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Bonapartismo

Estas cosas suelen ir bien al principio, pero cuando se tuercen es difícil arreglarlas

Hubo algo que los padres de la Gran Revolución Soviética de 1917 –Lenin, Trotski, Stalin– temían más que los ‘rusos blancos’ que luchaban por mantener el viejo régimen o las ambiciones alemanas, al saber que perderían la guerra por la entrada de Estados Unidos, la potencia naval inglesa y la firme decisión francesa de no rendirse. Me refiero al temor de que el Ejército ruso decidiera convertirse en dueño de la situación. Sobre todo si tenía alguien al frente con el ánimo, carisma y audacia para dar el golpe. Y lo había, ¡vaya si lo había! Es verdad que la Armada rusa, sobre todo el acorazado Potemkin, había sido decisiva en el primer momento. Pero este tipo de batallas se libran tierra adentro. Como es verdad que Napoleón había ordenado a sus soldados llevar en el macuto la nueva Constitución francesa para imponerla en los territorios que ocupasen. Dudo que le obedeciesen, pues lo primero que hacen al ocupar un pueblo, como hicieron los ‘nacionales’ al entrar en el de mis abuelos en la montaña leonesa en 1937, donde pasábamos los veranos, fue buscarse un buen prado, quitarse las cartucheras y echarse a dormir. Pero aquella orden, como el haber derrotado en todas las batallas a los imperios centrales, convirtió a Napoleón en el héroe de la progresía europea, hasta el punto de que Beethoven, que iniciaba su Tercera Sinfonía, la mejor según los críticos, se la dedicó con el sobrenombre de ‘La heroica’. Tardó dos años en componerla, en los que el Gran Corso no hizo más que acumular victorias y honores, hasta el punto de hacerse coronar Emperador, nada menos que por el Papa. Al enterarse, cuentan que el Gran Sordo de Bonn arrancó la primera página de la partitura mientras exclamaba: «¡Otro ambicioso!».

Es lo que temieron los padres de la URSS: que un general famoso se hiciese cargo de la situación. Para evitarlo, pusieron en cada unidad un comisario político con el mismo rango que el jefe, pero con mayor autoridad. Tarde o temprano tenían que chocar, y ha ocurrido bajo Putin, ansioso de recuperar el imperio soviético o el de los zares, llegando al punto de crear un ejército B compuesto en buena parte por presidiarios a los que se les indultaba. Con uno de ellos, Prigozhin, con 25.000 hombres dispuestos a apoyar la política de Putin en África, Iberoamérica y donde se les mandase. Estas cosas suelen ir bien al principio, pero cuando se tuercen es difícil arreglarlas. Al no salir lo de Ucrania como esperaban, los reproches aumentaron hasta el punto de acusarse mutuamente de puñaladas por la espalda. Menos mal que el presidente de Bielorrusia logró un compromiso: los Wagner pueden incorporarse al Ejército ruso, paga incluida, o irse a sus cuarteles en otras partes, y no habrá cargos contra Prigozhin. Una chapuza, ya que todos salen perdiendo. El que más, Putin, que ha perdido el aura de controlar la segunda gran potencia. Le sigue Prigozhin, que cualquier día aparece muerto en cualquier sitio. O ni eso.

 

 

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