Así reprime Rusia a quien protesta
El Kremlin endurece las leyes que criminalizan cualquier tipo de activismo contestatario, desde la política, la defensa del medio ambiente a los movimientos sociales
La rusa ya no es una sociedad dormida y alérgica a las protestas. Las grandes manifestaciones de 2011 y 2012 contra el fraude electoral no triunfaron. Sin embargo, desde entonces ha ido aumentando el número de marchas, mítines y exhibiciones críticas. Y aunque todavía es magro, se ha ido formando un variado tejido social contestatario; ajeno o no a la política. Organizaciones vecinales, asociaciones ecologistas, en defensa de los animales, por los derechos de las mujeres. Y mientras empieza a despuntar una tímida mirada crítica —que bulle sobre todo en Internet—, también los métodos para combatirla. Las autoridades han puesto en marcha un diverso paquete de leyes que puede usarse para sofocar cualquier tipo de activismo y disidencia. Tanto en las calles como en la Red, el gran agujero que el Kremlin no puede controlar; aunque se empeñe. Normas similares a otras que existen en los países occidentales, como aquellas que persiguen el discurso de odio o el extremismo, pero que son tan amplias que se pueden usar, y de hecho se están usando, para criminalizar a quienes protestan.
A los ojos de la ley, María Motúznaya ha sido una extremista peligrosa. A sus 23 años, esta siberiana rubia y espigada fue incluida en la lista de extremistas y se enfrentó a un proceso judicial por ofender los sentimientos religiosos e incitar al odio. Su delito fue compartir en 2015 una serie de memes en la red social Vkontakte, el equivalente ruso de Facebook. Uno de ellos, por ejemplo, mostraba a tres monjas apurando un cigarrillo y la leyenda: “Daos prisa, ahora que Dios no está”.
“He sido víctima de una situación surrealista. La policía se presentó en mi casa, me registraron y se llevaron todos mis dispositivos electrónicos”, cuenta en videoconferencia. Ahora, tras año y medio de proceso judicial, de ataques organizados de trolls y del miedo a pasar hasta seis años y medio en prisión, su caso se ha cerrado. Y ella se ha marchado de Rusia. Cree que las autoridades la procesaron por apoyar activamente al opositor y bloguero anticorrupción Alexéi Navalni. Y que la ley contra el discurso de odio fue solo una excusa.
La norma es extremadamente polémica. En los últimos meses, y tras procesos similares, se ha modificado y ahora es punible con cárcel a partir de la segunda falta. “La ley es tan amplia y tan poco clara que se puede usar de muchas formas”, apunta Ekaterina Vinokurova, del Consejo de Derechos Humanos de Rusia. Con casos como el de la joven siberiana, el número de procesados por extremismo se ha disparado en los últimos años y ha pasado de 656 en 2010 a 1.521 en 2017. “Lo que me ha sucedido a mí le puede pasar a cualquiera, pero lo que está claro es que intentan tratar de acallar la voz de las próximas generaciones de votantes”, afirma Motuznaya.
Cortadas por un patrón muy similar se han diseñado la ley que obliga a los servicios de mensajería a almacenar en Rusia datos privados de sus suscriptores y la que criminaliza a los organizadores de marchas no autorizadas a las que acudan menores. También la norma que debate ahora el Parlamento que, en esencia, prohíbe faltar el respeto al Gobierno, la bandera, el presidente o a casi cualquier autoridad.
Hasta las grandes protestas de 2011, el Gobierno había hecho una clara distinción entre los activistas opositores, como Alexéi Navalni y sus partidarios, y los ciudadanos comunes. Con las nuevas leyes, esa línea es cada vez más difusa. Sobre todo con el descontento social al alza alimentado por la crisis económica y reformas sociales como la de las pensiones, que ha sacado a la calle a ciudadanos que jamás se habían manifestado antes. Protestas en toda Rusia que se han saldado con cientos de detenidos. Desde jubilados a menores.
Solo en una de las últimas, la del 9 de septiembre, hubo casi 900 arrestos. Entre ellos el de Ekaterina Ivanova, de 14 años, una estudiante de octavo grado de San Petersburgo que ni siquiera formaba parte de la manifestación contra el aumento de la edad de jubilación pero que fue detenida y enviada a una comisión educativa disciplinaria.
“Tenemos un Gobierno autocrático que está derribando poco a poco todas las instituciones democráticas con la excusa de la seguridad. Quieren controlar todo lo que pueda llegar a tener una influencia en cualquier esfera de la vida y pueda alimentar el tejido social de votantes que piensen”, afirma Alexánder Solovyov, miembro del consejo federal del movimiento Rusia Abierta en la sede de la entidad en Moscú. Su organización lo tiene todo para estar bajo el foco de las autoridades: no solo está fundada y financiada por el opositor exiliado en Londres Mijaíl Jodorkovski, además uno de sus objetivos prioritarios es fomentar la participación política, sobre todo a nivel local.
Rusia Abierta es legalmente en Rusia una “organización indeseable”. Las autoridades, pese a que no lo es, le han atribuido ese término legal aplicable solo para las ONG extranjeras cuya actividad “está dirigida a la instigación de protestas y la desestabilización de la situación política interior”. Y han concluido que representa una amenaza a la seguridad nacional. Hace unas semanas, una de sus activistas, Anastasía Shevchenko, se convirtió en la primera persona del país en ser acusada de colaboración reiterada con una organización indeseable.
La contable de 37 años, que había comenzado en el activismo de derechos humanos y que estuvo afiliada al Partido Comunista, fue detenida en su casa de Rostov del Don y podría afrontar una pena de hasta seis años de cárcel. Lleva bajo arresto domiciliario desde el 23 de enero. Y solo pudo eludirlo unas horas y ante la presión social cuando la salud de la mayor de sus tres hijos, de 17 años y que ya estaba enferma, empeoró. “Pudo verla solo unas horas antes de que finalmente muriese”, se lamenta su amiga Yana Goncharova.
El caso de Shevchenko ha desatado las alarmas de las organizaciones de derechos civiles rusas e internacionales, que lo perciben como una amenaza y ejemplo de cómo se están usando las leyes para intimidar y perseguir activistas contra la corrupción, el fraude electoral o las violaciones de derechos humanos. “En los últimos años, las autoridades rusas han ahogado y criminalizado progresivamente la disidencia”, apunta Marie Struthers, directora de Amnistía Internacional para Europa Oriental y Asia Central.
Disidentes. O peor, extremistas, son, según los investigadores, Anna Pávlikova y su amiga Masha Dubóvik. Morenas, menudas y apasionadas por la biología, ambas querían estudiar veterinaria. Y quedaban para charlar de animales, plantas y flores en la pequeña casa de Pávlikova, en un barrio obrero de altas y grises torres, donde vive con su madre, sus abuelos, su hermana y el bebé de esta. A finales de 2017, las jóvenes (17 y 18 años) encontraron un grupo de Telegram que hablaba entre otras cosas de activismo en defensa de los animales y se aficionaron a entrar en las conversaciones de ese salón virtual que, poco a poco, empezó a adquirir un tono más político. Después, los participantes —de entre 17 y 38 años— se empezaron a reunir en un McDonalds y a ser algo más activos. En un momento, un hombre algo más mayor entró en el chat y comenzó a animarlo con reclamaciones cada vez más claras y más políticas. Alquiló una oficina para los miembros del chat. Redactó un manifiesto. Y le puso al grupo el rimbombante nombre de Nueva Gloria.
Meses más tarde, a tres días de las elecciones presidenciales y de madrugada, fueron arrestados. Pávlikova y siete de sus compañeros de Nueva Gloria se enfrentan a cargos por crear una organización extremista. “Han llegado a decir cosas como que querían derrocar al Gobierno… Son solo un grupo de jóvenes que hablaban de política y ecología”, se lamenta Yulia Pávlikova, la madre de Anna. Explica que en su familia nunca han hablado de política, que no hay tradición. Tampoco la joven, que cumplió la mayoría de edad detenida, militó en ningún partido más allá de mostrar simpatía por el opositor Navalni. Los abogados y los familiares de los procesados —algunos, como Anna, que enfermó en prisión, bajo arresto domiciliario ahora— creen que el caso contra ellos fue “fabricado”. Un diagnóstico que comparten algunos analistas.
La investigación se basa en ese miembro más reciente y mayor; el que escribió los estatutos y azuzó a los jóvenes fue quien después les denunció. Ahora ha desaparecido completamente del proceso. “No sabemos quién es realmente, pero creemos que es un agente del FSB [Servicio Federal de Seguridad, la heredera de la KGB]”, dice la madre de Pávlikova. Y añade sin dudar: “Pensamos que han utilizado a nuestros hijos para dar ejemplo de lo que puede pasarte si levantas un poco la voz”.