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Arturo Pérez-Reverte: Marruecos, tan cerca

Hace días, entre dimes y diretes respecto al Sáhara Occidental, escuché diversas declaraciones de políticos y ciudadanos sobre el particular. Desde el aplauso al espumarajo, cada cual opinaba conforme a su interés, razón o sentimientos. Fue interesante el debate, y participé en él con algunas viejas fotografías y artículos. Haber vivido un año en la colonia española, ser corresponsal en Argel y frecuentar la guerra del Sáhara –la de verdad, no el turismo en campos de refugiados– me daba derecho a recordar y opinar, cosa que hice. A repetir que mi corazón estará siempre con mis amigos saharauis. Con los vivos y con los muertos.

Establecido eso, llamo la atención sobre algo que me dejó pensando: el deseo, sobre todo de algunos políticos de izquierdas y del público en general, de que en Marruecos caiga la monarquía, Mohamed VI se vaya a tomar por saco y allí reinen libertad, progreso y democracia. Deseos ésos que resulta difícil no compartir; pero que requieren notas a pie de página que, por lo visto, quien las conoce o intuye se guarda mucho de dar. Pero como el arriba firmante tiene una edad en la que ciertas cosas importan un carajo, voy a tocar esa tecla. Me pone, incluso. Lo de tocarla.

 

Queremos vivir bien, pero renunciando a lo que nos hizo vivir bien. Eso es admirable si estás dispuesto a asumir las consecuencias

 

Europa, o lo que aún llamamos Occidente, es un espacio político y cultural acribillado de achaques y goteras, camino del desguace. Como todos los imperios, tardará en llegar al momento o el siglo del finiquito, pero su destino es tan ineludible como la historia de la Humanidad. Sobre ese nido confortable de derechos y libertades, duramente conquistados durante siglos, caen ahora, de forma tanto pacífica como violenta, oleadas de pueblos más jóvenes, más desesperados y más hambrientos, que no se rigen por nuestras reglas sino por las suyas y que traen, a veces, dosis de rencor históricamente justificadas. Todo ello lo resume de maravilla, ahorrándome palabras, la afirmación todavía reciente de un radical islámico: Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia.

Como todos los imperios, Europa, u Occidente, tenía centuriones que protegían las fronteras. Ellos nos hacían el trabajo sucio para mantener la calefacción a 22 grados. Pero eso se acabó, paradójicamente con el aplauso de una Europa donde esos centuriones tenían mala prensa. Las llamadas primaveras árabes, y cómo terminaron, fueron un aviso que no sirvió de gran cosa. Los europeos, o españoles, creemos que es mejor un mundo sin tiranos que con ellos, aunque nos vigilen la finca. Y es verdad. El problema es que eso plantea un rompecabezas de imposible solución: o tenemos finca y calefacción o no las tenemos. Nuestro mundo ya no será mejor jamás, porque hace tiempo que aquí perdimos el manejo inteligente de los mecanismos. Queremos vivir bien, pero criticando lo que nos hizo vivir bien. Eso es admirable, claro, siempre y cuando estés dispuesto a asumir las consecuencias. Pero no lo estamos.

Hay un lugar que debería mencionarse más: el Sahel. Justo debajo de Marruecos y Argelia. A veces preguntamos qué hacen tropas francesas y españolas en Mali, tragando polvo entre saharianos y subsaharianos, y me gustaría saber por qué quien debe explicarlo no lo hace. Por qué nadie dice que la principal amenaza para Europa no es sólo Putin, sino también el Sahel y lo que allí se cuece: un islamismo violento, radical y despiadado, frente al que regímenes autoritarios como Argelia, monarquías como la de Marruecos, son nuestro baluarte defensivo, las legiones de nuestro ya maltrecho limes romano: unos hijos de puta que, por suerte para Europa y pese a los conflictos con ellos, todavía son nuestros hijos de puta. Cuando salten esos cerrojos, cuando Mohamed VI caiga entre el aplauso de quienes deseamos democracia y libertad para Marruecos –pese a los clichés, un pueblo de gente buena de la que podríamos aprender mucho los españoles–, la anhelada primavera marroquí puede acabar como otras que conocimos: con una guerra civil, y puede que con un régimen islamista. Con los curas de allí, una vez fuera de control –sabemos de lo que es capaz un cura con turbante, un Corán en una mano y un Kalashnikov en la otra–, predicando la Yihad en torno a Ceuta y Melilla y a quince kilómetros de las costas españolas.

Y no digo, ojo con eso, que sea malo ver al rey de Marruecos disfrutando de su fortuna en el exilio de Suiza o en una villa de Mónaco. Me gustaría, sin duda. Les juro a ustedes que me da morbo. Pero a la hora de aplaudir o silbar a héroes o tiranos conviene saber lo que se hace, asumiendo las consecuencias. Comiéndose las duras y las maduras. Algo cada vez más difícil en esta Europa imbécil que ha sustituido bibliotecas por redes sociales, cultura por filantropía y razón por sentimientos.

 

 

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