Arturo Pérez-Reverte: Sevilla, la ciudad de los pasos
Al capillita sevillano le gustan más las procesiones que a una monja una furgoneta. Para entender el sustantivo «capillita» partimos de un hecho científicamente probado: en el fondo, aunque lo niegue, lo que al noventa por ciento de los sevillanos varones les gustaría ser es hermano mayor de la Macarena o del Gran Poder. Aquí, ser hermano mayor de una cofradía señera es como ser presidente del Betis o del Sevilla: una autoridad. Igual te arruinas en el ejercicio del cargo, pero no te dejan pagar en los bares, y la gente cede respetuosamente el paso por la calle. Cómo será la cosa que un buen amigo mío, conocido escritor andaluz volteriano y guasón, desposado con guapa sevillana de teja y mantilla negra, cuando sale el Jueves Santo a la calle del brazo de la legítima, todo elegante con chaqueta oscura y corbata, se pone al cuello, para estar a la altura de la señora y de las circunstancias, la aparatosa medalla del Instituto de Estudios Jienenses, que se parece a la de las cofradías sevillanas, y la gente le abre camino por la calle Sierpes como si fuera Curro Romero o Paco Gandía. Que es como ser, antes, capitán general.
Lo que pasa es que en Sevilla, hermandades de Semana Santa, o sea, masonerías blancas, sólo hay cincuenta y siete; y el escalafón corre despacio o, según quién eres -amistades, vecindad, dinero, posición social-, no corre en absoluto. Así que el sevillano al que le va la marcha de los Campanilleros, o La Amargura, o la que se tercie, se realiza con el hecho de ser capillita. Al capillita, aparte de la señora de teja y mantilla que lleva cogida del brazo, se le conoce enseguida por el uniforme reglamentario: camisa blanca impecable, corbata, americana azul marino cruzada, a ser posible con botones dorados, pantalón gris marengo, brillo de charol en los zapatos y de brillantina en la cabeza. Pertenece a una especie rara, singular, que sólo es posible encontrar, como si del coto de Doñana se tratara, en la Tierra de María Santísima.
Aparte la indumentaria, el pasador de corbata y la insignia de solapa, al capillita se lo sitúa por la contumacia de sus costumbres. Se pasa el año hablando de la Semana Santa, que, como todo el mundo sabe, es lo más grande del mundo. Vive para su hermandad, a la que dedica más tiempo que a la familia; y cuando agarra por su cuenta a un forastero, es capaz de martirizarlo durante horas con la minuciosa descripción de cómo el Cachorro te pone la piel de gallina al pasar, anocheciendo, por el puente de Triana (aunque, por supuesto, es imposible que comprendas ese sentimiento tan grande si tienes la desgracia de no haber nacido en Sevilla). En cuanto a ideología o posición social, el capillita no tiene una adscripción determinada, y te puede caer encima en cualquier ambiente. Igual da que sea ateo, meapilas, votante de Anguita o aficionado a los programas de Isabel Gemio. Se hermana con sus iguales llorando a lágrima viva cuando, en la Madrugá, exactamente a la una y cuarenta y cinco, ve pasar por la calle Feria a la Esperanza Macarena, esa Virgen que guardó luto cuando a Joselito lo mató un toro en Talavera, o cuando oye las saetas vibrantes y sentidas, recias, casi agresivas, en las que Pepe Peregil, el maestro, no parece que le cante a los Cristos, sino que les riñe. O cuando a las cinco en punto, en Castelar, le chista al forastero para que se calle, porque no le deja oír el paso racheao, el roce de las alpargatas de los costaleros del Gran Poder, y después, cuando se aleja el Nazareno con la cruz a cuestas y esa zancada larga, poderosa, se vuelve Ileno de orgullo y te dice, solemne: «Éste si que es Dios, y no el otro, que al lado de éste ni es Dios ni es na».
Durante la Semana Santa, el capillita ni lee periódicos, ni ve televisión, ni oye la radio; vive aislado del resto del mundo. El capillita es quien te dice muy serio eso de que «Sevilla tiene dos silencios: el de la Maestranza y el del Gran Poder en La Campana», y se entrampa con el banco para la Semana Santa y la Feria de Abril como otros, fuera de Sevilla, lo hacen para comprarse el Audi o el BMW. Es quien enseña al forastero a distinguir entre público, gentío y bulla, y se conoce los itinerarios (en Sevilla y en Semana Santa, la línea recta nunca es la más corta) para ver al Cristo de la Buena Muerte a las diez menos cuarto entre naranjos, con el fondo de la Tabacalera, y estar a las doce en Virgen de los Reyes para no perderse la Santa Cruz antes de encontrarse con La Bojitá en La Campana, moviéndose como Pilatos por Pretorio («por poco nos deja sin Semana Santa, el hijoputa«) por ese caos callejero que sólo es aparente, pues la multitud responde a reglas de movimiento tan perfectas como las idas y venidas entre los coros de una ópera cientos de veces ensayada. Cuando caes en sus manos, el capillita es un tirano con sus itinerarios de piñón filo y sus lugares para ver cada cosa pero en realidad lo que le gusta es ir solo, o con otros cofrades. A veces tolera a regañadientes llevar con él al amigo, al cuñado, al compromiso. Puedes seguirlo, pero nunca se para ni te espera. Los momentos -La Amargura en Sor Ángela de la Cruz, el Gran Poder en Pedro del Toro, la Macarena con la Candelaria vencida, de vuelta a su banjo- se producen sólo una vez cada año, y no está dispuesto a perdérselos ni por su madre, que en Sevilla siempre es una santa. Diligente, emocionado, absorto, es capaz de hacerse diez o doce kilómetros cada día pateándose las calles, al encuentro de sus imágenes o de sus momentos predilectos. Va a lo suyo.
Una variedad apasionante es el capillita mariquita. Y en vez de «homosexual» escribo «mariquita«, a mucha honra. Porque nadie es tan entrañablemente mariquita como un homosexual sevillano y semanasantero. Lleva el barroco en la sangre y lo vive todo con una pasión inmensa, generosa, que se contagia y se le reconoce con respeto. Sus manos exquisitas para los alfileres han vestido y visten, con los más primorosos detalles, el buen gusto de las más bellas vírgenes de Sevilla. Y su delicadeza, y su ternura, y su profundo conocimiento de los mil detalles del ritual, lo convierten en autoridad indiscutible de la materia. Nadie, ni la más devota beata ni el capillita heterosexual más entregado a su cofradía, igualará nunca las manos de un mariquita como Dios manda aderezando la blonda del tocado de su Virgen, ni la mirada de orgullo que, abiertas de par en par las puertas de la iglesia, ya la música sonando y las largas filas de nazarenos calle abajo con sus cirios encendidos, le dirige a la guapisima Señora, a la Madre, cuando el capataz de portapasos grita «Al cielo con ella», y los costaleros se incorporan, en un golpe masculino y seco, con ella en la cerviz, bajo los varales. Es su momento de lágrimas, y de gloria.
En realidad, digan lo que digan, el capillita es Sevilla, o la resume. O quizá Sevilla sigue siendo lo que es gracias a tan singular personaje, depositario de una herencia más sentimental que religiosa, encamada en una ciudad que considera propiedad privada («Cómo está hoy mi Sevilla!») y que, además, lo es. Porque, por más que se esfuercen en imitar el modelo, y toda Andalucía -hasta la Andalucía grave y seria de toda la vida- se haya empeñado en convenirse en grotesco y torpe remedo de su capital y su folclor, Sevilla no es España, sino una irrepetible ciudad italiana del Renacimiento. Una ciudad-estado que va a su aire, y se basta consigo misma porque tiene en sí todo cuanto necesita. Por tener, tiene hasta los opuestos: dos ciudades en una, Sevilla y Triana. Sin contar dos Vírgenes principales, dos Cristos, el Betis y el Sevilla, Joselito y Belmonte, y toda la parafernalia entrelazada y dual, contradictoria, que culmina en ese barroco cofradiero que ya aparece incluso en los tratados de arte, el rococó del rococó que se alimenta de sí mismo, rizo sobre rizo, triunfo absoluto sobre el antiguo horror medieval al vacio. En Sevilla, la ramplona ordinariez de la liturgia después del Concilio Vaticano II no afectó para nada a las hermandades de Semana Santa, que se han batido con obstinación y éxito en la defensa de su identidad barroca y ciudadana (que en realidad aquí es la misma cosa), fieles a ella desde la Contrarreforma, o sea, desde que el Gran Capitán era cabo. Quizá por eso Sevilla, recinto autónomo, ciudad-trinchera que resiste gracias al culto a su propia memoria, ha soportado mejor que otras ciudades españolas la vulgarización y el mal gusto de los tiempos que corten. Y seguirá siendo ella mientras haya más capillitas que japoneses.
Un solo ejemplo: gracias a la Semana Santa, Sevilla es de las poquísimas ciudades españolas que conservan vivos, de cara al comercio diario, oficios artesanos que en otros sitios han desaparecido, herederos de antiguos gremios medievales nacidos a la sombra de las catedrales: tallistas, imagineros, bordadores, plateros, doradores, que hacen el mismo digno trabajo que en los siglos XVI y XVII. Y es que esta ciudad es como es, porque es barroca y porque tiene una Semana Santa. O quizá tiene una Semana Santa por ser como es. Durante generaciones, los sevillanos han sido bautizados ante esos altares, retablos e imágenes; ante ellos han hecho su primera comunión, se han casado y con sus nombres -Macarena, Jesús, Salvador, Esperanza, Manuel, Magdalena, María de la O- figuran en el registro civil. Hasta en los bares y tascas de sus barrios desayunan café con leche, toman a menudo sus manzanillas o sus lonchas de jamón, bajo las fotos enmarcadas y los carteles de esas imágenes. Tal vez por eso durante todo el año Sevilla es la Semana Santa; porque la Semana Santa es, a fin de cuentas, el runrún del recuerdo, el recobrar viejas sensaciones: olor de las torrijas hechas por la madre, el abuelo vistiéndose para la procesión y amortajado con la túnica de nazareno, la mano firme del padre por la calle, entre la música y el incienso, el roce de los varales con las bambalinas del palio, el tintineo de los rosarios de plata de las Virgenes, los ojos impresionantes del nazareno encapuchado que te mira por los agujeros del antifaz, las calles oliendo a primavera y a gloria bendita. No se trata ya del culto a Dios, sino del culto a la ciudad que contiene toda esa memoria. Por eso no resulta extraño el auge que han tomado las hermandades sevillanas en los últimos diez o quince años, que en absoluto se corresponde con los índices reales de catolicismo o de fervor religioso. La gente ya no se va a la playa estos días, sino que se queda; como si en Sevilla la Semana Santa se hubiera convertido en un fenómeno de ascenso y acceso a un reducto, un ritual, que antes se consideraba exclusivo de la aristocracia y de la alta burguesía. No es casual que la Iglesia católica no haya logrado nunca controlar del todo, pese a sus intentos, la Semana Santa sevillana. Y ahora la controla menos que nunca. Esta es la fiesta mayor, el homenaje que la propia ciudad se concede a sí misma, a sus apariencias y a sus nostalgias. Es el refugio, y el consuelo: un derroche de generosidad, orgullo y paganismo, en búsqueda desesperada de la seguridad y la infancia perdidas.
Por eso resulta apasionante estudiar despacio, mirando sin prisas, el papel que juega la mujer en todo este trajín semanasantero y sevillano. Siempre en segundo plano, en la sombra, desde que soporta las ausencias y afanes procesioniles del consorte hasta el planchado de la túnica, las torrijas y el bacalao con tomate para el marido y los hijos o los invitados, la aguja de coser y de bordar y demás etcéteras. Ser mujer de un capillita es una desgracia como otra cualquiera. Pero junto a los trescientos sesenta y cuatro días de purgatorio a que la condena su marido, hay uno de gloria: ese Jueves Santo en el que se pone guapísima de peluquería, de negro, con teja y mantilla, y del brazo de su legítimo se va por la mañana a El Salvador y a la Magdalena, se toma el aperitivo en la Alicantina, el Giralda o el Rinconcillo, almuerza en familia y luego se viste, o mejor la ayudan a vestirse las hijas o la hermana o las vecinas o la madre (en Sevilla, a los Cristos, a las Vírgenes y a las mujeres se les ayuda siempre a vestirse), y sale a la calle con su marido a ver pasar a sus nietos vestidos de nazarenos, y a los hijos de costaleros, y encima, balanceándose a la luz de las velas enrizás, ve pasar a su Virgen y a su Jesús que, gracias a los afanes de su marido, y a los suyos propios en la parte que le toca, llenan la calle con más poderío y más hermosos que los chorros del oro.
Es curioso lo de la mujer, y lo de las Vírgenes, y lo de Sevilla. En realidad, todo este tinglado idólatra que es aquí la Semana Santa se resume en una especie de gigantesco Día de la Madre, donde en el fondo a los sevillanos les importa un pito que Jesús sea Hijo de Dios o del Sursum Corda. Lo que de verdad cuenta para ellos es que se trata del hijo de la Mujer, la Madre que va detrás, con lágrimas en la cara, siguiéndolo camino del calvario, y sin cuya presencia y participación el mismísimo Gran Poder seria un don nadie, un desgraciao; un Juan Lanas. La relación del sevillano con su madre es tan especial que en realidad toda Sevilla no es sino un inmenso matriarcado encubierto. Aquí las mujeres valen mucho más que los hombres. Eso ocurre en todas partes, pero en Sevilla, cuando el aire huele a azahar y a Semana Santa, esa verdad te salta a la cara al volver cada esquina, al escuchar una conversación, al mirar a la gente desde la mesa de una terraza. Ignoro si el fenómeno se debe a una cuestión de educación, de dependencia, de madres que malogran a sus hijos, o de lo que sea. Lo cierto es que en Sevilla los hombres son los que ostentan el protagonismo oficial -apenas ahora, se empieza a admitir de mala gana a las mujeres en algunas cofradías- y las mujeres se quedan en segundo plano, en la sombra; y sin embargo es en torno a ellas donde gira todo el espíritu de estos días singulares. Sevilla es una de las pocas ciudades del mundo donde todavía coexiste, en la mujer de la última década del siglo XX, la mujer del siglo XIX con todo su denso y hermoso atavismo. Mujeres silenciosas y fuertes, siempre superiores a los hombres que paren o con quienes se desposan. Sevilla es la ciudad de las mujeres con mucha casta y de los hombres que buscan a su madre. Detalle importante: cada vez se ven más sevillanas jóvenes con teja y mantilla en estas fechas.
Sólo en Sevilla, entre la gente que se agolpa en las calles estrechas y las esquinas, es posible oír a dos hombres como dos castillos, dos capillitas vestidos con su terno azul, de punta en blanco, comentando con toda seriedad la manera con que la Virgen lleva esa noche la blonda, los aderezos, los pendientes o la disposición de las puntillas y encajes. Y cuando, ya con las claras del día, en la esquina de Relator y Parra, ves venir de lejos a la Macarena a un tiempo espléndida y sombría, con la candelería apagada y los cirios cubiertos por las formas caprichosas que ha ido tomando la cera al derretirse, ojerosa y apesadumbrada bajo la luz cruda de la mañana tras doce horas de recorrer las calles, es posible oír también a un sevillano cualquiera, un hombre hecho y derecho, murmurar, mirándola absorto, un «viene cansá» que suena quebrado, como un sollozo. En realidad, Sevilla es la ciudad de los niños perdidos.
El País, 31 de marzo de 1996