HistoriaPolíticaRelaciones internacionalesViolencia

Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (CXI)

 

Después de cuatro años de guerra feroz, con nueve millones de palmados sobre todo franceses, alemanes y rusos, Europa estaba aterrada de su propia matanza y las potencias centrales, exhaustas, se veían contra las cuerdas: los norteamericanos interviniendo en la guerra, los ingleses apoderándose de Oriente Medio, los italianos cascándole por fin a los austríacos y contraofensivas aliadas por todas partes. En realidad, Alemania, nervio principal del asunto, no estaba del todo derrotada; pero aquello ya no lo sostenía nadie, así que empezaron los tira y afloja sobre la posibilidad de un armisticio. Entre revueltas políticas y agitación obrera, los alemanes, hasta entonces disciplinadamente sumisos y entusiastas de su káiser, ya estaban hasta la mismísima bisectriz de tanto disparate, tanta batalla, tanto desastre y tanto muerto. Así que en octubre de 1918 Guillermo II tuvo que hacer las maletas y largarse a Holanda mientras en Berlín se proclamaba la república. Entonces, los del paso de la oca pidieron cuartel. El problema, entonces, fue que Europa se encontró con el peliagudo problema de atar la mosca por el rabo en una paz razonable que contentara a todos; pero eso se había puesto difícil con las recientes turbulencias: cada cual tiraba para lo suyo y había (eran pocos y parió la abuela) nacionalidades históricas que pretendían se reconociera su existencia. Fue a partir de ahí cuando los todavía jóvenes Estados Unidos y su presidente Woodrow Wilson empezaron a meter baza en los asuntos europeos, con sus famosos Catorce Puntos (libertad de los mares y de comercio, reducción de armamentos, rectificación de fronteras, creación de nuevos estados, etc.), de los que dos tenían capital importancia: uno era el derecho de los pueblos antes sojuzgados por los grandes a convertirse en estados independientes y soberanos; otro, la certeza de que la diplomacia secreta, los chanchullos y los enjuagues bajo mano habían sido culpables de muchos de los males que llevaron a la guerra, y que en el futuro las relaciones entre los estados debían hacerse a la luz del día; de ahí vino la idea de una Sociedad de Naciones (la primera ONU de la Historia, asentada en Ginebra, ineficaz que te rilas, que sólo duró veinte años) que actuase como gran asamblea internacional para solucionar conflictos sin recurrir a las armas. Aquello no satisfizo a todos, pero la influencia norteamericana, que había sido decisiva para que los aliados ganaran la guerra, pesó más que nada. En ese ambiente, prolongando el armisticio, en enero de 1919 se convocó la Conferencia de Versalles, donde tras prolongados debates, desacuerdos y tirar cada uno para su propia casa se acabaron estableciendo las condiciones para una paz definitiva; solución que resultaría especialmente onerosa y humillante para Alemania, que acabó pagando la mayor parte de los platos rotos: cesiones territoriales, renuncia a territorios, plebiscitos en lugares con mezclas étnicas, desarme, eliminación de la mili obligatoria, reparaciones económicas (enormes e imposibles de pagar), ocupación militar de su orilla izquierda del Rhin y otras lindezas. Aquello, resumiendo, era tragarse varios sapos a la vez; así que de entrada los alemanes dijeron: «Eso lo va a firmar vuestra puta madre». Pero los aliados, muy gallitos, amenazaron con continuar la guerra, así que no hubo más remedio que echar la rúbrica. Pero no sólo la sodomizada Alemania tuvo que renunciar a importantes territorios en favor de Francia (Alsacia y Lorena) y de Polonia, porque también el antes enorme imperio austrohúngaro, variopinto barullo de pueblos diversos, se fue completamente al carajo, con la monarquía de los Habsburgo hecha bicarbonato de sosa, mientras se asentaban estados hasta entonces a medio gas o nacían otros nuevos, conformándose así el paisaje de la Europa del siglo XX: Polonia, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia, Checoslovaquia, los países bálticos y alguno más. Alemania, como digo, tuvo que zamparse todo eso, firmando el tratado de paz sin cambiar una coma del texto. Y fue esa intransigencia de los vencedores, la humillación sufrida en Versalles, lo que marcaría profundamente a los alemanes en las siguientes décadas. Porque en sus ganas de revancha acabaría teniendo un papel decisivo, aprovechándose de los trenes baratos, un antiguo cabo austríaco llamado Adolf Hitler, veterano de las trincheras de la Gran Guerra, que supo manejar con habilidad esa vergüenza nacional en un desquite que, dos décadas después, volvería a ensangrentar Europa de un modo inimaginado hasta entonces. Y es que en realidad la paz de Versalles no fue una verdadera paz, sino sólo una tregua. Un aplazamiento.

 

[Continuará].

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba