Aventuras de Maradona en La Habana
Los problemas con drogas y alcohol que sufre Maradona nos hacen verlo como un hombre enfermo, pero su incurable adicción por los mandatarios tiránicos lo convierte en una caricatura de sí mismo
Con enero del 2000 no llegó a Cuba el siglo XXI, pues Fidel Castro había decidido que no tendríamos nuevo siglo y nuevo milenio hasta enero del 2001. Pero eso no sorprendió a los cubanos tanto como el aterrizaje en Rancho Boyeros de Diego Armando Maradona para tratar su drogadicción en La Pradera, una lujosa clínica internacional habanera de rehabilitación.
«Yo también soy un rebelde», murmuró el astro argentino, en visible mal estado, andando entre la multitud de periodistas y recibidores. Un uruguayo le recordó que Pelé no usaba drogas y Maradona se molestó. Había ido a recibirlo nada menos que el comandante Bernabé Ordaz, director del Hospital Psiquiátrico de La Habana, con su sombrero de cowboy, pero el paciente no quiso irse en ambulancia, sino en un gran Mercedes Benz negro más que VIP.
Pronto los chismes y rumores sobre sus aventuras cruzarían la ciudad en todas direcciones. Pese a que llegó con cocaína en sangre y preocupantes problemas cardiacos, el Diez evadiría a los defensas y, pese al cerrado gardeo, luego anotaría todos los goles que quiso, o pudo.
Con varias idas y retornos, residió en la capital cubana hasta 2005. Hoy, a casi 20 años de su entrada a La Pradera, salen a la luz los hijos que dejó tras su estancia y algunas fotos con muchachas desnudas que se tomó aquí. Desde un tiempo antes, ya Matías Morla, su abogado, había confesado: «Le tengo miedo a Cuba. Ojalá sea un solo hijo».
Pero fueron tres los que informó primero el letrado, sin dar nombres. De dos mujeres distintas. Tras reclamos de paternidad de las madres ante la justicia nacional, Maradona vendría a Cuba a reconocerlos legalmente, tras las pruebas de ADN de rigor. Hasta entonces, solo se le conocían cinco hijos de cuatro mujeres distintas. Ahora tendría ocho en total.
Hoy, a casi 20 años de su entrada a La Pradera, salen a la luz los hijos que dejó tras su estancia y algunas fotos con muchachas desnudas que se tomó aquí
Morla dijo a la prensa que él mismo se encargaba de enviarle 40 dólares a cada uno de esos tres jóvenes, de «entre 18 y 20 años», que describió como «muy educados». Más tarde, una periodista averiguó que eran dos mujeres, Joana y Lu, y un varón, Javielito, un muchacho introvertido «que no quiere saber nada de todo esto».
Sin embargo, ha aparecido un cuarto descendiente cubano del astro. «Cada vez que voy a Cuba, hay comentarios de que más hijos de Diego», declaró Morla al hablar de esto: «Tampoco son diez. Uno seguro. Yo lo vi y tiene una apariencia física muy similar».
Claro que tenía mucha razón el abogado en temerle a Cuba. Más allá de los chismes de juergas y excesos, dos cosas hablan con vehemencia de las aventuras de Maradona en La Habana: las fotos con las chicas y el accidente que ocurrió en El Cotorro el 13 de septiembre del 2000, cuando el ex futbolista chocó en estado de embriaguez su auto contra un ómnibus.
Una hora estuvo allí, con su legendaria pierna izquierda trabada, hasta que lo sacaron. Por suerte, ya había acudido un periodista argentino amigo suyo, que se encargó de desaparecer la botella de whisky casi vacía que había junto al asiento del chofer. Bien lejos de la Pradera estaba el Diez. Y más lejos aún de la desintoxicación.
Y no fue ese el único accidente que tuvo, ni esa la única botella de whisky, ni las chicas de las fotos y las madres de sus hijos sus únicos devaneos sexuales. Destrozó ventanillas de autos, se enredó en trifulcas, peleó con los guardias de La Pradera, armó fiestones con todo incluido y se paseó por donde quiso. Era el amigo de Fidel Castro.
Y ya sabemos que al Comandante no le importaba qué hicieran las estrellas deportivas ni en la competencia ni después de ella. Con admirarlo y agradecerle ya tenían garantizada la más encarnizada defensa del revolucionario mundial, que ya en 1987 le había regalado su gorra autografiada a Maradona, quien le obsequiara antes su camiseta. Luego se reforzaría mucho esa amistad.
Indudable la devoción del Diez por el Uno. La revolución cubana es sagrada para Maradona y lleva tatuado el rostro del Comandante en una pierna y el del Che Guevara en un brazo. Todavía no se ha grabado a Hugo Chávez, ni a Vladimir Putin, ni a Nicolás Maduro, pero sería extraño que lo hiciera. Sabe que no es jugada que valga la pena, aunque se proclame «soldado de Maduro», el narcodictador.
Ya podemos imaginar las caricaturas que abundaron en los medios cuando el Pibe de Oro se fue a dirigir el equipo los Dorados de Sinaloa, esa sede del gran narcoimperio. Caricaturas tan guasonas como alguna sobre sus hijos en Cuba, que los representaba a todos idénticos a Fidel Castro pero con diversa vestimenta.
Los problemas con drogas y alcohol que sufre Maradona nos hacen verlo como un hombre enfermo, pero su incurable adicción por los mandatarios tiránicos, más allá de la ética, lo convierte en una caricatura de sí mismo e, incluso, en la caricatura de una izquierda que ya comienza a pagar por las reglas de juego que viola y los excesos criminales que se permite.