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Barbieri, un gato de ocho vidas

El saxofonista argentino rompió esquemas al fusionar el jazz con el sonido de Latinoamérica. “Fue el primero”, dice Sergio Pujol, autor de su biografía.

El saxofonista argentino Gato Barbieri, en 1970. ARCHIVO
El saxofonista argentino Gato Barbieri, en 1970. ARCHIVO

 

El Gato Barbieri —argentino, saxofonista, internacional— pone una mano ancha en el lomo de un caballo marrón que espera, manso, al borde del Central Park de Nueva York. “Caballito, ¿cómo estás?, ¿bien?”, dice estirando las vocales, con una voz atemporal, con cadencia de niño masticando chicle, con timbre de lobo cansado. Un sobretodo negro lo cubre de pies a cabeza. En la cima, casi tocando unos anteojos de lentes oscuros, un sombrero de felpa negra: el mismo que calza por las noches en el exigente club de jazz Blue Note. Similar al que lo acompañó en giras por Europa junto a Don Cherry, y en los festivales de Montreal y Montreux que lo tuvieron de protagonista en los setenta. O, quizás, una variación del sombrero que usó en Jamaica, Morgado y otros nightclubs de Buenos Aires en los cincuenta y primeros sesenta, cuando, recién llegado de su Rosario natal, acumuló noches sin dormir, puliendo su sonido en jam sessions. Un gato nocturno que podía estar maullando en todos lados y en ninguno a la vez.

La imagen es un fragmento de Calle 54, del director español Fernando Trueba, un documental lanzado en el año 2000 que presenta al panteón de músicos de jazz latino tocando sus últimos acordes consagratorios. La cámara sigue al Gato arriba de una carroza que avanza más rápido que sus palabras. A su alrededor, las ramas de los árboles altos parecen huesos; el cielo, un vidrio roto y frío. Nueva York está cubierta de nieve. El Gato Barbieri es un agujero negro en el Central Park. Un ladrillo suelto del muro que dividió la historia del siglo XX con la del XXI. Como dice la voz en off de Trueba cuando lo presenta, “Gato Barbieri fue un revolucionario del jazz latino. Un producto de Mayo del 68 y uno de sus escasos sobrevivientes”.

El Gato, arriba de la carroza, se deja llevar por una ciudad que respira desde los años sesenta, por una zona que lo ve irse de noche con el saxo colgado en el hombro; un Gato mítico, legendario, que, a su modo, disfruta el anonimato melancólico del que extraña un mundo que ya no existe. A los pocos metros de andar, mirando a cámara, el Gato dice: “Yo fui famoso desde el 70 hasta el 82. Fue una gran época”.

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El saxofonista argentino Gato Barbieri, en los años sesenta. ARCHIVO

Barbieri, en el estudio de grabación, en los años sesenta. ARCHIVO

 

A Leandro Barbieri, de chico, cuando el apodo gatuno aún no lo nombraba y su única adultez imaginable era como futbolista profesional de Newells Old Boys (tenía condiciones, dicen), le costaba hablar. La lengua no fluía, las silabas tardaban en entrelazarse, un tartamudeo incipiente lo llevaba al silencio y a la discreción. La fluidez que no le daban las palabras la encontró en los instrumentos de viento. Primero fue un requinto que le acercó Alfredo Serafino, profesor de música de la escuela Infancia Desvalida. Leandro tenía ocho años y soñaba con tocar la trompeta, como lo hacía Rubén, su hermano mayor. Pero Rubén lo convenció de que eligiera otro instrumento para integrar la Banda de Infancia Desvalida. Al requinto le siguió el clarinete, un nuevo escalón de vientos hacia al cielo donde lo esperaba un saxo tenor, el elemento curvo de metal que lo completó como si fuese un animal mitológico.

Leandro había nacido el 28 de abril de 1928 en Rosario. Era el hijo mediano de Vicente y Adalcina Rosa (le decían China). En los otros polos estaban Rubén, el mayor, y Raquel, la menor. Los tres, al igual que su padre, fueron afiliados desde chicos al Partido Comunista argentino. Vicente era carpintero y músico amateur. El violín que tocaba en sus ratos libres lo había hecho con sus manos. Sin embargo, el músico de la familia era el tío Mario, que tocaba el saxo en la orquesta de Osvaldo Norton en Buenos Aires y, luego, mandaba postales desde Aruba, donde se radicó. Rubén y Leandro, lo admiraban tanto por su vocación instrumental como por su vida errante.

El primero de los hermanos Barbieri en pisar Buenos Aires fue Rubén. Tocaba en orquestas, clubes de jazz y big bands. Al poco tiempo lo siguió su familia. En Buenos Aires, Leandro tuvo dos encuentros que le iban a cambiar la vida o, mejor, ampliar las vidas. El primero fue con el disco Now’s the time de Charlie Parker y Dizzie Gillespie, que le acercó su hermano. El segundo, con un saxo alto marca Selmer laqueado, que sus padres le compraron a su maestro francés Albert Hervier. El jazz estaba cambiando en el corazón negro de Estados Unidos. Las frases se enloquecieron, los tempos se aceleraron, la improvisación marcaba por dónde seguir o pausar. En ese sonido nuevo, Leandro encontró una casa, una voz, una familia.

Estos cimientos del mito Barbieri, los narra con riguroso detalle el investigador y escritor Sergio Pujol en los primeros capítulos de Gato Barbieri. Un sonido para el tercer mundo (Planeta, 2022). Una biografía que retrata su vida en ocho partes para romper el cliché gatuno o, quizás, para marcar la excepcionalidad de Barbieri, como si fuese un trébol de cuatro hojas o un gato de ocho vidas.

 

 

 

Portada del libro 'Gato Barbieri' de Sergio Pujol. PLANETA

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Sergio Pujol descubrió al Gato Barbieri en su adolescencia a través de Chapter Two: Hasta siempre, el segundo disco de la saga Third World, donde Barbieri se propone indagar en las raíces musicales de Latinoamérica.

—No sabía mucho de jazz. Había algo en la biblioteca de mi viejo, pero nada de Barbieri —dice sentado en una silla de su estudio, una pecera cubierta de discos, cedés y libros al fondo de su casa en el Barrio Hipódromo, en la Ciudad de la Plata—. Un día llegó un amigo y me dice: “Mirá, este tipo hace lo que hace Piazzolla pero en el jazz. Hace fusiones de música latinoamericana y argentina con jazz”. No me gustó tanto cuando lo escuché. Me pareció una cosa muy caótica, desordenada, agresiva. Pero me fascinó la figura, la imagen. Después lo recontra escuché. Reseñé sus discos y le dediqué un capítulo del libro Jazz al sur.

Sergio Pujol —junto a Esteban Buch, Abel Gilbert, Gustavo Varela, Pablo Alabarces— es uno de los referentes en la investigación de la música popular argentina. Sus libros, tanto las biografías como los ensayos, son caballos de troya para pensar una época, un período preciso, un mosaico del país del sur que no deja de pensarse en el centro del mundo. Sus trabajos se centraron en el poeta del tango Discépolo, en la versátil María Elena Walsh, el inmenso Atahualpa Yupanqui, en la historia del baile, en la relación del rock y la dictadura, entre otros. Como le dijo hace tiempo el antiguo editor de Emecé, Bonifacio del Carril, Pujol parece “tener un plan, un designio, como si estuviera haciendo una obra a largo plazo”. La obra: un retrato sonoro, político y social de la Argentina.

—El libro del Gato se me ocurre cuando estoy trabajando en El año de Artaud –explica, y señala el libro que tiene la tapa del disco más conocido de Pescado Rabioso y una bajada que dice “Rock y política en 1973”—. En el 73, Barbieri viene a la Argentina. Empieza a grabar una serie de chapters, de capítulos latinoamericanos, como si fuese una gran novela latinoamericana. Encima me entero de la charla que tuvo con Cortázar en el Hotel Alvear. Hace unos años tuve acceso a esa charla y yo sentía que era un tesoro, porque además estaba Glauber Rocha, que participa poco pero había influido mucho en el giro tercermundista que pega el Gato a fines de los sesenta. Tenía los elementos para hacer una biografía. Ya me habían dicho, “¿por qué no te haces una biografía de Barbieri?”, pero decía no, es mucho. Es un músico internacional, iba a tener dificultades con las fuentes. Era como hacer una biografía de John Coltrane.

 

Vídeo de Gato Barbieri interpretando ‘Tupac Amaru’. YOUTUBE 

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La transformación de Leandro Barbieri en el Gato ocurrió en esos años dorados que fueron desde fines de la década de los sesenta hasta el 82. Y en el centro de esos años estuvo una mujer.

—En los cincuenta, saxofonistas como el Gato en el mundo había miles. No era un Piazzolla en ese momento —dice Pujol—. Pero aparece en su vida una mujer como Michelle y cambian las circunstancias.

El Gato y Michelle se conocieron en Le Roi, un club nocturno de Buenos Aires. Según pudo rastrear Pujol, Michelle, oriunda de Italia, nacida accidentalmente en Argentina pero de familia francesa, era una meteorito de la intelligentzia europea suelto en Latinoamérica. Habitué a los clubes de jazz de Manhattan, buscaba algo similar en la noche porteña. Una mujer con mito y rumores a su alrededor; cinéfila, con lazos afectivos y sociales con los directores italianos que iban a marcar la historia del cine del siglo XX. Sin Michelle, Gato Barbieri no hubiera conquistado la noche de Trastevere con su sonido, ni mantenido amistades con cineastas de la talla de Glauber Rocha, ni mudado a Nueva York, ni acercado a Miles Davis y a John Coltrane, ni acompañado a Carla Bley, ni Keith Jarrett hubiese sido su telonero. Tampoco hubiese llegado a los oídos de Bernardo Bertolucci (amigo de Michelle desde antes que ella supiera de la existencia de Barbieri) ni, menos, compuesto la música de Último tango en París.

—Alguien tiene que hacer la biografía o el documental de esa relación —dice Pujol, mientras le abre la puerta del estudio a su gato que ronronea desde el lado de afuera—. Michelle era una mujer muy lúcida y ambiciosa respecto a la carrera de su pareja. Ella va manejando esa carrera, sabe con qué productores vincularlo, lo mete en el jet set. Y logra hacerlo sin que el Gato cambie mucho. Él sigue siendo ese muchacho medio parco, callado, que tocaba su música y se dejaba llevar. Lo que le interesa es tocar su música. Y decís, cómo puede ser que este tipo sople de esta manera, encienda al público y al escenario, sea tan ardiente su música, y lo ves y es un tipo callado, con modos suaves, medio dandi de otra época, que mira de soslayo. No hay reacción entre una cosa y la otra.

Luego de la participación en Último tango en París, que incluyó una pelea con Astor Piazzolla fogoneada por la prensa y por egos de guardia alta, Barbieri tuvo una notoriedad insólita para un músico de jazz argentino que se reflejó en su nivel de vida y en la aparición de posibilidades de grabación. A la vez, por medio de la “extravagancia lírica”, como llamó la crítica Pauline Kael a su aporte en el film, se abrió el volcán y la selva de su música a oídos, curtidos en el jazz o no, de diferentes partes del mundo.

 

Vídeo de Gato Barbieri interpretando ‘Último tango en París’. YOUTUBE 

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“Ser músico de jazz y argentino es una cosa muy extraña”, dice Barbieri en una entrevista para la revista especializada Down Beat. El jazz surge en EE UU con los negros de raíces africanas, con el swing que emana de sus manos, caderas, voces y dedos. Ese es el jazz que le gusta al Gato, el jazz negro de Louis Armstrong, Dizzy Gillespie, Thelonius Monk, Duke Ellington, Miles Davis, Sonny Rollins, John Coltrane, Charlie Haden, Ornette Coleman. El dilema de los músicos de jazz de Argentina y de otros países del mundo siempre fue: ¿cómo hacerse un lugar sin convertirse en un reproductor de un estilo?

—Los tipos en Argentina que hacían buen jazz eran los que escuchaban los discos norteamericanos, aprendían la técnica del instrumento con algún profesor de música clásica y luego sacaban los yeites con otros músicos —dice Pujol—. Ese era un poco el concepto. El Gato es el primero que rompe con eso. Hoy nos parece natural que haya tipos de fusiones, un jazz latino, o alguien como Dino Saluzzi, que hace folklore pero con armonías jazzeras. En Argentina y en América Latina, él fue el primero. Apunta a la cuestión identitaria. Cómo ser argentino y, al mismo tiempo, un músico de jazz. Mediante el jazz vuelve a las raíces propias. De ahí la comparación con Cortázar: mirar con más atención el lugar desde donde yo vengo.

En la saga Third World, El Gato encuentra su sonido, su revolución. En conversaciones trasnochadas y lucidas con Glauber Rocha, quien vivía en su departamento en Nueva York, Barbieri comprendió que ser negro y tercermundista era lo mismo. Ambas eran culturas pobres, marginadas, explotadas, y el jazz podía ser una boca por donde aullar. “Glauber me hizo entender que antes que un músico de jazz yo era un músico del tercer mundo”, dice Gato en una entrevista que recupera Pujol. “Me mostró qué me unía a Brasil. Pero no exactamente a la bossa nova; no me interesa la música refinada, me gustan las músicas fuertes”.

 

 

 

Vídeo de Gato Barbieri interpretando ‘Brasil’, en 1971. YOUTUBE

 

 

La música fuerte del Gato tiene sus raíces en las tradiciones e instrumentos latinoamericanos. Su sonido tiene un oído en el norte argentino, en los ritmos bahianos, en el tango y el folklore argentino. Su jazz mestizo sumaba a su banda instrumentos como el bombo, a la vez que en los títulos de los discos y, sobre todo, en las narrativas visuales que crea, vislumbraba diferentes geografías y luchas de Latinoamérica: ¡Hasta siempre!, ¡Viva Emiliano Zapata!, Bolivia, El Pampero, Fénix, por nombrar solo los discos que Pujol recomienda para entrar al universo del Gato.

Barbieri, en su búsqueda tercermundista, elige temas clásicos del cancionero argentino: ‘El arriero’, de Atahualpa Yupanqui; ‘Mi Buenos Aires querido’, de Gardel y Le Pera; ‘Carnavalito’.  Elecciones para entrar al mercado internacional, se podría decir maliciosamente. Sin embargo, Pujol aclara: “Esa es la fachada, el envoltorio exotista, for export. Es lo que piensa Michelle. Pero una vez que empieza a tocar, y la versión de ‘El arriero’ dura diez minutos, y arma un espiral que va creciendo, creciendo, hasta que en un momento buscas la puerta para salir, porque te va asfixiando, inmerso en esa masa de sonido, ahí hay un gesto de vanguardia”.

Barbieri era un artista atravesado por el conflicto político y cultural de mediados del siglo XX. Además de sus interlocutores de la época, desde su infancia venía moldeando una identidad política: afiliado al Partido Comunista, con su hermano Rubén iba a panfletear a las salidas de las fábricas de Rosario, entre otras acciones políticas. Cuando realiza su giro tercermundista, se propone encontrar lo político en el jazz por fuera de EE UU. La hipótesis de Pujol, en ese sentido, es que cuando canta busca cierto sentido político. Por ejemplo, en ‘El arriero’ se queda repitiendo dos versos como mantra: “Las penas son de los otros / las vaquitas son ajenas”.

 

 

Vídeo de ‘El arriero’, de Gato Barbieri. YOUTUBE

 

 

Como con los músicos del origen del jazz de Estados Unidos, sus raíces y conflictos políticos se ven en su música. Incluso, cuando la visión del mundo no enfoca solo hacia el lado izquierdo de la luna.

—Por eso es tan curioso el gesto al smooth jazz que hace en los ochenta y noventa en sus discos, por más que mantenga lo otro vivo en los recitales. Hay una cuestión política, o se puede hacer una lectura política de eso —dice Pujol—. Es el fin de la utopía de los sesenta y setenta. De hecho, habla menos de política. No es que hablara mucho, pero sí sus actitudes. La caída del muro de Berlín del Gato es entrar al smooth jazz.

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Una vez sola hablaron el Gato Barbieri y Sergio Pujol. Fue en 1996. Juan Forn, el editor del suplemento Radar del diario argentino Página/12, le pidió a Pujol que lo entrevistara. No eran días calmos para Barbieri. Acababa de morir Michelle, le habían hecho un triple bypass y se estaba recuperando de una intensa adicción a las drogas que había tenido durante los ochenta.

—Me atiende de una —dice Pujol—. Me dice, “no, ahora no puedo, me voy a tocar a Blue Note”. Igual hablamos veinte minutos. Lo noté bastante desmemoriado, con imprecisiones. Había sacado un disco malo, se llamaba Qué pasa, y él sabía que era malo. En ningún momento lo ocultó. Me sorprendió la franqueza. “Ahora saqué un disco malo, bueno, para volver. Mis años buenos fueron los setenta”, dice. Tenía mucha conciencia de su declive artístico y de la grandeza de su pasado. Me dio la impresión de que era un tipo que lo único que sabía hacer era música y que no podía vivir sin hacer música. Y me quedé pensando, “este tipo, en este estado, ahora va a tocar al Blue Note, uno de los clubes de jazz más exigentes del mundo, y ha agotado todas las entradas de dos funciones”.

En los últimos años, Barbieri tocaba el saxo sentado. Entraba al escenario de la mano de su hijo Christian, que tuvo junto a Laura, su última mujer. El Gato, recuerda Pujol, jamás quiso que se lo emparente con el jazz latino, sin embargo, recibe el Grammy Latino en 2015, y antes acepta ser parte del dream team latino que arma Fernando Trueba en Calle 54. Los fragmentos de cada músico en este documental son breves salvo cuando están tocando. En los minutos finales que Trueba le entrega al Gato, antes de entrar al estudio, el saxofonista está de pie en la misma vereda desde donde había partido en carroza. Vestido de negro, con una bufanda roja rodeándole el cuello, pareceAntonio Das Mortes, el legendario personaje del film de Glauber Rocha. El paisaje que lo rodea es el mismo: fachadas y autos brillantes de nieve. El Gato mira hacia el Central Park. Y, luego de una pausa, dice: “Hace mucho frío, pero fue un buen viaje”.

 

 

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