Arturo Pérez-Reverte: Sol, sombra, frío, lluvia y otros horrores
Acojonado me tienen. Cada vez que veo un telediario o escucho la radio antes de salir de casa me asomo a la calle con precaución, poniendo un pie fuera como quien lo mete en el agua para comprobar si está demasiado caliente. Cual si, emboscado en una terraza, acechase un francotirador serbio. Y no es para menos. Si corre el invierno, porque la borrasca Conchita trae un frente de aguaceros y nieve que aconseja no salir de casa; y si sales, hacerlo con forro polar, gorro de lana, calzado no resbaladizo, impermeable, paraguas, el depósito del coche lleno y el teléfono móvil cargado a tope. Lo que nos decían las madres de mi época cuando íbamos al colegio, pero adaptado a los tiempos que corren: abrígate con la bufanda y no vayas pisando los charcos.
O los ciudadanos nos hemos vuelto imbéciles o las autoridades extreman el celo preventivo para después no comerse el marrón
Me asombra, aunque a mi edad cada vez se asombra uno menos de todo, el afán protector que para lo obvio despliegan ahora gobiernos, ministerios e instituciones varias. Esas ansias por advertir de lo que nadie ignora, mientras los verdaderos desastres, las amenazas serias, suelen gestionarse tarde y mal –ahí está lo de Valencia, donde el siniestro Mazón sigue siendo presidente–. Así que o los ciudadanos nos hemos vuelto imbéciles, que no es descartable, o las autoridades competentes, como resultado de su propia y siempre reciente incompetencia, extreman el celo preventivo fácil para después eludir el marrón gordo. No será porque no advertimos, concluyen: caminen por las aceras, crucen por los pasos de peatones, abran paraguas si llueve, protéjanse del frío, no estén bajo árboles si hay tormenta. Sentido común de toda la vida, pero dicho con mucha gravedad y un toquecito apropiado de alarmismo: alerta amarilla, verde, naranja, roja, azul. Inmersión, inmersión. Luego no digan que no advertimos de que iba a llover.
Han conseguido, con tanto gritar que viene el lobo –cuando llega, estamos tan hartos de oírlo que nos pilla descuidados–, dar cierta emoción a nuestras vidas. Lo que siempre fueron precauciones habituales son ahora consejos de vida o muerte. Logran que nos sintamos en tiempos heroicos de entereza ciudadana, de gestas morales y peligros domesticados; y que cuando caen tres copos de nieve, todo cristo, como un solo hombre y una sola mujer, corra a comprar papel higiénico y pilas para el transistor. En la nueva épica ciudadana ya no hace falta acudir al foro ni enfrentarse a los bárbaros; basta con bajar la basura sin resbalar en la acera mojada o mirar los tejados si sopla viento. Cuidado, mucho ojo. No se asome al balcón sin barandilla, no beba lejía por muy fresquita que parezca en su botella, no meta los dedos en los enchufes, no haga el pino cuando baje por la escalera. Etcétera.
Y estos días, por supuesto, tenemos el verano. Ocasión excelente para que radios y telediarios machaquen la misma murga: ola de calor, alerta roja, temperaturas extremas, busquen la sombra, beban mucha agua. En julio, oigan. En Córdoba, en la playa. Menuda sorpresa. Cuando camine a las cuatro de la tarde por la calle Sierpes, con los treinta y ocho grados de toda la vida a la sombra –si es que hay sombra gratis en las ciudades, que ésa es otra–, haga como si cruzase el Sáhara: botella de agua, sombrero cordobés, gafas de sol, crema solar, abanico. Y si nota efectos climáticos negativos, o sea, lo que antes llamábamos sudar, llame al 112. Por si acaso.
Estos días los telediarios ofrecen piezas maravillosas. Advertimos, dicen, que las siguientes imágenes pueden herir sensibilidades. Y acto seguido sale un macario sudoroso mientras levanta un botijo, o una maruja abanicándose. Y si pese a todo conservas cierta lucidez y no han logrado volverte completamente gilipollas, piensas que la sensibilidad hace tiempo te la hicieron bicarbonato. No por el calor ni el frío, sino por la infantilización idiota del mundo en que vives. Por ese paternalismo empeñado en recordarnos cómo debemos vivir y respirar. Hasta hace nada, eras único responsable de tus actos: si corrías en agosto bajo el sol y te daba un jamacuco, pues te jodías y tomabas nota. Lo peor es que hoy descargamos en el boletín meteorológico, el ministerio y la tele el resultado de nuestra imprevisión y estupidez, culpándolos de no explicar lo suficiente que la lluvia moja y el sol hace sudar.
Y aquí seguimos: frágiles de cuerpo y espíritu pero hiperconscientes, a diferencia de nuestros abuelos –inquieta imaginar cómo pudieron sobrevivir sin alertas naranjas–, del riesgo de tener calor o frío. Y al cabo nos preocupan menos los incendios forestales, el paro juvenil o que los críos salgan del cole sin saber quién era Quevedo ni dónde queda Teruel, que no llevar una botella de agua –con tapón inseparable, naturalmente– cuando salimos a comprar el pan en el mes de agosto.