Brasil y la región
La legalidad de la suspensión de Dilma Rousseff debería estar fuera de dudas
Brasil atraviesa la crisis más profunda desde que se restauró la democracia. El ascenso de Michel Temer representa un giro copernicano, similar al que Mauricio Macri encarna en la Argentina. Pero ese cambio cobija dos rarezas. Se produjo sin que medien elecciones. Y quien lo lidera es el vicepresidente del Gobierno desplazado. La legalidad de la suspensión de Dilma Rousseff debería estar fuera de duda. El impeachment cumplió con el ritual constitucional y fue avalado por el Superior Tribunal Federal. La legitimidad del nuevo orden está, en cambio, en construcción. Y ha ocurrido un movimiento inesperado. La principal impugnación no llegó desde la calle. Llegó del exterior. El primer desafío de Temer es obtener el reconocimiento regional.
Los Gobiernos bolivarianos de Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia y Nicaragua denunciaron que en Brasilia se consumó un golpe de Estado. Nicolás Maduro calificó el retiro de Rousseff como “una canallada contra ella, contra la democracia y contra el pueblo brasileño”. Comunicó también que llamó a Caracas a su embajador en Brasil, Alberto Castellar. Después se supo que Castellar ya estaba en Venezuela cuando Maduro hizo el anuncio.
Chile y Uruguay no hablaron de golpe. Pero tampoco avalaron a Temer. Michelle Bachelet y Tabaré Vázquez son amigos de Rousseff. Y, además, están condicionados por sus alianzas domésticas. Bachelet está asociada con el Partido Comunista, que se alinea con el chavismo. Y Vázquez debe ajustarse a las posturas de su antecesor José Mujica, que milita en el cuadrante bolivariano.
El último 23 de abril hubo un ensayo general de esta protesta. Ese día, en Quito, se reunieron los ministros de Relaciones Exteriores de Unasur. Por Brasil viajó el canciller, Mauro Vieira. Pero también estuvo Marco Aurelio García, el asesor internacional de Rousseff. García fue a buscar una condena contra del impeachment, que Vieira no estaba dispuesto a gestionar. Esa controversia interna del Gobierno brasileño se zanjó gracias a dos aliadas de Vieira: la argentina Susana Malcorra y la colombiana María Ángela Holguín. Ellas esgrimieron un argumento frente al cual en Brasil todos se rinden: la discusión dañaría la imagen del país. Hubo también un riesgo decisivo. Si Rousseff presionaba a Vieira más de la cuenta para que denunciara un golpe, en Itamaraty, la cancillería brasileña, habría renuncias en masa. Un detalle llamativo: el nuevo canciller, José Serra, ratificó al equipo de su antecesor.
Sin embargo, la diplomacia de García, y de quien fuera canciller de Lula da Silva, Celso Amorim, siguió navegando sin luces. Está detrás de los comunicados de condena, a los que se sumó Ernesto Samper, el secretario general de la Unasur. El de la OEA, Luis Almagro, exministro de Relaciones Exteriores del Uruguay con Mujica informó de que pedirá un dictamen técnico a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La respuesta brasileña tuvo el tono temperamental de Serra, el nuevo canciller. Figura destacada del PSDB de Fernando Henrique Cardoso, Serra despejó cualquier incógnita sobre su alineamiento externo en diciembre de 2014. Ante una consulta sobre el Foro de San Pablo, que integran organizaciones simpatizantes con el chavismo, respondió: “Brasil no debe estar allí, porque no es un país cucaracha”.
Comparadas con esa definición, las respuestas que Itamaraty ofreció el sábado pasado a las impugnaciones a Temer fueron muy protocolares. Serra aclaró que en Brasil rige una democracia plena, respetuosa de la legalidad. En un comunicado especial rechazó las descalificaciones de Samper. Pero no mencionó a Almagro.
El nuevo Gobierno brasileño tiene tres aliados principales en la región: Paraguay, Colombia y, sobre todo, la Argentina. Para el Gobierno paraguayo, el argumento del golpismo, que se levanta a favor de Rousseff, es el mismo que, con Venezuela a la cabeza, se agitó cuando fue desplazado el presidente Fernando Lugo. En aquel momento Paraguay fue suspendido del Mercosur. Con Brasil nadie se anima a sugerirlo.
El colombiano Juan Manuel Santos es amigo de Cardoso y ha sufrido el idilio del PT con Hugo Chávez y Maduro.
El caso de Macri es inequívoco. No sólo tiene una afinidad expresa con los líderes del PSDB, Cardoso y Aecio Neves. También debió soportar que, en 2015, Lula hiciera campaña a favor del kirchnerista Daniel Scioli. Nunca un Gobierno brasileño había ejercido una intervención tan directa en la política argentina.
Macri definió una fórmula para respaldar a Temer: “Brasil cuenta con instituciones sólidas como para procesar su crisis«. Cuando Barack Obama visitó Buenos Aires, se encargó de explicarle los detalles de la peripecia brasileña. Antes de hacerlo, Macri había hablado con Cardoso. No debe sorprender, entonces, que Serra visite Buenos Aires la semana próxima.
Obama adoptó también la retórica de la institucionalidad. Como Macri, él tiene motivos personales para simpatizar con Temer. Se enemistó con Lula cuando el Gobierno brasileño abogó por el plan nuclear del iraní Mahmoud Ahmadinejad. Y debió aceptar la indignación de Rousseff por el espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad.
Más allá de su apoyo a Brasil, EE UU, Argentina y Colombia esperan que la fractura regional no se agigante. Los tres están atentos a una tormenta más riesgosa: la venezolana. Maduro levantó la voz contra Temer en defensa propia. Sospecha que cualquier negociación interna se celebrará sobre su cabeza. Todos miran al ministro de Defensa, Vladimir Padrino López, quien está por perder la voz de tanto jurar lealtad al presidente.
La negociación ha comenzado: participan Colombia, Argentina y el Vaticano. Washington avala, desde lejos. Obama tiene un solo objetivo: retirarse con el mérito de haber vuelto a una región sin conflictos. Celebra el reencuentro con Cuba. Y espera que, en semanas, se consume la paz en Colombia. Lamentaría, por lo tanto, que desde Brasilia o desde Venezuela, le impidan protagonizar ese final.