Cuando comienza formalmente esta campaña electoral presidencial tan inusual y desigual como fundamental para la vida constitucional de la democracia que queremos ser, advierto en las personas con las que converso, independientemente del sector social, una como tensión interna entre pensamientos y sentimientos. Se sabe por las encuestas y también se siente en la calle que una mayoría determinante de los venezolanos está decidida a votar, así como que abriga la convicción de que el modo de abrir caminos para la solución de nuestros problemas es la vía pacífica, democrática, del voto, lo cual no obsta para que en medio del optimismo que dice que estamos ante una oportunidad de cambiar para bien, se deslice una inquietud nacida de un pesimismo aprendido a punta de frustraciones.
Es muy evidente la esperanza. En una proporción sustancialmente predominante en la población, la esperanza radica en la posibilidad de que este 2024 logremos el cambio político necesario para que avancemos, en medio de dificultades que no son pocas ni pequeñas y que nadie ignora, hacia los cambios económicos y sociales.
Un segmento de la población, no por minoritario menos respetable, cifra su esperanza en que sean las políticas actuales las que persistan, acaso por temer que el cambio no necesariamente sería para mejor, aquello de preferir “malo conocido”. Deciden creer que el error no está en su concepción, sino en los equipos humanos escogidos para adelantarlas.
En unos y otros, en todos, una esperanza unifica. Que las elecciones zanjen la cuestión del poder en paz, como constitucionalmente toca y que por encima de nuestras diferencias, seamos capaces de trabajar juntos por el país.
Transversal a esas esperanzas uno puede leer sin esfuerzo la espesa presencia de la incertidumbre. Tanto que me recuerda la caricatura de Vladdo en Semana, la revista colombiana que recorté hace años. En ella, un tipo de aire misterioso aparece pensando “Antes estábamos en la incertidumbre. Ahora…no se sabe”. Chiste aparte, porque no es cosa de risa, la gente se angustia ¿Qué irá a pasar? me preguntan ¿Qué cree usted? La duda picotea el optimismo, araña los deseos de que todo salga bien. Entre los más que quieren cambio la cuestión es si habrá entrega del poder. Entre los menos que optan por la estabilidad del presente, es si la otra parte aceptará, cuando lo anuncie el CNE, un veredicto de las urnas que no espera. En unos y otros, la incertidumbre viene de dos vertientes, el acatamiento de la voluntad soberana y el riesgo de violencia.
La incertidumbre es como una niebla que nos tapa el sol. Y el problema no es que éste siempre resplandezca, es que aunque haya mal tiempo y sobre todo si lo hay, nos impide ver con claridad y eso siempre hace falta.
En más de una de esas conversaciones, la propia gente me dio la clave. Lo que podría ser la vacuna para que la incertidumbre no enferme nuestra esperanza. Ese antídoto que no milagroso sino experimentalmente comprobado, aunque haga milagros, es la responsabilidad. Cada uno de nosotros, ciudadanos de este país, tiene una responsabilidad. El votante, votar. El que a cualquier nivel, del más modesto al más encumbrado, puede activar, convencer o dirigir, a cualquier nivel, pues que active, convenza o dirija. El que escribe que escriba. El que habla que hable. El que puede actuar que actúe. Porque la ciudadanía no es deporte de espectadores.
Claro que la responsabilidad mayor está en quienes nos dirigen como nación, así como en los y las que aspiran a dirigirnos, máxime en aquellos que tienen a su cargo la conducción de los órganos del poder público, en cualquiera de sus niveles o de sus ramas. Ellos y ellas juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes de la República. Jurar en vano es pecado religioso, ciertamente, pero en este caso sería gravísimo pecado civil.
Al final, como al principio, depende de nosotros los venezolanos. Si cada uno cumple con su responsabilidad, disminuirá la incertidumbre y crecerá la esperanza.