respondió el ciego-. Pero estoy harto de oír decir que es una persona honrada».

Hartazgo es la palabra: un término a menudo subestimado en política y otros ámbitos, pero cuyos efectos pueden ser lo mismo liberadores que tóxicos. De muchos hartazgos históricos surgieron derrocamientos y tiranías. Pocas cosas son tan ingobernables, por una parte, y tan manipulables por otra -si se cuenta con medios adecuados- como la reacción de las masas hartas de algo. O de alguien.

Asusta, y con razón, la ruidosa galopada reaccionaria que sacude Occidente. Después de dos décadas predicando lo contrario, los apóstoles del mundo feliz paritario e igualitario, la izquierda de nueva generación, canceladora, facilona y woke, se lleva las manos a la cabeza preguntándose cómo es posible, después de tanta doctrina y tanta píldora aparentemente tragada por todos, cuando la batalla parecía resuelta, que al barco del progreso humano le entre agua por todas partes y los demonios largamente denunciados se hagan con el timón de la nave, trayendo consigo sus ajustes de cuentas, rencores y represalias.

¿Qué ha pasado, cómo es posible? se preguntan esos imbéciles. ¿Qué es lo que ha traído a la ultraderecha en Estados Unidos y Europa, resucitando fantasmas que parecían bien muertos y bajo tierra? Miran hacia todos lados palpándose la ropa con estupor. Quién diablos nos ha robado la cartera, inquieren. Pero el único lugar que no miran es el espejo, hacia ellos mismos. A su estupidez, irresponsabilidad e ignorancia, cuando no deliberada mala fe, que convirtió a una ultraderecha antes inexistente en Europa, o más bien minoritaria o residual, en pretexto, en factor útil para su hipócrita ejercicio de oportunismo político.

¿Cuándo cuajó esa derecha europea radical y arrogante? se lamentan. Y la respuesta es aterradoramente sencilla: cuando la izquierda de nuevo cuño dejó de ocuparse de los trabajadores para abrazar e imponer, llevándola a extremos irracionales y ridículos -tan antiamericanos como son para unas cosas, y tan babeantes para otras-, la peligrosa doctrina nacida en Harvard y la universidad de Carolina en la que se fue apoyando poco a poco, extendida como mancha de aceite, tanta basura ideológica: penalizar la libertad individual en favor de la sumisión grupal, retorcer hasta la más grotesca exageración conceptos útiles, nobles y necesarios como izquierda, igualdad, paridad, feminismo, antifascismo. Y todo eso, imponiendo mediante las redes sociales un matonismo abrumador, un régimen dictatorial ante el que primero claudicaron los más débiles y luego nadie se atrevió a discutir. Lo define perfectamente mi amigo Juan Soto Ivars -uno de los pocos que en los últimos tiempos se han mantenido valerosamente libres-: «Nadie hizo nada porque contradecir la monserga provocaba señalamiento, etiquetado, vergüenza. Prefirieron ser discretos y que no les salpicara. Así se inundó todo. Es alucinante que auténticos liliputienses lograsen, con sus consignas rellenas de bilis, que multinacionales y gobiernos repitieran esa morralla. He visto a directores de empresa acojonados por las opiniones de una becaria y a profesores de instituto dando la razón al más gritón, arrogante y bobo«.

«Lo ‘woke’ es un negocio de pandillas que fingen ser masas populares mediante la infiltración y control del Estado, centros de trabajo y universidades»

Y así ha sido, literalmente. Hasta las grandes y pequeñas empresas e industrias internacionales, atentas siempre a cuanto signifique negocio, subieron a ese tren para asumir las consignas del momento con verdadero entusiasmo -la hipócrita fe del converso-, alardeando de ser más feministas, más paritarias, más inclusivas, más políticamente correctas que nadie. De ese modo, también lo woke ha sido pingüe negocio durante todo este tiempo. Bajo la dictadura de pandillas digitales que en las redes sociales fingían ser masas populares, mediante la infiltración y control de organismos del Estado, centros de trabajo y universidades, los paladines de lo woke lincharon a todo aquel que no se plegaba a la nueva dictadura: a quien no llamaba niños a delincuentes de dieciséis años y un metro setenta de estatura, a quien, sin dejarse influir por el miedo o la alienación ideológica, decía camionero en vez de transportista, inmigrante en lugar de esa gilipollez de migrante, alumnos en vez de alumnado, o hablase con naturalidad de padres sin precisar que hay parejas de padre y padre, y de madre y madre, o de sexo fluido, o de lo que carajo sea. A quien, en el humilde colegio de su pueblo, en vez de imponer la lectura de una autora feminista o un mediocre autor local -al que no lee ni siquiera el profe- proponía a HomeroJorge ManriqueCervantes Pérez Galdós. A cualquiera que cuestionara, en fin, el lenguaje impuesto y las narrativas oficiales. Consiguiendo, de ese modo, la sumisión cómplice de los cobardes y el silencio cauto de los reacios a buscarse problemas, amordazando a la prensa escrita y digital, convirtiendo los centros escolares en escenario -teatral es el adjetivo adecuado- para chicas arrogantes, crecidas en su poderío, y para chicos atemorizados y confusos hasta el disparate, desconcertados primero y rencorosos después.

El caso, patente hoy, es que esos idiotas o canallas repartieron certificados de democracia, de solidaridad, de igualdad; decretaron un multiculturalismo postizo e imposible, acomplejado ante el radicalismo islámico -profesoras con velo dan clase a niñas europeas y la tumba de Carlos Martel en Poitiers necesita protección antiterrorista-. Dictaron una manera determinada de ser y de pensar, atormentando a sus víctimas con escraches infames. Impusieron a toda costa su lenguaje, a menudo impostado y absurdo, desafiando no sólo las normas sabias de las academias, sino el más puro sentido común. Se granjearon, en fin, después de calzarnos tanto miedo y tanta basura, la antipatía de la gente normal e incluso el rechazo inteligente de algunos de los colectivos a los que aseguraban defender.

En España, naturalmente, nuestra nueva izquierda -la que en su inculta fatuidad reniega de Julio Anguita y de Felipe González– se puso a la cabeza. Se erigió en administradora única del negocio, y utilizó la palabra negocio con absoluta deliberación. La cosa empezó con lo normal, lo razonable, lo necesario, la paulatina toma de conciencia de que hay vicios sociales intolerables. ¿Quién, salvo una bestia reaccionaria, no iba a asumir y apoyar eso? Pero el asunto exigía, por razones tácticas, tener un monstruo enfrente; y si éste no existía o no era lo bastante poderoso, fabricarlo. Engordarlo bien. De ahí la magnificación de una derecha extrema que antes apenas pesaba en la vida pública, y que ahora abunda en los telediarios y que incluso se ha creído de verdad a sí misma, alentada por individuos de la catadura del tal Buxadé o el siniestro Herman Tertsch. Pero al principio no era así, y de ahí proviene el apunte tóxico, el señalamiento, el adjetivo fascista aplicado a cualquier desacuerdo, cualquier disidencia, cualquier reacción opuesta, por argumentada y razonable que fuera o sea. De ahí, en fin, la equiparación de unos con otros, la cancelación, la prepotencia y la venganza, las campañas desencadenadas incluso contra las personalidades de izquierda o periodistas que, como mi también amigo Antonio García Ferreras y otros comunicadores e intelectuales brillantes, no quisieron marcar a ciegas el nuevo paso de la oca que ordenaban desde el mostrador de la taberna Garibaldi. Sicarios de esa izquierda dogmatizaban y acusaban, y siguen haciéndolo, en los medios digitales y las tertulias radiofónicas y televisivas. Y tan agresiva dictadura acabó envileciendo palabras nobles y perjudicando luchas justas.

Al final, claro, se acabaron viendo las costuras: la hipocresía y el turbio sesgo de quienes pontificaban, calumniaban y señalaban. El hermana yo te creo de Irene Montero y sus violadores liberados por la nueva ley, el chúpame la minga de Pablo Echenique, la venenosa bajunería y mala índole de Pablo Iglesias, gallito del harén, que las azotaría hasta hacerlas sangrar -prepárense, pues se dispone a volver mediante señora interpuesta-, el ridículo lenguaje cursi-infantil de Yolanda Díaz, el farisaico pseudofeminismo del hoy cancelado y escondido Peio Riaño -patético agitador cultural que sostenía que los cuadros de El Prado son machistas-, el enhiesto miembro viril de Íñigo Errejón y tanta basura, tanto camelo barato, tanta mierda empaquetada para su venta a granel por ciertos medios informativos digitales que, con eso y alguna ayudita financiera extra, se ganan la vida. Y de nuevo recurro a mi querido Soto Ivars para expresar lo que yo no diría mejor que él: «No creían verdaderamente en nada de lo que decían: eso lo supimos más tarde, cuando fueron despeñándose. El daño que han hecho a los colectivos que supuestamente defendieron todavía no se puede medir; hay que esperar a conocer la temperatura exacta de la reacción furiosa que han despertado. Lo indiscutible es que quebraron el progreso. Las sociedades occidentales eran cada vez más igualitarias, inclusivas y diversas, pero ellos no podían vivir sin su batalla. Ahora, a saber qué pasará«.

«La izquierda ‘woke’ se granjeó la antipatía de la gente normal e incluso el rechazo inteligente de colectivos a los que aseguran defender»

Y lo que pasará, lo que inevitablemente tenía que pasar, está pasando. Que las grandes empresas norteamericanas como Disney, MacDonald’s, Harley Davidson, Ford, Meta, Cartepillar, Amazon, bancos poderosos y fondos de inversión -los europeos irán detrás, como siempre- empiezan a adaptarse al nuevo clima político; y en parte por miedo a las represalias de la derecha emergente y en parte porque comprueban la temperatura, templan el vocabulario y retiran dinero de campañas que antes apoyaban. Atentos al sentir pendular de su clientela, se desmarcan cada vez más de esas dos décadas de presión y sobreactuación insoportable. O sea que, en mayor número, los ciegos atenienses piden a Arístides que escriba su propio nombre en la concha y se vaya a hacer puñetas. Y lo hacen como era previsible -y temible- que lo hicieran: yéndose peligrosamente al otro lado, propiciando el resurgir en España, en Europa, en los Estados Unidos, de un ultranacionalismo conservador, crudo, arrogante, agriamente populista, al que ahora se acogen los cabreados y los desesperados, los fatigados de tanta demagogia y tanto cuento chino; no sólo para darle su voto, que, al fin y al cabo, de eso trata la democracia, sino para confiarle la revancha, la venganza contra todo aquello que semejantes cantamañanas les hicieron engullir durante veinte años. Por los daños irreparables causados, por la incertidumbre y el disparate.

Nada tranquilizador, desde luego: se avecinan horas negras, y Trump de nuevo en la Casa Blanca es el más perverso ejemplo. Pero lo peor del asunto es que los mismos que, allí y aquí, hicieron posible la tormenta se proclamarán ahora más necesarios que nunca, postulándose a sí mismos para combatirla. Seguirán ahí esperando otra vez su hora, confiados en que el futuro péndulo de la Historia los favorezca de nuevo entre los escombros del mundo razonable que tanto han contribuido a demoler. Al fin y al cabo, las ratas son los únicos animales capaces de sobrevivir a cualquier desastre.

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