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Bada: ¡Marchando una ración de costillitas de tres tristes tigres!

"La idea de una carta artística me pareció digna de imitación, y enseguida pensé en el espléndido menú..." Cocina, autores y obras, todo mezclado con fino humor en esta nueva columna de Ricardo Bada.

No tiene nada de sorprendente que mi buena amiga Esther Andradi (autora ella de un libro substancioso, y antropofágicamente titulado Come, este es mi cuerpo) me enviara una vez, desde San José de Costa Rica, la carta de una cafetería que se llamaba La Maga y en la cual se ofrecían sandwiches y dulces cuya nomenclatura ostentaba un alto pedigrí literario. Así, por ejemplo, si el cliente encargase allí «un Pablo Neruda», tengan la seguridad de que no le iban a servir un ejemplar de Residencia en la tierra sino una gran empanada chilena con su guarnición completa. Y si lo que pidiera fuese «un Cervantes», pondrían sobre su mesa un sandwich de pavo ahumado y queso, hecho en el momento: garantía de La Maga.

Pero también figuraba en su carta una ensalada «endemoniadamente laberíntica» (sic) que, como es lógico, escondía sus presuntos vericuetos vegetales tras el egregio apellido Borges, a pesar de no incluir el arroz hervido, alimento preferido del maestro. ¿Y qué les puede sugerir la mezcla de mozarella, albahaca, tomate, anchoas y aceitunas? Los programadores gastronómicos de La Maga bautizaron este desaguisado con el nombre de Cortázar. Vaya usté a saber por qué, pues lo lógico hubiese sido reservarlo para un montado de château saignantquienes duden de la pertinencia del caso consulten la primera página de 62: Modelo para armar. ¿Y por qué «un Rulfo» apadrinaba la pequeña pizza con doble queso en lugar de una tortilla en llamas, quiero decir: flambeada? En fin, bocata minuta. Y continuemos.

Si el cliente fuera de los que prefieren las dulzuras de la repostería, solicitará «una Rosalía de Castro», que es un flan con crema, o «una Simone de Beauvoir», que así se llamaba allí a la torta de fresa, aunque quizás al final se decidiera más bien por «una Gabriela Mistral», un queque de zanahoria con lustre (sea ello lo que fuere), o «un George Sand», que son tres leches, y es evidente que no se trata de un exabrupto.

Podría engullirlo todo con un zumo natural, para lo cual tendría que pedir «un Verdi», o una gaseosa, y en ese caso debería encargar «un Haydin» (sic). Luego, la coronación del ágape con «un Tiziano», que es el café exprés, o si prefiere el arte moderno entonces un capuccinoamparado bajo el nombre de Antoni Tàpies. Pero si el cliente se mantuviera en una postura ecléctica, optaría por el café con leche, teniendo que solicitar, ¡oh paradoja!, «un Picasso».

La idea de esta carta artística me pareció digna de imitación, y por lo que se refiere a Alemania, país donde sobrevivo, enseguida pensé en el espléndido menú que se compondría con los siguientes platos. De entrada «un Ernst Jünger», quien como es sabido rebasó con creces los cien años de edad, así que lo suyo sería una sopa de tortuga. Para seguir, «un Günter Grass», que no puede ser nada más ni nada menos que un fenomenal rodaballo. ¿Algo de carne además? Pues cómo no: «un Uwe Timm», el nombre del autor de una novela entretenidísima, titulada La invención de la salchicha al curry. Todo ello acompañado de su buena ración de Heinrich Böll, por lo de El pan de los años mozos. Y de postre se me ocurre que podemos pasar la frontera neerlandesa, degustando «un Jan Wolkers», quien es el autor de Delicias turcas. Por supuesto, lo ideal es bajarlo todo con un buen digestivo, sin ir más lejos con un aguardiente de cerezas, y para ello nada mejor que «un SarahKirsch».

Después de lo cual me puse a combinar los posibles platos literarios hispanoamericanos, barriendo el mapa del continente de Norte a Sur.

En Estados Unidos, que entretanto también es un país de nuestro idioma, la entrada debería hacerse encargando “un Hermanos Marx», esto es: una sabrosa sopa de ganso. Como plato de pescado «un Hemingway», a saber: merlán del Caribe fileteado por la dentadura de un tiburón voraz. Y en materia de carne nada tan delicado como el «sandwich Henry James», de alas de paloma. Ofende la duda sobre el postre, la «copa John Steinbeck», llena hasta los bordes de uvas de la ira. Todo ello, desde luego, regado por un vino tinto, el Château Dashiell Hammett Cosecha roja.

En México, y aparte del ya mencionado «Juan Rulfo», pues muy bien pudiéramos mandarnos a bodega «un Octavio Paz», que consistiría en un buen churrasco de mono gramático. E invocar el bello nombre de Sor Juana Inés para hacerle los honores a una enchilada de divinos narcisos.

En Centroamérica y el Caribe diría yo que lo más adecuado sería una barra libre donde servirse el plato combinado que a uno más le guste. Una barra libre que debería incluir, por lo menos, cangrejos y golondrinas de Lezama Lima, costillas de tigres tristes à la Cabrera Infante, algún madrigal del hígado cocinado por Manuel del Cabral, pechuga de garza desangrada por Rosario Ferré, solomillitos de dinosaurio Monterroso (minúsculos pero), y además venado Salarrué, filete de tiburón del San Juan pescado por Fabián Dobles, el faisán afrodisíaco de Rubén Darío, y como hay para todos los gustos, también la fruta del árbol de los pañuelos, recogida por Julio Escoto, y hasta cucarachitas mandingas salpimentadas por Rogelio Sinán.

Lo que, eso sí, no puede haber en la barra libre, es El pescado indigesto de Manuel Galich.

En Colombia, y sin necesidad de echar mano al delicioso Tratado de culinaria para mujeres tristes, de Héctor Abad Faciolince, se me ocurre que un “Álvarez Gardeazábal” auspiciase la pechuga flambeada de cóndor (pero de uno de los que no entierran todos los días) y un “Alba Lucía Ángel” debiera dar nombre al muslo de pájara pinta en salsa verde limón. ¿Y qué mayor homenaje rendir al nadaísmo si al encargar «un Gonzalo Arango», le sirvieran al comensal un pancito ya tajado que al abrirlo por la mitad se lo encontrase vacío?

En Venezuela, al solicitar un «Andrés Bello» nos servirían una ensalada compuesta con todos los productos agrícolas de la zona tórrida. Con un «Eduardo Liendo» estaríamos encargando un solomillo de cocodrilo rojo, y un «Isaac Chocrón» designaría el bife de una de sus cincuenta vacas gordas, por más que él mismo nos haya advertido clarividentemente, nada menos que en 1970, Se ruega no tocar la carne por razones de higiene.

En Ecuador, tanto Abdón Ubidia como Javier Vásconez seguramente están en condiciones de confeccionar un menú con el que chuparse los dedos. Debiera, eso sí, ser uno en el que, por respeto a la insigne memoria de Jorge Carrera Andrade, no desdeñasen el Rol de la manzana.

Y en el restaurante o cantina que introdujese dicho menú, en recuerdo de la granada narrativa de don Angel Felicísimo Rojas, todos los días se le haría un descuento a El primer cliente.

En el Perú, «un César Vallejo» podría ser la guarnición de todo buen condumio («pedacitos de pan fresco / aquí, en el horno de mi corazón!»), anunciado por algunos heraldos negros y como guarnición frugal de un buen filete de oso hormiguero a la brasa, que habrá de encargarse pidiendo «un Toño Cisneros». En cuanto al digestivo, ay, el digestivo lo mejor sería tomarlo de tertulia en La Catedral: «¡Un Vargas Llosa para el señor!», pregonará el camarero hacia la barra, para servirnos luego un pisco sour aromatizado con la flor de la canela.

En Bolivia, los lotófagos tendrían una ocasión inmejorable de satisfacer su gula con «un Jesús Lara». Por lo que hace a los postres, y sobre todo en Cochabamba, el chef recomendaría una golosina que lleva el nombre de Néstor Taboada: naranjas maquilladas. Y si el comensal desea aprovechar los huecos entre plato y plato, y quiere escribir, pero le sale espuma, será porque alguno de los condimentos del plato anterior responde al nombre de Pedro Shimose.

En Chile, además de los supracitados «Pablo Neruda» y «Gabriela Mistral», no estaría de más engullir algún que otro “José Donoso”, es decir, un nido de hojaldre con ragú guisado en base a un obsceno pájaro de la noche; o bien un «Ariel Dorfman», que no sería otra cosa que Pato Donald a la naranja; o bien un «Enrique Lafourcade», esto es, una pechuga de palomita blanca a las brasas. Y como ensalada, unas suculentas hojas de parra, de su homónimo don Nicanor.

En el Paraguay la carta abarcaría desde el deletéreo séptimo pétalo del viento, un “Bareiro Saguier”, pasando por el Minino de Jorge R. Ritter y el Perrito de Mario Halley Mora (platos suculentos para paladares chinos), hasta las tan terrestres Gallinas del grande y malogrado Rafael Barrett, que obran el terrible milagro de convertir a un ser humano en un propietario.

En el Uruguay, ¿qué tal para abrir boca unas anquitas de ranas?, esto es«Un Rosencof». Como primer plato, carne, la gallina degollada que nos remite a Horacio Quiroga, y como segundo plato, pescado, la corvina a la plancha que sugiere el nombre de Enrique Estrázulas. Desde luego la repostería debe ser todo lo exquisita que reclama «una Juana de Ibarbourou”, que es una macedonia de lenguas de diamante y rosas de los vientos. Aunque quienes amamos las calas tal vez prefiramos los cálices vacíos prometidos bajo el nombre Delmira Agustini.

Y en Argentina, con prescindencia de los ya enlistados Borges y Cortázar, la verdad es que se conseguiría un menú bastante completo. No en vano se trata de un país donde la plétora de títulos ad hoc conduce directamente al bicarbonato: basta pensar en El banquete de Severo Arcángelo de Leopoldo Marechal, El misterioso cocinero volador de Bernardo Kordon,

Las sombras del pájaro tostado de Ricardo Molinari, Cola de lagartija de Laura Valenzuela y, como definitivo título omnifágico, Para comerte mejor de Eduardo Gudiño Kieffer. Aprestémonos pues a un condumio no clásico en los anales del churrasco y el asado de tira, los chinchulines y el bife de lomo –que se encuentran en cualquier carrito de La Costanera–, y deleitémonos con «un César Aira» (bajo el cual se esconde una liebre a las finas hierbas) y «un Conrado Nalé Roxlo», que no es otra cosa que una Delikatesse para la historia: el espiedo de cola de sirena, plato poco menos que irrepetible. De postre un sorbete extraído de El limonero real de Juan José Saer, y como digestivo nada de licores de yuyos tanos ni franchutes: mejor «un Arlt», cualquiera de los buenos y estimulantes Aguafuertes porteños.

¿Y en España? En España, otros deleites culinarios podrían ser la curiosidad de una sopa cantonesa de nidos de golondrinas bajo la rúbrica «un Bécquer», y al solicitar «un Gabriel Miró» nos encontraríamos con la macabra sorpresa de una macedonia monotemática, de cerezas del cementerio. Es evidente que el cocido madrileño corre por cuenta de Galdós, analfabetamente descalificado como «el garbancero», y qué duda cabe de que a García Lorca le está reservado un puesto indiscutible en la repostería con el brazo de gitano. Dicho sea de paso, no se podría pedir nada mejor que «un Unamuno» a la hora de encargar un guiso condimentado con la aromática de la fama: recordemos que fue él quien nos dijo aquello tan sabio de que «el laurel es bueno para asaborar las patatas». Last but not least, un detalle importante, y ustedes perdonen tan mostrenco pleonasmo: el bote de las propinas a los camareros debiera ser en forma de libro de Azorín y ostentar en su lomo (¿dije lomo? ¿loooooomo? ¡hmmmmmmmm!) el sugestivo título La voluntad.

 

Ricardo Bada

Ricardo Bada(*Huelva/España, 1939), escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, Nueva York 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, Huelva 1994), Amos y perros (cuento, Huelva 1997), Me queda la palabra (conferencias, Huelva 1998), Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, Madrid 2000), Limeri de Bueno Saire (poesía nonsense, Río de Janeiro 2011), La bufanda de Cambridge (cuentos, Bogotá 2018) y El canto XXV (novela corta, Copenhague 2019). Su ópera breve La serenata de Altisidora (partitura de David Graham) se estrenó en  el Festival de Camagüey del año 2000.

 

 

Un comentario

  1. Todos los eruditos en cualquier idioma, de vez en cuando, deberían poner sus conocimientos literarios al disfrute y regocijo de los lectores.
    Gracias, señor Bada, por el buen rato que me ha hecho pasar.

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